Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas
Las noches de los viernes no son iguales a todas las noches. Lejos de las megalópolis, tienen menos luz y decibeles. Mucho más cuando los crudos inviernos hacen que tan fríos como fuertes vientos barran las playas del Atlántico Sur. ¡Impiadosos! Un viejo reloj de arena, grano a grano me informa que menos de una hora más tarde de ese momento será sábado. Inevitable, desde hace poco más de 4.540 millones de años. Casi litúrgicamente, me senté en la vieja reposera. Los leños crepitantes hacían lo suyo. Mis pies buscaban –acercándose a ellos– calor seco y acogedor. El copón, cargado con un Ktima Gervassiliou Avaton del 2017, entibiado junto al fuego, levemente espolvoreado con canela de Sri Lanka, aporta la cuota justa de perfumado relax. Alguna vez, no puedo precisar cuándo, lo conocí en un pequeño barcito en una plaza seca de Atenas. ¡Grecia… amaneceres memorables!
CHRISTINA ONASSIS
Por alguna misteriosa razón –pensé– desde varios días el nombre de Christina Onassis –aquella joven de belleza invisible que, menos felicidad, casi todo lo tuvo– ocupa un lugar destacado en mis recuerdos. Christina, pensé, nombre originado en aquellas tierras increíbles. Dicen que significa “cristiana, perteneciente a Cristo”. ¿Habrá aceptado esta Christina aquella pertenencia? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo saber que sentía esa casi mítica niña rica, joven rica, mujer rica, muerta famosa…? Hasta un barco de guerra, que supo ser fragata de la armada canadiense desde 1943 y se llamó HMCS Stormont, desde 1954 y hasta hoy, se llama como ella, luego que su padre invirtiera –para que así fuera– 4,34 millones de dólares. “¡Qué no le falte nada!”, seguramente, habrán deseado por entonces Aristóteles, su padre, y Athina, su madre. Tampoco le faltó un diamante, de 38 kilates, con forma de pera, que fuera bautizado con su nombre. Exudaba riqueza. Quizás, por ello, pudo haber dejado de ser mujer para trocar en objeto del deseo. De muchos y de muchas. Pero no todas, ni todos, la veían así.
“ERA TAN POBRE…”
“Era tan pobre que no tenía más que dinero/Besos de sobre de herencia de su padre naviero/Anfetaminas y alcohol, desayuno Miss Onassis/ Pobre Cristina, que al fin logró quedarse en el chasis/Solo yo sé que dice la pura verdad/Cuando jura que toda su fortuna daría/ Por echarse un noviete aburrido y formal/Por entrar de oficiala en una peluquería…” ¿Así era ella? ¿Por qué no? ¿Por qué sí? Dejé de suponer. Si Joaquín, como no lo hiciera nadie nunca, logró mirar detrás de la máscara con la que cubría su rostro para ocultar tristezas y vergüenzas, para qué intentar más.
En la memoria, la asocio con alguien al que llamaré Mario [así, sin apellido]. Abogado rioplatense y citadino que, “por eficiencia, fama, prestigio, calidad de trabajo, trayectoria y discreción”, como me aseguró descriptivamente alguna vez, un magistrado al que prefiero no mencionar, se hizo cargo de sus asuntos en este país que en la segunda década del siglo 20 también fue el que eligió su padre migrante fugitivo y pauperizado. “Nunca hablé personalmente con ella”, aseguró Mario hace poco más de tres décadas, mientras cenábamos con amigos en el restaurante La Cátedra, en una esquina elegante del tradicional barrio de Palermo, en Buenos Aires, unos 1.260 Km al Sur de mi querida Asunción.
En la sobremesa, admitió –sin entrar en detalles– que aquella mujer le había encomendado “una gestión complicada para las leyes argentinas porque, si bien era exclusivamente demandar a alguien, por un incumplimiento de contrato, las prestaciones acordadas con la contraparte –un hombre, deportista, jugador de polo– son, por lo menos, inusuales”. No agregó más. Se negó rotundamente a hacerlo. Desde que nos despedimos, aquel interrogante lo llevo conmigo. Como muchos otros que también involucran a una parte de la familia paterna de Christina a la que conocí y frecuenté cuando niño. Vivían justo en la esquina en la que se cruzan las calles Daniel de Solier con Pablo Ricchieri. Tres cuadras de nuestra casa en el Bajo Belgrano, el pueblo donde nací. “Los Onassis”, como se los mencionaba en el barrio, nunca hicieron ostentación del apellido, ni mucho menos. Eran silenciosos. Incluso los niños y las niñas. Residían a sólo tres cuadras del Estadio Monumental de River. En una esquina. No se sabía muchos de ellos ni de ellas.
