• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

En aquellos años que trabajé para Gazeta Mercantil de Brasil, en una efemérides patria en ese país que siempre guardo en mi corazón, vi desfilar a un pequeñísimo grupo de hom­bres muy mayores, con birre­tes militares encasquetados en sus cabezas coronadas con canas muy blancas. Algunos lucían condecoraciones sobre sus ropas que, desde lejos, las percibí gastadas, cuando no raídas, pero dignas. Aquellos ancianos, ejemplares, con paso firme y tembloroso a la vez, lo más erguidos que podían, des­filaban cuando terminaban de hacerlo los militares en acti­vidad. “Eles são veteranos da Segunda Guerra Mundial”, me explicó Hamilton, un colega y amigo que me acompañaba. “Eles lutaram na recuperação de Monte Cassino, na Itália”, agregó. También supe que en los campos de batalla europeos cayeron unos 450 “pracinhas da Força Expedicionária Bra­sileira”. Desde que desembar­caron en tierra italiana, el 16 de julio de 1944, combatieron a las órdenes del estadouni­dense general George Patton. También derrotaron a Adolfo Hitler. “Visitaré ese lugar”, pensé y me propuse aquel día.

San Benito de Nurcia.

LA MURALLA DE LA ABADÍA

Unos años más tarde, después de dejar atrás Bologna con su majestuosa universidad, lle­gué hasta allí. Desde la base de aquella vieja ondulación bus­qué rastros de la que fue una de las más grandes batallas del siglo XX. Poco entrenados mis ojos, nada hallaron. Solo los muros de la Abadía bene­dictina que allí se encuentra desde 1321, unos 100 km al Sur de Roma –la Eterna, la Ciudad de las Siete Colinas o, como quiera llamársela– sobresa­lían entre todo el paisaje. 520 metros por sobre el nivel del mar, a poco menos de 1.700 metros al Oeste de la ciudad de Cassino. En ese lugar, en el Valle Latino, en el 529, cuando se inició la orden benedictina, san Benito de Nurcia ordenó construir esa mole de piedra, donde desde 547 descansan sus restos. Una construcción increíble. En profundo silen­cio sé que recé una oración que aún no se ha inventado. Quizás por la cercanía de Bologna, por saber que el maestro Umberto Eco se encontraba a menos de 20 cuadras de donde estaba parado el inmóvil, es que ima­giné ver rondando aquellos muros al franciscano fray Gui­llermo de Baskerville y al joven Adso, su novicio ayudante, en procura de indicios para escla­recer la muerte trágica de fray Adelmo de Otranto, maestro en el arte de la miniatura, cuyo cadáver fue hallado en el fondo de un barranco donde se ini­ciaba la ladera escarpada del monte donde se apoyaban los cimientos del monasterio.

Abadía de Monte Cassino. Allí comenzó la orden de los benedictinos con san Benito de Nurcia.FOTO:SHUTTENSTOCK

“EL NOMBRE DE LA ROSA”

Con esa misteriosa tragedia, que no será la única para recor­dar, en ese tiempo alejado de la cotidianidad que viví, se inicia “El nombre de la rosa”, atra­pante y maravillosa novela que don Umberto escribió en 1980. Clavé mis ojos en el último piso de aquel palacio de piedras. Ese era el único espacio prohibido para fray Guillermo y Adso. Me pareció tan inalcanzable como deseable. Sentía estar en el siglo XIV. El monasterio que describe Eco se encuen­tra en un lugar no definido de Italia. Podría ser en el Norte. Sin embargo, no somos pocos los que pensamos que –por la cercanía con Bologna– el de la novela, es ese edificio monacal en Monte Cassino. Los bene­dictinos –aunque resistan expresarlo públicamente– con frecuencia se vieron a sí mis­mos como los custodios con­servadores de la cultura y de la civilización. Especialmente porque, por aquellos años, eran expertos en oficios que apunta­ban a ello. De hecho, copiaban, traducían, reproducían y, final­mente, divulgaban códices manuscritos. Por lo menos así fue hasta que Johannes Güten­berg (1398-1468) –a quien tam­bién se lo conoce como Johan­nes Gensfleisch– en Maguncia inventó la imprenta de tipos móviles, con fines presunta­mente non sanctos porque, al parecer, el uso de aquella tec­nología de punta, por enton­ces, tenía como fin principal la falsificación de textos relevan­tes. Entre ellos, la Biblia. Sus acompañantes en el emprendi­miento –sus cómplices, como algunas y algunos investigado­res también los llaman– fue­ron Johannes Fust, banquero y financista de la iniciativa y, Peter Schoeffer. Promediaba el siglo XV. Observé la Abadía. ¿Por qué tan alto? En el siglo XIV, cuanto más lejos estuvie­ran los pueblos de la orden de los monjes, era mejor para que los lugares sagrados pudieran mantenerse cerca de Dios y lejos de lo secular. Los monjes pensaban que las altas mura­llas pétreas los protegían de la herejía. No querían correr riesgos. Eran tiempos de la inquisición. Fray Guillermo de Baskerville era inquisidor. Atravesé el portal de entrada del histórico monasterio. Lo recorrí.

