Esta semana, la historia nos lleva a otro cuento incluido en el volumen Queridas Monstruos. “Azulia” es un impactante relato que seduce e intriga.

  • Pepa Kostianovsky

La carreta se acerca demasiado lenta, la fuerza de los bueyes la va arrancando del lodo que la atrapa. Bajo el alero, la mujer y los niños obser­van la pulseada mientras agitan las manos y gritan saludando a Nimia que, como siempre, llega para el cumpleaños de su madre.

La abuela no sale, está enferma o tal vez esté muerta y el débil y despa­rejo latido sea mero efecto de la inercia. Tantos años funcionando entre caren­cias, duelos y pesares, podría ser que el corazón siga no más andando.

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Esa mañana la hija la lim­pió con un pedacito de tela y agua de lluvia, le puso el vestido azul y jazmín en el cabello. Estrujó unos péta­los del chivato y le dio color en las mejillas y los labios.

Las hermanas se acer­can hasta el catre donde la anciana yace plácida, el amor puesto en su adorno la ha transformado en una reina durmiente.

II

Nimia contrató el carro en la ruta, al bajar del ómni­bus. Pensaba quedarse esa noche y partir a la mañana temprano. Pero opta por marcharse lo antes posible. No quiere estar allí y tener que ocuparse de trámites y misas. Reparte las golosi­nas, le entrega a su hermana unos billetes y las medias abrigadas que había traído para la madre.

–Vine para llevarle a Azu­lia.

–No puedo yo darle, sin per­miso de su papá.

Después de unos minutos de discusión sobre los dere­chos de aquel padre irres­ponsable y ausente, la con­vence.

Reunir las pertenencias de la niña en un atado toma menos tiempo que abrazar a los hermanitos y a la abuela moribunda y recibir la ben­dición de la madre.

Azulia sube a la carreta y se va. Sin alegría y sin pena, ni siquiera se pregunta cual será su destino. Tiene ham­bre. El caramelo que le tocó en la repartija ha sido su única comida desde el día anterior.

En el colectivo no quedan asientos, pero el aroma de la fritura y comino es deli­cioso, la mujer aun tiene en el cesto cuatro paste­les tibios y dorados. Azulia disfruta del manjar. Cuando llegan, sigue oliendo sus manos perfumadas de aceite.

Nimia lleva muchos años trabajando en esa casa. Es gente buena. La señora Marianita la entrenó para ser una excelente mucama y cocinera. A dejar las ollas y los pisos relucientes, a sazonar los guisos, a ten­der las camas sin un plie­gue, a planchar los cuellos de las camisas como si fue­ran “de tintorería” y a ser­vir la mesa con premura y discreción.

El sueldo y el trato son inob­jetables. Pero Basilio ya no quiere que trabaje “con cama adentro” , le reclama que vaya a vivir con él.

III

La señora Marianita entiende que Nimia tiene derecho a una vida propia y acepta que se retire al ano­checer. Pero nece­sita otra persona que la ayude y se ocupe de poner la cena a punto, servir la mesa y dejar todo impecable, como de costumbre.

Aunque Azulia solo tiene trece años, la tía piensa que puede enseñarle el trabajo y de paso sacarla de la miseria.

La señora Marianita la recibe cordial y le da un beso que la impregna con su suave perfume de rosas…

El cuarto que en princi­pio comparte con Nimia es lindo, con una cama amplia y mullida, un ropero, una ventana con cortinas y un ventilador. Azulia ve por primera vez un baño “moderno”. No puede creer que aquella ropa es suya, como el cepillo de dientes, el shampoo, el jabón per­fumando y la toalla nueva.

En pocos días aprende sus tareas. Con el retiro de Nimia, la habitación es toda para ella. La primera noche en que se queda sola, la patrona le trae un flore­rito para su cuarto y le reco­mienda muy seriamente.

Mirá Azulia, en esta casa hay varones. Yo trato de educar­les bien a mis hijos, pero con muchachos de 15 y 18 años no se puede poner la mano en el fuego. Vos sos muy joven­cita y no quiero tener disgus­tos. Así es que no te olvides de cerrar con llave la puerta de tu pieza. Sin falta. No te descuides. Y si sentís que alguien toca la manija o gol­pea, te hacés la dormida, no vayas a abrirles ¿Me enten­dés? ¡Con llave! Te aviso bien que voy a controlar.

El pacto queda sellado. Y Azulia lo asume con rigor.

De tanto en tanto, le parece escuchar que alguien mueve el picaporte, o unos suaves golpecitos en la puerta. Y se queda silenciosa, hasta que siente los pasos que se alejan. A veces los golpes se hacen insistentes, pero no responde. Se pregunta quién será.

Francisco, el mayor, es como su madre, alto, her­moso, amable.

Diego es serio y de pocas palabras, está siempre leyendo o escribiendo en su cuarto. No deja de decir gra­cias cuando ella entra para guardar la ropa planchada o acercarle una merienda.

Quizás sea solamente la señora Marianita que con­trola, como le ha advertido. Es lo más probable.

En la calle se encuentra con Francisco que apura el paso para alcanzarla.

–Hola Azu ¿De dónde venís?

–De mi curso.

–Ah, es cierto que vas a ser peinadora. Coiffure, como se dice en francés ¿sabías?

–Sí, así dice la profesora.

–Y cuando pongas tu Salón de Belleza nos vas a aban­donar.

¿Qué vamos a hacer sin vos?

–Ay , no es para tanto.

–Me vas a tener que enseñar, por lo menos cómo hacés la tortilla de papas y la salsa de los tallarines.

Ahora sirve la mesa evi­tando la mirada del mucha­cho que parece buscarla de propósito.

–¡Qué rico está esto! Azu, ¿me servís un poco más? por favor.

Y ella con los ojos bajos, sin poder disimular el rubor.

Y la señora Marianita:

Zully tiene muy buena mano para la cocina.

Y de pronto, la voz de Diego:

¿Por qué le ponen apodos tontos? Se llama Azulia, su nombre es hermoso.

Y tras las gafas, la mirada celeste.

Se apura a recoger la mesa. La cara le arde. Las manos se aferran a la bandeja.

Y el ruido de la puerta; y los golpecitos; y ella quieta y silenciosa. Y las miradas. Y la señora Marianita, vigi­lante. Y el servir la cena se convierte en un martirio. Y otra vez los toquecitos en la puerta. Y la incógnita ¿Francisco?

¿Diego? ¿la patrona consta­tando su obediencia?

Y su propia sangre que ace­lera la carrera por el cuerpo adolescente y arde y cosqui­llea y aturde. Y el miedo que se vuelve deseo y la duda que se transforma en ansias y la resistencia que se quiebra. Y la noche; y la puerta sin llave.

Y el picaporte que cede man­samente.

Y los pasos. Y la sombra que levanta la manta; y el cuerpo que se acerca; y los labios que le envuelven la boca; y las manos que acarician hasta calmar su urgencia; y el pla­cer que vence los temores y la induce a responder el abrazo; y los pechos de la señora Marianita apretando los suyos; y el perfume de rosas.

Etiquetas: #Azulia#madre

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