ARISTÓTELES ONASSIS Y LA ARGENTINA
Aristóteles Sócrates, celebridad desde cuando promediaba el siglo 20, llegó a este país el 23 de setiembre de 1923. Nacido en Esmirna, el 15 de enero de 1906, por entonces territorio griego, se vio obligado a dejar aquella tierra para evitar las persecuciones que los turcos ejercían sobre la población griega. Creció en el seno de una familia de comerciantes. Cuando migró, lo hizo hacia Sudamérica porque sabía que allí tenía parientes a los que no conocía. No hablaba español. Aquella aventura la encaró por extrema necesidad y con enorme audacia. Con menos de un centenar de dólares fue pasajero de tercera categoría en el transatlántico “Tommaso di Savoia” hasta el puerto de la capital argentina.
La primera semana aquí vivió en el Hotel de los Inmigrantes. A metros del muelle. A partir de ese momento, múltiples leyendas urbanas lo ubican como residente y joven buscavidas en diferentes barrios. La Boca, Retiro, el Centro y otros, siempre ejerciendo el comercio como dependiente en verdulerías, queserías, almacenes o tabaquerías. Imprecisiones. Versiones sustentables dan cuenta que el primero de sus grandes pasos para la supervivencia urbana como migrante fue ingresar en la River Plate Telephone Company. Trabajaba en el horario nocturno. Hasta 1929, cuando fue designado cónsul de Grecia aquí, también fabricó cigarrillos con marcas propias. Lo aprendió de su padre. Sabía de tabacos. “Greco” y “Osman”, suaves, rápidamente fueron aceptados por las discretas fumadoras de entonces. Así obtuvo la ciudadanía argentina. En 1932 dejó este país. Sus bolsillos tenían un poco más de dinero que cuando arribó 9 años antes. No regresó hasta 1946. Su luna de miel aquí, con Athina Livanos –la mamá de Christina– su primera esposa, duró dos meses en los que la pareja vivió en una suite del lujosísimo Plaza Hotel frente a la plaza San Martín, en el barrio de Retiro. Muchas de las vidas de su vida se desarrollaron aquí.
AMIGAS POR SIEMPRE
Algunas de sus amistades más intensas, también. Nicolás Mihanovich y Alberto Dodero, empresarios navieros, fueron, quizás, sus dos más importantes vínculos amistosos. Especialmente “Dode”. Las hijas de ambos, Christina y Marina, a través de ellos, se conocieron cuando tenían 15 años en Punta del Este, Uruguay. Donde veraneaban las élites. Fueron amigas durante 22 años. Hasta que la muerte las separó. Recorrieron el mundo juntas.
Eran parte sustancial del jet set en aquel mundo mundial y no global que ya no existe. Fraga, el mítico portero de Mau Mau Buenos Aires, con frecuencia les franqueaba el paso. Alberto y José Lataliste, siempre, las esperaban. Como en Madrid y en Ibiza. Protagonistas frecuentes –aunque en distintos niveles, por decirlo de alguna manera que, incluso, me desagrada– de la mítica revista “Hola” que fundaran, en 1944, Antonio Sánchez Gómez y Mercedes Junco Calderón, Christina fue tapa en cada uno de sus cuatro divorcios; cuando la muerte de su padre, el 12 de julio de 1975; cuando el accidente fatal de su hermano Alexander en el aeropuerto de Atenas; cuando el casamiento de Aristóteles con Jackie, la viuda de John Fitzgerald Kennedy; cuando sus depresiones; cuando los consumos excesivos de psicofármacos; cuando su sobrepeso la llevó hasta los 130 kilos; cuando un aborto.