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EL ENCAPUCHADO Y EL MENSAJE

Aquellos recuerdos y miste­rios ocupan mi fin de viernes esta noche, en un viejo café de Las Cañitas, muy cerca de dos lugares relevantes en mi vida: el Bajo Belgrano, mi pueblo natal; y, otra abadía que fuera benedictina, la de San Benito de Palermo, a pocas cuadras de esta mesa solo ocupada por una generosa copa con Courvoisier VSOP Cognac. El patrón del local comenzó a colocar las sillas vacías encima de las mesas. Me lar­gué a caminar por la avenida Luis María Campos. Alejado del apuro, mis pasos eran len­tos en los primeros momentos del sábado. Repentinamente, de un viejo zaguán profun­damente oscuro, una sombra que avanzó hacia mí, tropezó conmigo. Un encapuchado con esclavina, cuyo rostro era deci­didamente invisible o, para ser más exacto, de imposible visualización, me tomó para evitar que caiga. “La culpa fue mía”, dijo con voz clara pero susurrante. Se excusó y par­tió. Lo miré hasta que se per­dió al doblar en la esquina más cercana por la calle Aré­valo. Desapareció en la oscu­ridad de la noche. Recorría la segunda cuadra desde el inusual encontronazo, cuando hundí mis manos en los bol­sillos del camperón que me abrigaba. Mis dedos dieron con un trozo de papel arru­gado. Bajo la tenue luz de un farol descubrí que estaba escrito con una letra que no es la mía. La regresé al bolsillo y, lo confieso, por varias horas olvidé tanto el hallazgo como el extraño incidente que fue el encontronazo de mi cuerpo con aquel desconocido enca­puchado. Con la luz del nuevo día, en la mañana sabatina mis pasos se encaminaron hacia san Benito que ya no es de los benedictinos. Muchos años atrás pasó al clero secular. Solo una pequeñísima capilla es aún propiedad de los mon­jes herederos de san Benito de Nursia, que allí se instalaron cerca de 1915. Antes, locaron en Beloq, en el Sudeste de la provincia de Buenos Aires y, desde los ‘70, en Luján, unos 75 km al Oeste de la capital argen­tina. Ya nada es igual a lo que de niño y adolescente conocí. Una suerte de centro cultural se estableció en el que fuera un templo para el culto. No se percibe el recogimiento de otrora. Quizás por eso, antes de iniciar la recorrida, visité la magnificente Iglesia a la que tantas veces concurrí para acompañar a mi madre. Solo tres personas estábamos allí. En silencio, me alejé del altar mayor. Las que fueron las cel­das de los religiosos cuando promediaba el siglo pasado ya no existen. Sus paredes fueron derribadas hasta lograr espa­cios de usos múltiples. Me sor­prendí. En el 2014 el sagrado lugar fue sede de una mues­tra de arte y diseño. Lentamente, llegué hasta donde la memoria me decía que hubo un gran salón. Soledad total. Sin embargo, segundos des­pués, claramente vi llegar a un religioso que caminaba sin prisa pero sin pausa. Esquivó alguna silla, pero no respon­dió cuando por cortesía le di los buenos días. Lo seguí con la mirada hasta que salió del lugar. Aunque, debo decirlo, no sé si salió o, sencillamente, desapareció. En su tránsito no miró hacia ningún lado. Tam­poco emitió palabra alguna. No gesticuló. Claramente, decidió ignorar mi presencia. ¡Son raros estos tipos!, pensé. Una duda, profunda, creció en mí. ¿Realmente, lo vi? ¿Se fue o, se esfumó? ¿Fue, acaso, una visión? ¿Se trataba de una pre­sencia, por llamarlo de alguna forma? No pude ver su rostro. La capucha marrón con escla­vina con la que se arropaba, lo impidió. En su mano dere­cha –parcialmente oculta por la amplitud de la manga de su hábito– llevaba, con enorme cuidado, un libro de grandes dimensiones. Transitaba sigi­losamente, pero con enorme seguridad por aquel lugar que, durante varios años, supe que fue el comedor de la Aba­día. Allí, se hacían las cuatro comidas diarias. Frugalidad y silencio profundo. Solo bebían agua. La única voz que se escu­chaba entonces era la de uno de los monjes que, desde un púlpito de mármol extrema­damente blanco, leía los Evan­gelios.

