“Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos”. Francisco Vallejos, quizás nunca oyó esa frase de Shakespeare, tampoco imaginó algún sangriento escenario. Este jornalero de 61 años tenía varios lazos de amistad, era confianzudo, amigable y forjaba un último vínculo con Daniel Salinas, un chico de 25 años y muchos lo conocían como “Tua’i”.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Era el mes de setiem­bre del año 2012 y la madrugada se hacía lenta, aun más a las 2:00 del miércoles 12 de ese mes. Solo se oía algún pulular de algún insecto a lo lejos, la quietud era marcada. Tanta paz en el sueño de los veci­nos del barrio Capilla del Monte se interrumpió repentinamente cuando el fuerte olor a quemado se colaba por las ranuras de persianas y balancines. La humareda era densa y abarcó varias calles.

Era carne lo que se asaba, el aroma era intenso. Muchos miraron sus relojes y no se explicaban quién prepara­ría un asado de esas dimen­siones con la espesura de la noche, cuando faltaba mucho para que el cielo se diluyera con el día. Insó­lito decían.

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Pero esa idea terminó pronto y fue poco después cuando los vecinos abando­naron sus camas y ocupa­ron las calles para saber de qué se trataba. Sus ojos bri­llaban y con intensidad se iluminaba; una casa ardía al final de la cuadra.

Lo que en principio pare­cía ser una triste trage­dia –típica de un invierno cualquiera en nuestro país– por culpa de algún brasero encendido en el interior del domicilio, buscando algo de calor. Pero no fue así, algo más ocurrió.

UN GRAN FOGÓN

Policías, bomberos y un gran número de curiosos, todos se reunían alrededor de la casa de don Francisco, que estaba siendo devorada por el fuego.

– ¡Manguera de 70 pul­gadas, dale muchachos. Antes que esto pase a la otra casa!, gritó el capitán de los matafuegos.

Las mangueras se cruzaban entre sí, eran varias líneas desplegadas para controlar las llamas. La columna de humo se elevaba alto y se perdía con el cielo cubierto.

El trabajo era arduo, la gran cantidad de calor liberada y la densidad del humo lo complica­ban todo. Pero… en nin­gún momento se escuchó algún pedido de auxilio…

– ¿Dónde estaba el señor Vallejos, Francisco Valle­jos?, se preguntaban varios vecinos que cuchicheaban a lo lejos, curiosos y ávidos de resolver el misterio de la casa quemada.

El gran fogón al fin acabó. Una cuadrilla de bomberos entró con ganchos y una línea con menor caudal de agua. Ahora el trabajo tenía por objetivo reducir todos los focos de calor en la casa y debían remover todo para ello.

En medio de esa labor, el gancho se atoró a algo. El bombero se aferró a su herramienta y la jaló con fuerza, le resultó inútil. Era algo pesado, de mucho volumen. Pensaron en un fardo de ropa acumulada en alguna bolsa, de esas que ya no se usan y apilonan para finalmente regalarla.

– Una vez más, estira con fuerza… ¡ahí va!, gritó el socorrista al momento que sintió que finalmente removió de ese sitio lo que estaba retrasándolo para terminar con el trabajo.

– ¡Mierda, un cuerpo!, ató­nito y exacerbado el bom­bero vio el brazo de una per­sona que brotó en medio del montículo, que en un pri­mer momento pensó que tan solo era una bolsa con ropas viejas.

DÍAS ANTES DEL HALLAZGO

Los vecinos describían a Francisco como una per­sona muy buena, que tra­bajaba por el barrio y nunca se metía en problemas. Pasando los sesenta años, su salud comenzó a desgastarse, pero no así su nobleza y ganas de ayudar a aquellos, que como él en su momento de juventud, esta­ban en indigencia.

Un día antes de que lo encon­traran muerto, el martes 11, Francisco compartió unos tragos con sus amigos. Estu­vieron en una chanchería, a pocos metros de su casa.

El ambiente no era el mejor, la selección paraguaya caía por dos a cero contra la selección de Venezuela, era un partido por Elimina­torias en el Defensores del Chaco. Los nervios y la frus­tración que calmaban con más alcohol y más. La ronda fue de no acabar y mientras más se extendían, más aca­lorada se ponía la discusión por el partido de fútbol. El marcador anunció el final del partido. El grupo se desintegró para que todos retornen a sus casas antes de que sea más tarde.