Marina siempre estuvo a su lado. Incluso, cuando, en París, “para divertirse”, simularon ser prostitutas. Durante varias horas trajinaron la Avenue Foch, donde se mezclaron con las trabajadoras sexuales de la capital francesa, sin éxito. Pretendían cobrar 500 francos. Fracasaron “y casi nos detiene la policía”, recuerda Marina que siempre, siempre, estuvo a su lado. Incluso aquella trágica madrugada del 19 de noviembre de 1988, cuando se durmió en la bañera de su residencia en el country Tortugas, donde pasaba unos días casi confesionales.
“TODO SE HIZO MAL”
Christina (37) –según su certificado de defunción– falleció por un edema pulmonar mientras tomaba un baño de inmersión. Las horas posteriores a su muerte son tan confusas como las anteriores y hasta su propia vida. “Todo se hizo mal”, sostiene Marina Dodero sin avanzar en detalles ni hacer precisiones. Solo reseña que su amiga “Christina tomaba 24 Coca Colas por día”. Nunca aportó detalles sobre nada relacionado con aquella incomprensible muerte. ¿Incomprensible? Su amiga –“hermana”, como se consideraban– Marina afirma que Christina –pese a que estaba casada con Thierry Roussel– y su “hermano Jorge estaban construyendo una casa en Buenos Aires”, para vivir juntos. Precisa que, además, comprarían “otra de fin de semana en el country club Tortugas” porque el sueño de la Onassis “era vivir aquí con Athina”. Va más allá: “Sentía que [junto a Marina] era su lugar en el mundo y que nosotros éramos su familia”. Sin embargo, bordea la temeridad con sus recuerdos. Christina “intuía que algo no estaba bien, que algo malo le iba a ocurrir, y quería que nosotros nos hiciéramos cargo de Athina”. Deseo o mandato póstumo incumplido. La niña tenía 3 años cuando la tragedia. Heredó de su madre unos 2.500 millones de dólares.
Treinta y dos años después, revela Marina, “nunca volví a hablar con ella”. Casada con “Doda”, sobrenombre de Álvaro de Miranda Neto, parece no querer cercanía con nada ni nadie vinculado con su pasado infantil. Hasta a la isla Skorpios, donde yacen los restos del abuelo Aristóteles; la abuela Athina, de la que lleva su nombre; su tío Alexander y Christina, su madre, en el 2013, la vendió. La historia es, definitivamente, incierta. Algunos personajes creíbles y otros no tanto, que aseguran conocer detalles se sus últimos días en la Argentina, afirman que “llena de ira y despecho” vino hasta aquí para demandar ante la justicia a un jugador de polo que se negó a cumplir un deseo de Christina para el que se había comprometido con un contrato de prestación de servicios. ¿Podrá ser? ¿Cuál sería aquel compromiso? “Escuché con atención a Sabina”, respondió uno de esos presuntos sabiondos cuando quise saber más.
“Un amante alquilado le calienta la suite”, canta la voz aguardentosa de Madrid que, entristecido con la vida de Christina, solo atinó a poner letra y música al sufrimiento que padecía. “Poesía negra”, dijo un pobre de espíritu en mi presencia. “Que traduce, como pocos, los dolores de un corazón mendicante que, en su corta vida, siempre quiso –sin conseguirlo– alojar un amor sin alcurnia, titulejos, ni cuentas bancarias sobregiradas”, respondí en el límite de la bronca para silenciarlo.
Aquel secreto bien y piadosamente guardado, duerme y dormirá con ella para siempre –sin pastillas– muy cerca de la rompiente en la playa del mar Jónico. “Cris, Cris, Cristina/Suspira y fantasea con que la piropea un albañil/Cris, Cris, Cristina/Que un botones vea si le puede conseguir pastillas para dormir/Corazón tierno, los dueños del verano la miman/Pero el invierno no se lo saca nunca de encima/Con su cara de dólar ha amortizado varios maridos/Pero siempre está sola poniéndole una vela a Cupido”, dicen que se escucha en las noches de borrasca. La leyenda sostiene que a Joaquín, cuando sopla con fuerza el Gregal, lo acompaña un nutrido grupo de sirenas coreutas. Pobre Christina.