Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
Algunos años atrás – aunque no muchos– un reporte gubernamental argentino dio cuenta de que Buenos es “la ciudad más ruidosa de América Latina”. Cláxones, motocicletas, buses, automóviles, líneas ferroviarias cuyos tendidos atraviesan la capital argentina, vendedores ambulantes que vocean sus productos, artistas callejeros, manifestaciones obreras, de desocupados o peticionantes que, con bombos, redoblantes y trompetas se expresan libremente y millones de personas que cada día circulan en sus calles, ensordecen.
Lo mismo pasa en el Distrito Federal de México, en Nueva Delhi, en el Cairo, Karachi, Nueva York, Madrid, Tokio o, en las chinas Shanghai o Guangzhou, por mencionar solo algunos asentamientos urbanos. Pensar o abstraerse, en ellas, es difícil y requiere de cuotas muy altas de voluntad reflexiva. El ruido desconcentra. Cansa. No permite escuchar a la otredad. Aísla. Recuerdo que cuando niño, en las noches, disfrutaba del silencio nocturno que solo era quebrado por el croar de las ranas. Sentía que podía volar. Alto. Muy alto. Lejos. Muy lejos. Y esa falta onírica de límites era la que le daba sentido la idea de la libertad. La oscuridad, que era total, solo la desafiaban las luciérnagas.
“Los bichitos de luz”, como las nombrábamos los chicos. Y del cielo –de aquel cielo, que nunca más pude ver, aunque infinitas veces lo imaginé– tenía la convicción de que era el alojamiento de las estrellas más grandes que pudieran existir en el Universo. Formidable. Mi casa, que era también la de los abuelos, la de nuestros queridos viejos y el punto de encuentro para los pibes del barrio, en el Bajo Belgrano –mi pueblo natal en Buenos Aires– unos 1.260 km al sur de la querida Asunción, era parte de los últimos vestigios de una ciudad pueblerina que aún latía como un simple caserío cuyos sístoles y diástoles solo se alteraban, se aceleraban, cuando River era local en el Monumental o cuando la italianísima señora de Tognolo –que se soñaba cantante lírica– arremetía algún mediodía, voz en cuello, con “El Barbero de Sevilla”. Cuando callaba, también disfrutaba del silencio.
EL CIELO AZUL
En los veranos, cuando no teníamos que ir a la escuela, el silencio se apoderaba de las siestas hasta las cinco en punto de la tarde cuando Doña Juanita, nuestra abuela, proponía scones para “tomar la leche”. Pero aquel cielo, el de las estrellas más grandes por las noches, era también el del más bello e inigualable azul celeste que haya visto o disfrutado nunca antes, ni después. Aquella sublime percepción de la niñez, sin embargo, finalizó trágicamente algunos años más tarde. Homero y Virgilio Espósito, autores de “Maquillaje”, un tangazo, me dieron la triste noticia. “Porque ese cielo azul que todos vemos, /ni es cielo ni es azul. /¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!”, supe por ellos lo que reveló Lupercio Leonardo de Argensola, cerca del 1.600. Me envolvió una enorme tristeza. También por entonces percibí que mi pueblo natal, ya no era. Sus tardes y sus noches dejaron de ser refugios del silencio. “Las ciudades, destruyen las costumbres”, cantó desde México, José Alfredo Jiménez. Penoso.
OYE EL SILENCIO
Ya casi no quedan espacios para que se refugien los silencios que, en algunas ocasiones, son ese útero presto para depositar en él la simiente de los sueños. “Oye, hijo mío, el silencio. /Es un silencio ondulado, /un silencio, /donde resbalan valles y ecos /y que inclina las frentes /hacia el suelo”, escribió alguna vez Federico García Lorca, cuando –por qué no– creo que arrullaba a aquella hija nonata a la que in péctore llamaba Libertad. El silencio es poderoso. Lo sé. Y de él aprendí que es donde se ocultan –quizás por pudor, tal vez por prudencia o por pura cobardía– esas palabras misteriosas que jamás deberían pronunciarse y, sin embargo, se las escucha vacuas en cualquier parte. Guerra, es una de ellas. ¿Será el silencio el templo donde toda expresión puede ser exorcizada de sentidos negativos? Caminaba por Belgrano. Poca gente en sus calles.
