En este relato descubrimos una historia singular en la que el amor de madre e hija se confunde en el silencio y la sumisión y estalla en venganza y odio en el momento menos pensado.
- Por Pepa Kostianovsky
Quienes la conocieron, ya saturada de años, o hubieran podido imaginarla como una mujer alguna vez hermosa. Menos aún para los parámetros de la que fuera su época, de doncellas menudas y frágiles.
Era alta, fornida, de actitud orgullosa. Su rostro excesivamente blanco, su cabello de un negro empecinado, los lentes oscuros y una boca de gesto despectivo en la que el rojo impertinente no llegaba a disimular los labios finos y descarnados.
Imponía, sin embargo, la imagen contundente del poder. Era, a desprecio de su falta de encantos y su ausencia de gracias, una auténtica reina.
Al menos, se portaba como si lo fuera. Y exigía que la plebe la viera como tal.
La plebe masculina. A sus congéneres jamás les concedió tan siquiera el trato.
Su casa era escenario de pretenciosas tertulias en las que –lógicamente, como anfitriona– presidía, una mesa a la que nunca convidó a mujer alguna. Y en la cual los comensales eran la “crema de la intelectualidad”.
Viuda desde siempre –como correspondía a una personalidad de su talla– iba constantemente acompañada de la menor de sus hijas, la dulce, solteronísima e inofensiva, la única de su prole que no había intentado jamás un vuelo propio. Era la que nunca tuvo, ni osó, otra función que la de humilde escudera.
Como para asegurar que no se diera competencia alguna –y a pesar de que la muchacha era, además, la menos glamorosa de la familia– la madre, que vestía y se enjoyaba acorde con su condición imperial, cuidó siempre compensar la diferencia de años, sometiendo a la hija a la total ausencia de afeites y al más modesto percal.
Eran –por prestigio y por costumbre– presencias obligadas en cuanta recepción, cocktail y agasajo merecieran ser ponderados. La invitada, demás está decirlo, era la madre, a la que poetas, diplomáticos, ministros y aristócratas consideraban emblemática. La hija era algo así como un bastón.
Y al final, y a pesar de su egoísmo, tuvo curiosamente la madre un gesto de gratitud hacia la impoluta lealtad de su hija.
Sabedora de que sólo la había hecho hábil para ser su sombra, demoró su muerte en una larguísima agonía.
Resistió el impacto de algún derrame, infarto, apoplejía o soponcio durante un prolongado y profundo coma. Su corazón siguió latiendo por muchos meses –pueden haber sido años– en los que la hija, por supuesto, la asistió religiosamente y se ocupó de agradecer las espaciadas visitas y llamadas de parientes, amigos y viejos contertulios.
Hasta que un día –cuando ya muchos pensábamos que sería inmortal– dejó también de respirar. Y se dio por muerta.
El velorio era magnífico. Como tenía que ser.
El salón principal de la regia casona, el más suntuoso féretro, la más elegante concurrencia. Los mensajes de pésame llegando desde todos los confines. Las coronas de flores colapsando la capacidad de los enormes corredores. La secuela de rosarios.
El más solemne de los duelos, interrumpido de pronto por un inexplicable estampido.
Un sonido sordo y dramático, que los dolientes se negaban a reconocer.
Y la ausencia de la hija fiel.
Aquella presencia que nunca se llegaba a advertir, era por primera vez la que todos se empecinaban en encontrar. Y no estaba.
Un instante de quietud. Hasta que alguien se atrevió a aceptar que el ruido había llegado desde su cuarto y a abrir la puerta para hallarla. Yacente y tan muerta como su madre. Con la pistola caída al costado del lecho y el hilo de sangre brotando de su sien.
“No pudo resistir el dolor” dijeron los más simples. Otros, más profundos, entendieron que “ya no le quedaba siquiera el rol de sombra”.
La madre quedó en el centro del salón, olvidada. Todos se volcaron a la hija.
El velorio se transformó en escena de otra tragedia.
Y la protagonista fue la sombra. A la madre apenas si le quedó un papel de reparto.
La había despojado de su vida.
Ella, le cobró la muerte.