Por Pepa Kostianovsky
A partir de este domingo compartimos cuentos y relatos de la escritora y periodista Pepa Kostianovsky. En este caso, “Crimen imperfecto” dio nombre al volumen que agrupa una serie de cuentos y, a su vez, inspiró un interesante proyecto teatral. Bajo la dirección de Antonio Carmona, la actriz Edda de los Ríos llevó a escena en diciembre de 1981, bajo el título de “Queridas monstruos”. La obra ya lleva 5 ediciones, aumentada desde la 3ª.
Mañana todo habrá terminado. Los resultados de la autopsia no dejarán lugar a dudas. Es duro, pero habrá que aceptarlo.
No me explico cómo he podido ser tan torpe en descuidar el final. Parecía todo tan inteligentemente proyectado. Creía que en mi plan, no había un solo flanco vulnerable.
Y ahora, ante la inminencia de quedar desenmascarada, me doy cuenta de que me engañé.
Recuerdo la cara de Teresa ante mi terrible confesión:
- Necesito decírselo a alguien, tengo que compartir el secreto. Yo maté a Leo, lo envenené. No es cierto que esa mañana me llamaron de Montevideo para decirme que lo habían internado con un cuadro de neumonía y estaba grave ni que llegué cuando casi expiraba. Ni el montón de detalles que conté a mi regreso.
Teresa me miraba con expresión de desconcierto. Y yo continué:
- La verdad es que él había viajado por negocios. El plan lo imaginé en una sola noche. A la mañana dije que había recibido el llamado a último momento, cuando apenas quedaba tiempo para alcanzar el vuelo, de manera que nadie propusiera acompañarme. No fue difícil hacerle creer a Leo que, casualmente, me habían mandado del diario a hacer unas notas. Eso era habitual. A él le gustó la sorpresa. Y la celebramos como corresponde. Te diré que, sin saberlo, me agasajó con una despedida espléndida.
Los ojos de Teresa iban creciendo, y yo seguía:
- Cuando entró al baño, cambié las cápsulas. Aún quedaban cuatro en el frasco. No se daría cuenta de que le dejaba solamente dos. No era detallista. Y a las ocho de la noche las tomaría sin falta, mientras esperaba mi regreso para salir juntos a cenar.
Teresa empezó a ponerse pálida.
- Cuando bajábamos en el ascensor, él mismo sugirió obviar el trámite de advertir en conserjería que también su esposa se alojaba allí. Gasté una broma sobre la posibilidad de que me hubieran visto al subir y pensaran que era una amiguita.
Los ojos le brillaron. Leo era un dulce. Bueno, te sigo contando. Almorzamos y fui para donde se suponía que debía hacer mi reportaje.
Quedamos en encontrarnos a eso de las ocho. Si me demoraba un poco, no tenía por qué preocuparse.
La pobre Teresa estaba paralizada, no sé si por incredulidad o por desaprobación.
- Imagino que habrá vuelto al atardecer a hacer una siesta. A las ocho habrá tomado las pastillas, que hicieron su efecto de inmediato. Mientras tanto, me alojé en una pensión rasposa donde pasé la noche. Al día siguiente, sentada en la plaza que está justo enfrente, esperé que llegara la ambulancia. Vi cómo llevaban el cuerpo en una camilla. Fui al cine para hacer tiempo. Y cuando ya oscurecía, llegué al hotel.
- ¿Qué dijiste?- atinó a preguntar Teresa.
- Que me habían llamado del consulado. Leo era argentino y lógicamente habían dado parte a su consulado. Todavía deben estar buscando a quién avisarle. Me dijeron adónde habían llevado el cadáver y allá fui. Me entregaron un certificado de defunción que dice “paro cardiaco”. Hice los trámites del entierro y regresé a Asunción al día siguiente. Por supuesto, antes había llamado para avisar a la familia. Nadie tuvo la menor sospecha. El crimen fue perfecto. Así ingresé a la categoría de viudas respetables.
- ¿Por qué lo hiciste?- reclamó Teresa. Con más susto que curiosidad.
- Porque estaba harta de mi matrimonio. No tenía valor para plantear un divorcio y afrontarlo. No quería cargar con el reproche de la familia, de mis hijos, de la gente. Además, no quería hacerlo sufrir a Leo. Él estaba enamorado de mí. Matarlo era menos cruel y más fácil.
- ¿Y por qué me lo contás?
- No sé. Ya te dije, es pesado. O tal vez sea por vanidad. Me halaga haber cometido el crimen perfecto.
Era previsible. Teresa no podría guardar el secreto. Y fue rodando.
En pocos días lo sabía todo el mundo. Lo notaba al entrar en cualquier parte. Me miraban con una mezcla de repudio y admiración. Era fascinante. Actuaba con naturalidad, pero sabía que era la estrella. Y que estaban pendientes de mí.
Pero, debí imaginar que la madre de Leo se enteraría. Y que no se conformaría con odiarme.
Fue a Montevideo, hizo la denuncia y consiguió la exhumación del cadáver. Me preguntarán por qué. Y confesar que lo hice para ser la estrella es lo que me fastidia. De cualquier modo fue divertido.
Mañana todo habrá terminado.
Los resultados de la autopsia confirmarán que murió de un paro cardiaco a consecuencia de una neumonía.
Volveré a ser una viuda respetable.