Solo el taconeo acompasado de mis pasos sobre la vereda me acompaña. En aquella caminata de algún tiempo que no recuerdo con precisión, pensaba este viernes agonizante sentado en la vieja mecedora, cercano a los leños ardientes y, con el generoso copón que me ofrece un añejadísimo vino de Massandra cuyo nombre no puedo recordar que, años atrás compré a un tan simpático como embaucador vendedor ambulante en las cercanías de Yalta. Adormecido me vi cuando aquella recorrida que, quizás, nunca sepa si fue real. Casi en penumbras dejé la calle Olazábal antes de cruzar la avenida Del Libertador. Los dos escalones de mármol gastadísimo previos a la puerta vaivén del Café de la Esquina fue el último obstáculo antes de sentarme a una mesa pequeña junto al ventanal que da a la ochava. La voluntad de discernir sobre el silencio no quedó fuera de aquella cuidada recreación de un tiempo que se fue hace muchos años.
Con mis ojos clavados en la nada, una vez más pensé en silencio. Mientras, acunaba en la copa coñaquera una generosa medida de Napoleón Curvoisier. ¿Qué es el silencio? ¿Es la abstención de hablar? ¿La falta de ruidos? ¿Una pausa en la música? ¿Puede ser perpetuo? ¿Falta de protestas? ¿Falta de quejas? ¿Puede ser sinónimo de olvido? “Hable ahora o calle para siempre”. Dura exhortación. ¿Cuál es el lugar del silencio? ¿Dónde habita? Un viejo respetable y respetuoso, que vestía con elegancia y estilo un gastado sobretodo negro se hizo presente. Sus pasos eran cuidados. Cautelosos. En su mano derecha tenía un bastón carísimo. Sin decir palabra se sentó a mi mesa. “¿Puedo ayudarlo en algo?”, pregunté. “No vendría mal que lo acompañe con un cognac. Hace mucho frío”, respondió con vos aguardentosa apenas audible. Acomodó sus manos sobre el cayado del bastón. Lo observé con atención extrema. Su ojo derecho estaba más cerrado que el izquierdo. El cognac –su Napoleón Curvoisier– se apoderó del centro de la mesa.
Sospeché que me miraba. De repente, su palabra, se hizo oír. “No digas nada, no preguntes nada. /Cuando quieras hablar quédate mudo /Que un silencio sin fin sea tu escudo /Y al mismo tiempo tu perfecta espada. /No llames si la puerta está cerrada /No llores si el dolor es más agudo /No cantes si el camino es menos rudo /No interrogues sino con la mirada. /Y en la calma profunda y transparente /Que poco a poco y silenciosamente /Inundarás tu pecho transparente. /Sentirás el latido enamorado /Con que tu corazón recuperado /Te irá diciendo todo, todo, todo.” No supe, no pude o no quise responder. Se puso de pie y partió no sin antes decirme: “Disculpe mi ignorancia, no tuve más palabras que las dichas para significar el silencio. Usted, es un buscador de verdades. No pierda tiempo”. Fui detrás de él, pero ya no estaba.