Francisco no iba solo, lo acompañó su amigo Daniel –también jornalero–, ambos vacilando por la borrachera, aunque él con ventaja por su juventud, Francisco no; estaba limitado por su salud, le costaba caminar y sumado a la ebriedad se tornó más complicado.

Daniel fue caritativo, se preocupó y lo cargó cru­zando su brazo alrededor de su cuello. Así lo llevó hasta su casa, a unas cuadras de la chanchería.

Finalmente superaron la prueba y, aunque se tarda­ron, estaban en la casa de don Francisco. Para agrade­cer el gesto, don Francisco invitó al joven a tomar más. Tenía algunas bebidas en el refrigerador y solo era cues­tión de ir y a traerlas.

Una botella llevó a la otra, ambos estaban tan ebrios que pocas veces lograban comprenderse, el alcohol se acabó, pero las ganas de beber no. Daniel quería más…

EL ALCOHOL QUEMA

– ¡Comprá más! ¡vamos a seguir tomando!, ordenó con alboroto “Tua’i”.

Sin embargo, Francisco fue determinante al levantar su mano derecha, batiendo su dedo índice al aire y dijo que ¡no! –ápe vente che ra’a (hasta acá mi amigo) – trastrabillando palabras el hombre de sesenta años intentaba parar la marcha de ese tren alcoholero, el mismo que lo arrollaba y lo llevaba al sueño.

Pero Daniel insistió, ¡ejogua atu na! (compra más), exclamaba lo mismo por varios minutos, esta vez subiendo el tono de voz, hilarante e irritable.

– Ndarekovéima ko la pláta (no tengo más dinero), fue la respuesta de Francisco, quien en pocas palabras enfureció a su amigo.

Daniel se puso de pie y car­gaba con el peso de la furia. Nadie podía darle un no como respuesta ni siquiera ese hombre a quien llamaba amigo, y más aún tratán­dose de alcohol.

Lo que en un momento fue una charla jovial sobre la vida y sus ingratitudes, la falta de suerte en el amor y el dinero, pasó a ser un desafío violento verbal. Se desató una discusión, que no duró mucho. “Tua’i” debía hacer algo al respecto, se insultaron mucho y que­ría prevalecer sobre aquel viejo, no permitiría que lo menoscabe de esa forma.

Ambos sin dinero y con agravios. La amistad ter­minó para tomarse en serio que en ese sitio solo uno quedaría en pie.

Con furia cargada en las manos, Daniel fue por un cuchillo a la cocina. Fran­cisco aún continuaba en el mismo viejo sillón, en el patio delantero de la casa. Adormecido por su ebrie­dad no intuyó que su joven amigo lo quería asesinar. Daniel caminó cauteloso, lo pensó y estaba decidido; mataría porque lo insulta­ron y no había más dinero para beber.

En un instante y con furia descomunal clavó una y otra vez el cuchillo en el pecho de Francisco, doce veces, hasta ya no poder más.

Pero eso no era suficiente, todavía guardaba mucha furia. Algo más debía hacer. Comenzó a des­membrarlo y posterior­mente cargó algunas par­tes en bolsas. Tomó un cerillo y decidido lo arrojó dentro de la pequeña casa. Después esparció alcohol por cada rincón y al darle la espalda al salón un ceri­llo lanzó. En minutos todo comenzó a arder.

Daniel no quizo eviden­cias. Creyó que todo sería un plan perfecto como para borrar las huellas. Sin embargo, el humo alertó a los vecinos, quienes rápi­damente dieron aviso a los agentes de la Comisaría 7ª y a miembros voluntarios del Cuerpo de Bomberos.

Desesperados, todos los vecinos se reunían y las dudas comenzaron a surgir. ¿Estaba don Vallejos den­tro? Nadie había oído gri­tos, la única señal de alarma fue el humo que atravesó sus puertas y ventanas. En cuestión de minutos, la sirena anunciaba la llegaba de los bomberos, quienes de inmediato bajaron y pusie­ron sus herramientas a dis­posición para el llamado.

Etiquetas: #Entre#cenizas

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