Vista interior de la Abadía.

LA VOZ INOLVIDABLE

Un padre al que llamaré Juan, que dejó el Monasterio y la Argentina para regresar a España, después de recorrer con mucha frecuencia “sen­deros pecaminosos”, como él mismo los categorizó en el transcurso de una charla para despedirnos, me dijo alguna vez, tal vez, cuando transcu­rrían los agitados años ‘60, en el siglo XX: “No podré olvidar nunca aquella voz profunda de pronunciación rigurosa y modulación perfecta. Incluso, creo haberla escuchado en algunas noches poco antes del amanecer que, como sabrá, es una de las bellezas natura­les que menos tiempo dura”. Los monjes y, mucho menos, los novicios, no podían hablar entre ellos, continuó. El silen­cio se respetaba como un voto más. El Abbatis Andrew, Su Paternidad, como se lo men­cionaba, parecía vivir en, de y desde el silencio que impo­nía con dureza. “Hablar es un don de Dios”, repetía hasta el cansancio con voz trémula. Había que esforzarse para escucharlo. Poco se sabía de él, pero en la comunidad se aseguraba que aquella era su forma de vida desde cuando niño, en España, como oblato, ingresó en el monasterio bene­dictino de san Benito de Silos, cercano a Burgos. Su familia era muy pobre. Pocos años antes, sus tíos, dado que eran huérfanos, también oblaron a Carolus, uno de sus herma­nos mayores. “La vocación por alimentarse –seamos claros– fue el primero de los pasos que los hermanos Caro­lus y Andrew dieron cuando se iniciaron en el camino de la fe”. Así lo dijo con ironía un aspirante a monje, un novicio, quizás en el ‘63, una mañana dominguera, luego de la misa de 10, cubiertas sus facciones por la amplia capucha marrón oscuro que rodeaba su rostro. La imposición de silencio me abrumaba. La interpretaba como una contradicción. En una pueblerina localidad marítima, escuché a un joven obispo, Antonius de Litus Infi­nite, según me informaron los vecinos, afirmar en su homilía que “la fe es narración y, que la narración es comunicación”. En ese contexto, exhortó enfá­ticamente los curas y feligre­ses de su diócesis para que dia­logaran en todo tiempo y lugar con quienes habitaban aquella comarca. El prelado añadió: “Las creencias, que en el Viejo Testamento compartimos con los judíos –nuestros hermanos mayores en la fe– dan claro tes­timonio de la esencialidad de la comunicación para nuestra fe”. Sus pequeños ojos reco­rrieron en auditorio, pero no se encontró con la mirada de nadie. Después de un breve lapso, levantó su mano dere­cha lentamente, bendijo a la feligresía y la despidió. “Pue­den ir en paz”. El mediodía había pasado. La tarde se pre­sentaba desapacible y nubosa. Los vitrales daban cuenta de un relato sagrado sin brillo. Opaco. Mis manos fueron en busca de aquella nota que no pude leer bajo la luz de un viejo farol callejero. Me senté en uno de los duros bancos del templo. “¿Qué busca en san Benito? ¡Aléjese! Recuerde lo que fueron los años del aba­diato de Lorenzo. ¡Aléjese, se lo ruego! No busque respues­tas aquí. Este es el lugar de las preguntas y los interrogantes. No insista. Para vísperas, como desde muchos años, cerca de las escaleras externas, podrá escuchar mi verdad”. Acepté. No faltaba mucho. Cuando entre un par de rascacielos pude ver la primera estrella, fui a su encuentro. Allí estaba. De espaldas. Cuando estuve a un brazo de distancia, lo escuché. “Escuche con aten­ción. Los monjes, cuando aquí se adentró lo que no deseaban, lo que tenían el compromiso de rechazar, se vieron obliga­dos a buscar nuevamente aquel silencio sanador de almas que abre las puertas a la reflexión. Eran años de cambios. De cri­sis. De frustraciones. Para estas horas, cada día, eran varios los monjes que desapa­recían. El hermano Miguel, tío del Abad, los buscaba sin éxito. Amargado por aquellas ausen­cias subrepticias se entregaba a la oración como penitente para que los hermanos ausen­tes regresaran.

