Por Ricardo Rivas, priodista Twitter: @RtrivasRivas
Debo admitir que esta reflexión no comenzó en el inusual mediodía de este viernes que en 90 minutos habrá de finalizar. No, de ninguna manera. Quizás, haya comenzado cuando la profe de literatura Antonia Caputo de Gallichio, en el Instituto San Román, en el Bajo Belgrano, mi pueblo natal en Buenos Aires, unos 1.260 km al sur de mi querida Asunción, nos hacía leer los clásicos y, entre ellos “De Senectute” [Cato maior de senectute liber, su título original] que en el 44 a.NE, escribiera Marco Tulio Cicerón. O, tal vez, se haya potenciado cuando el profe Daniel Prieto Castillo, cuando maestraba en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), como aquella, también nos exigía esos textos eternos. No lo sé.
Pero el caso es que “Senectute” se estacionó en mis retinas al igual que en mis recuerdos más entrañables. Nunca pude olvidar los diálogos que, en aquella obra genial, mantenía “Catón, el Viejo”, con dos muchachos, con dos adultos jóvenes, como lo eran Escipión, al que se menciona como “el hijo de Pablo Emilio” y, su amigo Lelio que lo escuchaban admirados porque aquel adulto mayor, rarísimo para la época, tenía 84 años y era enormemente activo. Además, no se quejaba de su vejez. No. Catón, era feliz añoso y aceptaba los años y su circunstancia, como un momento más de la vida, inevitable, a la vez que pródiga en dones y placeres. Sorprendían los decires de Catón. Especialmente, porque cuando lo leí [circa 1967] los hombres se jubilaban a los 60 años. Era muy común entonces, escuchar que, a los mayores del barrio, se los mencionara como “más viejos que Matusalén”, un personaje bíblico, antediluviano, hijo de Enoc, padre de Lamec, abuelo de Noé –el del Arca- de quien en el Libro del Génesis, se asegura que tenía 969 años.
EL CURSO DE MORIN
Al parecer, en ese libro sagrado, cuya autoría se atribuye a Moisés, se sugiere que el padre de Matusalén, solo tenía 604 días menos su longevo hijo. El tema de la vejez, entonces, es viejo. Muy viejo. Cuando el 2020 comenzaba, dos queridos amigos –Guilherme Canela y Luis Carrizo, mercosureños ambos– brillantes funcionarios de la Unesco, me exhortaron para que me inscribiera en un curso a distancia que, desde París, dictaría Edgar Morin, uno de los pensadores más lúcidos y prolíficos del siglo XX. “Comenzará el 8 de julio”, aportó Luis, como detalle de interés. Me sorprendió. Era un martes. Con la convicción de que se trataba de un error, consulté con Guilherme e hice hincapié en que era el segundo días hábil de esa semana. “Querido, lo sabemos, pero quiere comenzar ese día porque cumple 99 años”.
La respuesta –revelación– me atrapó porque, además, me adelantó el amigo, “Morin vinculará su obra con los contenidos de la Agenda 2030 y los Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS)”. Faltaban dos meses para comenzar. Los aproveché para releer varios de los textos del maestro y conocer sus obras más recientes. “Para una política de la civilización” (1997), “La mente bien ordenada” (2000), “La violencia del mundo” (2004), “Breve historia de la barbarie en Occidente” (2005), “¿Hacia dónde va el mundo?” (2007), “¿Hacia el abismo?” (2008), “La vía” (2011), “Los 7 Saberes necesarios para la educación del futuro” (2011), “Enseñar a vivir” (2016), “Cambiemos la vía” (2020). Apabullante. Con ese recuerdo estaba refugiado en la vieja mecedora, cada minuto más cerca de los leños encendidos para que el intenso frío invernal no me invadiera. El copón, con un Appellation Catena La Consulta Malbec del 2018, que alguna vez me recomendó Francis Fariña, desde Asunción mientras festejaba los goles de Cerro, aparecía como irresistible para los recuerdos.
FRENTE A LA MUERTE
En ese momento casi mágico volvió la imagen del maestro Edgar Morin a mis ojos como lo vi en el mediodía de este viernes que finalizó en las redes. Filósofo, sociólogo, algunos agregan, antropólogo, fundador del que se conoce como el “pensamiento complejo”, bajo luces intensas, en el centro de un escenario enorme, escuchaba como hablaban de su trayectoria y de su presente. Bajo la bandera de la Unesco, la directora general de esa agencia multilateral, Audrey Azoulay, destacó sus sentires en “cada oportunidad que conversé con usted”. Morin la observaba con atención y sonriente. En el mismo sentido fue la alcaldesa de París, Anne Hidalgo. Las redes globales lo mostraban envuelto en tonos azules al gran protagonista. Sobre el escritorio donde se encontraba solo, se destacaban una máquina de escribir Olivetti Lettera 32, un viejo archivero de fichas móviles que guardan datos manuscritos, cuatro ejemplares de algunos de sus libros. Sus herramientas de trabajo para que sus pensamientos saltaran de su cerebro como ideas, hipótesis y, a partir de su reflexión, tornaran en palabras que leímos y leeremos millones de curiosos, como él.
