- Por Bea Bosio
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Cuando en diciembre de 1924 el médico de una localidad remota de Alaska vio que cuatro niños murieron de lo que al principio había diagnosticado como amigdalitis, empezó a sospechar que estaban frente a una posible epidemia de difteria. Cosa que a dos grados al sur del Círculo Polar Ártico y en pleno invierno era una tragedia.
La antitoxina diftérica de un hospital cercano había caducado, y el nuevo pedido no alcanzó a llegar a tiempo antes de que se cerrara el puerto por las condiciones extremas. El doctor entonces envió un telegrama desesperado a Washington: Necesitaban conseguir un millón de dosis del medicamento o si no se vaticinaba en Nome, una mortalidad del 100%.
A partir de ahí comenzó a moverse el engranaje para intentar salvar al pueblo aislado del norte. El servicio de salud pública localizó las dosis en hospitales de la costa oeste que podían ir a Seattle y de ahí a Alaska, pero no llegarían a Nome a tiempo en esas condiciones climáticas. Por suerte en enero aparecieron 300 mil unidades de suero en Anchorage, que, aunque no eran suficientes para vencer la epidemia podrían contenerla mientras llegaba el envío grande. Ahora el desafío sería sortear los 1.085 kilómetros que separaban a Nome de Anchorage.
Las cosas no estaban fáciles. Ese invierno las temperaturas alcanzaron el récord más bajo en 20 años (-46 grados) inhabilitando a la mayoría de los medios de transporte. El puerto del mar de Bering estaba bloqueado por el hielo. Y el avión que había recorrido más distancia en Alaska en invierno tenía el récord de 420 kmts y a -23 grados. Lejos de los 1.085 kilómetros necesarios en un frío que era el doble.
Al final, la única alternativa posible era la más primitiva de todas: Hombre, animal y naturaleza. Trineos, mushers (conductores) y perros en un sistema de postas.
Y así comenzó la que sería conocida internacionalmente y para siempre como Iditarot, la Carrera de la Misericordia, con la primera posta que partió el 27 de enero bajo el mando de “Wild” Bill Shannon. Con 46 grados bajo cero y 11 perros guiados por Blakie, Shannon sufrió hipotermia antes de completar su tramo y perdió animales en el camino, pero llegó para pasar la posta a Edgar Kallan; que siguió con tanto frío que cuando le tocó al tercero en la posta, tuvo que derramar agua sobre las manos de Kallan para despegarlas del manubrio.
Las condiciones eran las peores, pero la lucha iba contra el tiempo y la muerte que acechaba sin tregua, mientras la prensa se hacía eco y el país entero seguía ansiosamente la carrera.
Todos los problemas se presentaron a lo largo del trayecto: A Charlie Evans le toco encomendarse a la habilidad de sus perros líderes para atravesar la niebla helada donde el río había roto el hielo, pero olvidó proteger las ingles de sus dos perros mestizos con pieles de conejo. Ambos se bloquearon por el congelamiento y Evans tuvo que tomar su lugar para poder avanzar. A Miles Gonangnan –un baqueano nativo– le tocó una tormenta tan fuerte que –”La turbulencia de los remolinos de nieve que giraban entre las patas de los perros y por debajo de sus vientres era tal, que parecía que estábamos en medio de un rio”– relató al concluir su tramo con una temperatura de -57.
El trecho más largo y peligroso le tocó al tricampeón de carreras de trineo, el noruego Leonhard Seppala y su equipo de perros, liderados por Togo, que merece una crónica aparte. El grupo debía avanzar por una bahía congelada de hielo inestable, con altas chances de quebrarse bajo el trineo, y pasar por colinas de nieve donde los perros apenas podían encontrar apoyo. Si tocaba viento este, las ráfagas heladas llegarían a 110 kilómetros por hora, con sensaciones térmicas de 73 grados bajo cero.
Era una hazaña casi imposible, pero Togo lo había hecho antes y era él quien lideraría los 563 kilómetros más difíciles.
Para empeorar las cosas, cuando le tocó la posta a Leonhard, un sistema tormentoso se estaba formando desde el Golfo de Alaska; pero la inminencia de la epidemia no permitía retrasos y tuvo que enfrentar la tormenta. Togo –el perro líder– guió a su equipo a través de la oscuridad total, a un promedio de 13 kilómetros por hora, con el hielo rompiéndose a lo largo de la línea costera; remontando una cresta de 1.500 metros, y a través de una montaña. El perro de 12 años fue crucial en la soledad inhóspita de los témpanos de hielo, con un instinto único para detectar el peligro en condiciones adversas y la valentía para avanzar en tamaña proeza.
A las 3 de la tarde del 1 de febrero, después de descender la montaña y llegar a la estación de Golovin, Leonhard y Togo habían vencido los escollos más duros de la carrera y lograron pasar el medicamento a Charlie Olsen. Olsen a su vez pasó la posta a Gunnar Kaasen y su perro líder, Balto, quienes tuvieron a su cargo el tramo final. Balto tuvo que guiar solo el trineo en cierto momento porque Kaasen no conseguía ver debido a los remolinos y al resplandor del hielo que enceguecían sus ojos, y en cierto momento el viento volcó el trineo tirando el suero a la nieve. Kaasen tuvo que ponerse de manos y rodillas y buscar el valioso paquete congelándose los miembros o todo el esfuerzo hubiera quedado ahí enterrado en el trecho final. Pero lo logró. Y continuó avanzando, hasta llegar a Nome con el suero salvador el dos de febrero de 1925.
Eran las 5:30 de la mañana de un amanecer esperanzador.
Cada tramo había sido un desafío. Cada miembro imprescindible, en esa gran cadena de solidaridad. Pero estos valientes lo habían logrado, poniendo por encima el deber humano ante cualquier otra adversidad.
No se había roto ninguna ampolla en el camino y la anioxina estuvo lista para ser administrada al mediodía del día en que llegó.
Para el 3 de febrero respiraba el mundo. La epidemia estaba bajo control.