LÁGRIMAS EN SUS OJOS

Una madrugada, entre mai­tines y laudes, lo encontré en este mismo lugar. Creí ver lágrimas en su rostro que era tristeza misma. “¡No quieren volver!”, me dijo. “Prefieren el lujo de pasar las tardes en las casas de aquellas señoro­nas a la reflexión silenciosa y profunda en la Abadía”, agregó. Guardo memoria de su desesperación. Trataba de evitar que Su Paternidad lo supiera. No pudo hacer mucho. Recordé que eran los tiempos posconciliares del papa Paulo VI. Giovanni Battista Enrico Antonio María Montini, el nombre que le dieron sus padres, el 262° obispo de Roma ocupaba el trono petrino desde el 21 de junio de 1963. Heredó el Concilio Vaticano II y sus resultados, a la muerte de Juan XXIII. El documento de Medellín (1968), las conclusio­nes a las que arriba la Confe­rencia Episcopal Latinoame­ricana y la opción preferencial por los pobres sacudieron a la Iglesia. Hacia afuera y hacia adentro. En el mundo secu­lar también eran tiempos de cambios o de intentos para alcanzar el cambio. Todo lle­gaba a la consideración del Pontífice que, también en El Vaticano, sentía y sufría la agi­tación. Su amigo Aldo Moro, dos veces primer ministro de Italia, fue secuestrado y ase­sinado. La Revolución de los Ayatolás, El Mayo Francés del ‘68, por solo mencionar algu­nos sucesos de entre tantos, daban cuenta de sociedades en proceso de cambios. “En la Abadía de san Benito tam­bién se sintieron los cambios. Aquí, todo era preconciliar y, si se quiere, con una pátina de franquismo explícito”, conti­nuó el misterioso interlocutor. “No fueron pocos los herma­nos, los monjes, que aban­donaron el monasterio y, en algunos casos, hasta los hábi­tos. El padre Juan, incluso, fue más allá. Los otros, sin ir visiblemente tan lejos; sin embargo, recibían a los acó­litos de Satanás, banqueros y financistas para que presi­dieran la mesa de almuerzo de cada domingo sentados a la derecha y a la izquierda de Su Paternidad, vestidos con tra­jes impecables, de alta con­fección, según nos explicaba el hermano Miguel, tío del abad, que también era sastre. ¿Y la opción por los pobres? Medellín y Puebla eran como letras muertas para muchos de estos tipos que, en cada Misa del Gallo y para cada Semana Santa participaban de las cele­braciones en las que el miste­rio se consumaba en el cáliz de oro, brillantes, diamantes, perlas, esmeraldas, de una de las mujeres de la familia Bl. Nadie repudiaba la pre­sencia, de tanto en tanto, en Misa del golpista almirante Rojas (Isaac), uno de los que derrocó a Perón en el ‘55. Nadie le negaba la comunión. ¡El diablo estaba instalado allí dentro¡”, casi gritó. “¡Cuántas mezquindades!”, fueron las dos últimas de sus palabras que pude escuchar. De bue­nas a primeras se esfumó. En la Abadía, aún por estos días, se asegura en el barrio y lo creo profundamente, muchas puertas secretas no han sido selladas. Tal vez porque ya no es necesario que nadie entre o salga del otrora monaste­rio sin ser visto. Mientras buscaba la calle, cuando pro­curaba salir del templo, vi a una mujer mayor, extrema­damente flaca, que exudaba fragilidad, de rodillas confe­sando. Me detuve. La observé con atención hasta que par­tió con expresión compun­gida. Recién en ese momento retomé la marcha. Pasé por delante del confesionario pero, cuando miré hacia él para saludar, en su interior no había nadie. Me persigné y seguí mi camino. ¿Habrá sido así?

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