EN CADA CALLE
Volví sobre mis pasos consternado y sorprendido. “No tiene sentido que lo busques, ni que quieras acompañarlo, Ricardo. George, desde 1899 estuvo, está y estará en cada calle de Buenos Aires. Su inmanencia, fue, es y será como el corazón indetenible de esta ciudad. Te dejó algunas claves. Desde este minuto, la reflexión es toda tuya”. Sin darme tiempo para preguntar, vi alejarse al que dijo lo que dijo. Barba rala. Nariz afilada. Algunas canas. Caminar de noctámbulo. Jean chupito. Campera de cuero para cubrir una remera de los Stones. El perfume hecho humo de los Romeo y Julieta, aquellos puros que algunos aseguran que fumaba Winston Churchill, lo seguía sin prisa ni pausa. El aire frío de aquel invierno se sentía con ganas. El viento, soplaba desde el Río de la Plata. Algunas nubes, desde el sudeste, comenzaban a cubrir el pedazo de cielo que conseguí ver. El silencio, pensé, es como el ágora de filósofos, escritores, pensadores, intelectuales y religiosos. Es, y no es, para todos y todas. ¿Lo será? Me atrevo a afirmar que lo más difícil es saber escucharlo para decodificarlo sin equívocos. Con las manos en los bolsillos dejé atrás la estación Belgrano C del ferrocarril.
La noche avanzaba. La imagen de la Abadía de San Benito –que antes fuera monasterio– ganó espacio ante mis ojos. Niñez, adolescencia y juventud. Cada domingo, Don Ricardo y Doña Erlinda, mis amadísimos viejos, escuchaban Misa en ese templo. Y allí mismo, algún domingo conversé largo con el abad, Fray Lorenzo Molinero Antón, benedictino de Santo Domingo de Silos, nacido en Hacinas, España, en 1901. Nunca admitió, como lo aseguraba la feligresía de la época, que fuera exorcista. Pese a ello, contaba historias –sus historias demoníacas– que sin nombrar a las y los protagonistas, eran atrapantes. Una tarde dominguera, en un tiempo que no puedo precisar, también a él le pregunté por el silencio. Caminamos lentamente por el viejo edificio que allí está desde 1920. Me enseñó a valorar el silencio. “[…] óyeme sordo, pues me quejo muda. / El sueño todo, en fin, lo poseía; /todo, en fin, el silencio lo ocupaba […]”, poetizó Son Juana Inés de la Cruz. Algunas veces pienso que el silencio todo lo puede. Es como un sólido puente para comenzar a comprender. Bernardo Olivera, un monje de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia que supo habitar en la Trapa de Azul, población ubicada en el centro de la provincia argentina de Buenos Aires, sostuvo que “soledad y silencio” son parte de una mediación. “Solo callado se pueden escuchar cosas, sonidos, que nunca antes escuchaste. Tuyas o de la otredad”, me dijo muchos años atrás mirándome a los ojos. “No olvides –agregó aquella mañana con cielo diáfano y brisa fresca– que el silencio necesita de un aprendizaje porque está al servicio de la escucha de uno mismo y de los demás”. Desde entonces, me acompaña la voz de don Bernardo. Alguna vez leí que Muhammad Ibn Ismail Al-Bujari dijo que “quien cree en Dios, el Último Día, debe decir buenas palabras o permanecer en silencio”. Siento el silencio como una constante cultural.
También como una práctica que pretende ser de respeto. El minuto de silencio. Al parecer, fue una propuesta pública realizada por Edward Honey, soldado australiano residente en Londres, para que se homenajeara a todas las personas muertas en la Primera Guerra Mundial. Así fue que el 11 de noviembre de 1919, a las 11 de la mañana, luego de la intervención del rey Jorge V, la idea de Honey se concretó. Pero fueron 2 los minutos. En Lisboa y Ciudad del Cabo, coincidentes investigaciones históricas, sostienen que aplicaron el silencio como forma de homenaje antes que Londres. Poco relevante. La práctica continúa. De hecho, antes de cada encuentro futbolístico por la Copa América, se cumple respetuosamente el minuto de silencio para recordar a las personas muertas por covid-19. Sin embargo, algunos dicen que por decisión de los árbitros, ese minuto dura solo 40 segundos. No es fácil callar. El silencio, también es un desafío. No digo nada más.