Ningún cambio en su aspecto ni en su indumentaria. Exudaba humildad. Como en cada una de sus breves experiencias autobiográficas cuando cursábamos con él para esta fecha, el año pasado. Con sus dos anillos de plata en la mano izquierda y un tercero en la derecha, escuchaba con atención. Cuando los discursos terminaron fue su turno. Recorrió su camino vital brevemente. Solo reflexionó sobre su vida personal y mencionó a algunas y algunos de sus compañeros y compañeras de ruta. Activa longevidad de un memorioso. Con claridad supe que nos advertía sobre la ceguera del conocimiento que peligrosamente nos pueden inducir el error y/o a la ilusión. Exhortó a ver “al hombre” en su integridad. “Hace ya mucho tiempo, cuando emprendía la escritura de un libro sobre el ser humano y la muerte, sobre las actitudes humanas respecto de la muerte, fui a la Biblioteca Nacional –nos dijo cuando cursábamos–, pero no encontré allí más que dos libros religiosos”. Recordó también que le fue “necesario buscar un poco en todas partes porque necesitaba saber qué se hacía ya en la prehistoria, respecto de la muerte, con las sepulturas” para conocer “qué se hace en las distintas religiones, en las distintas sociedades” con los muertos. “Era necesario que estudiara el psicoanálisis para ver cómo el espíritu humano reacciona frente a la muerte. Tuve que estudiar la psicología infantil. [Su madre murió cuando el pequeño Edgar Nahoum –su nombre natal– tenía 10 años]. En otras palabras, tuve que hacer un viaje, una exploración a través de muchos saberes que estaban separados unos de otros y luego encontrar un método para vincularlos, para organizarlos, para cuestionarlos”, agregó. “Veía con claridad –destacó- que en todas las civilizaciones los seres humanos le tenían pavor a la muerte, pero en todas, en ciertos casos, para salvar a los niños, la familia, la patria, los ideales, eran capaces de dar la vida y morir”.
¿QUÉ SIGNIFICA SER HUMANO?
Desde esa duda, primero y a partir de una hipótesis concreta, Morin asumió “el problema de un conocimiento pertinente y de un pensamiento complejo” para avanzar en sus investigaciones con una metodología novedosa. “¿Qué significa ser humano?”, se preguntó y nos preguntó en una de sus clases. “Es curioso –prosiguió– no se enseña en ninguna escuela ni en ninguna universidad. Sin embargo, se enseñan pequeñas partes humanas. En humanidades la sociología, la historia, la demografía, etc., pero separadas. La otra parte, la psicológica y la cultura están apartadas de nuestra parte biológica. El cerebro se estudia en biología y el espíritu se estudia en psicología cuando en realidad se trata de dos aspectos de la misma cosa”. Sin dejar de gesticular enérgicamente sentenció: “Es increíble e injustificable que no se enseñe lo que conforma nuestra identidad humana, sobre todo, porque es algo sumamente complejo porque como mostró Pascal, el ser humano es un tejido de contradicciones” y, por ello, “se debe demostrar que ser humano no se trata únicamente de ser un individuo, sino que se trata de formar parte de una sociedad y que solo somos un pequeño elemento de esta sociedad porque, esta sociedad en sí, se encuentra en nuestro interior con su idioma, con sus costumbres”.
Desde esa perspectiva, exhortó a “saber que no somos únicamente un pequeño trozo de especie humana, de una especie biológica, que la especie está en nosotros porque todo nuestro patrimonio genético se encuentra en cada célula de nuestro cuerpo”. Con ese fundamento sostuvo que “enseñar la complejidad humana, es enseñar al mismo tiempo la relación y la separación entre el hombre y la naturaleza viva, entre el hombre y el cosmos físico. Esto, es algo fundamental”. Ese es Edgar Morin. Ese maestro al que siento como un impuntual en mi vida porque llegó con sus palabras, sus interrogantes y sus respuestas cuando me faltaba poco para sobrepasar los 70. Aunque por cierto, mirándome en él, queda mucho por hacer.
En el mediodía pasado, una vez más abordó “el problema de la mundialización” que es un tema “tecno-económico”. Durante el curso también lo hizo y, en tono de advertencia reflexiva, señaló: “Hay que darse cuenta de que esta unificación técnica y económica, no ha hecho progresar ni la comprensión entre los pueblos ni la conciencia de una comunidad planetaria. Y es en este mundo paradójico en el que a menudo, por el contrario, las personas se encierran en sus culturas, en sus nacionalidades, en sus religiones” cuando, “lo importante es mostrar que en esta comunidad de destinos que la mundialización ha creado a partir de lo que constituye nuestra fraternidad fundamental que es que, dentro de nuestra diversidad, a la vez somos todos semejantes” y, aunque “todos los seres humanos somos muy diversos, somos capaces de llorar, reír y sonreír” lo que quiere decir que “somos capaces de las mismas emociones fundamentales”. Con ese razonamiento, Edgar Morin sostiene que “a partir de la mundialización, debemos sentirnos al mismo tiempo, tanto ciudadanos de nuestra propia patria como ciudadanos de la Tierra-patria”.
UN LLAMADO A LA PAZ
Un claro llamado a la paz, a la solidaridad que emerge de quien, cuando los nazis ocuparon Francia, en la Segunda Guerra Mundial, no dudó en ser combatiente irregular con “La Resistencia”. ¿Por qué? “Cuando tenía 20 años, estaba en la Resistencia, que era sobre todo, un asunto de jóvenes. A los 20 años, me decía: Por un lado quiero vivir porque todavía no viví pero, también pensaba que querer sobrevivir no tenía sentido”, en aquel contexto opresivo e incierto porque “vivir, significaba enfrentarse al combate [y] resistir, era eso. Vivir corriendo el riesgo de morir. El gran aprendizaje [de aquello] es que nos enseña a afrontar la incertidumbre que encontraremos siempre, siempre, en nuestro camino”. Este querido maestro ejemplar y deseado Edgar Morin, gigantesco pensador de dos siglos, cumplió 100 años en plenitud. El conductor de la ceremonia en París fue muy concreto cuando el acto finalizó: “Queda usted citado para dentro de veinte años”. “Senectute”. Tal vez, Marco Antonio Cicerón imaginó a Morin.