- Por Bea Bosio
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Mil veces Luo había repetido la imagen en su memoria, como si aquel ejercicio pudiera darle alguna nueva pista reveladora: El día gélido de aquel enero en la estación de tren del pueblo. Los pies cansados luego de la noche de desvelo. El cuerpo de su pequeño niño arropado en sus brazos. (Fu, aquel torbellino de dos años que iluminaba al mundo, pero que entonces dormía porque aún era muy temprano).
Luo también tenía sueño. Ese día habían madrugado mucho, y llegaron al andén adelantados. Entonces miró el reloj y calculó los 25 minutos que faltaban para que llegara el vagón de su destino y decidió sentarse en un banco. ¿Cómo era el asiento en aquella estación en 1963? ¿Cómo era él a los 32 años? Había pasado tanto tiempo que a veces parecían siglos. Y otras apenas un rato. Recordaba si, a la gente frente suyo con el paso apurado, los rostros difusos, el trajín de un día agitado. A su hijo dormido en su pecho. Y a sí mismo cabeceando, con los párpados pesados.
Y luego, de pronto sus ojos abiertos y el cuerpo extrañamente liviano. ¡Fu! ¿Dónde estaba su hijo? El respingo con el corazón disparado y aquel vacío en el pecho al ver que el niño se había esfumado.
¡¡Fu!!, sonó el aullido desgarrado de aquel padre que resonó en el recinto entero.
“Grité y corrí por todos los lugares de esa estación de tren. Lloré y seguí gritando la noche entera llamando su nombre”.
No había cámaras en aquel entonces ni testigos que pudieran decirle lo que había pasado. El niño no estaba por ningún lado y a Luo tuvieron que sacarlo de esa estación unos días más tarde, completamente desencajado. La Policía concluyó que fueron traficantes de personas quienes robaron a su niño al ver que el padre se había dormido. Y con esa tragedia a cuestas, Luo regresó a su casa, cayendo en la triste estadística de esas historias horribles que ocurren solo a los extraños.
Desde entonces lo buscó en todas las caras de todos los niños con los que se fue cruzando. En las calles. En los parques. De ida y vuelta al trabajo. Ahora tendría tres –pensaba–. Ahora cuatro. Ahora 15. Hoy hubiera cumplido 18 años.
Mientras tanto, a muchos kilómetros de aquella provincia de China, Fu crecía en un hogar adoptivo, sin saber nada de su pasado. Ni siquiera sospechaba que había sido adoptado. Lo supo accidentalmente a los 17 años cuando oyó a sus padres cuchicheando. Aquel descubrimiento lo conmocionó profundamente, pero no dijo nada, y sus padres adoptivos murieron sin saber que Fu conocía aquel secreto tan celosamente guardado.
Y el tiempo siguió pasando.
La madre biológica de Fu – del otro lado de la China– enfermó con los años y en el 2010 hizo un último pedido a su marido en el lecho de muerte: que nunca dejará de buscar a su hijo. Luo siguió yendo todos los años a la delegación policial para relatar una y otra vez su caso, implorando ayuda, pero siempre obtenía la misma respuesta: no había esperanzas de ningún hallazgo.
Hasta que en el 2017 –del otro lado de la China– el niño Fu que ya era un hombre, se volvió padre, y en ese abrazo a su hijo sintió por vez primera la profunda necesidad de buscar su origen. Entonces se presentó a la Policía para contar a las autoridades de su sospecha de haber sido adoptado, pero al tener otro nombre y apellido – en medio de los 1,4 billones de habitantes de China– su caso era complicado. Por las dudas dejó su muestra de sangre, para ver si el ADN le hacía el milagro al santo, y volvieron a pasar los años.
Hasta que este enero, el Ministerio de Seguridad Pública implementó una operación bautizada “Reunión” cuyo objetivo es identificar los casos de secuestro y trafico de niños.
En la provincia donde vivía Luo, siempre les había llamado la atención a la Policía el caso del anciano que hace más de 50 años venía a implorar ayuda para encontrar a su hijo, y decidieron ingresarlo en el operativo por si acaso. Como su esposa ya había muerto hace años, utilizaron el ADN del anciano y de sus otros hijos. Pusieron las muestras en el sistema de búsqueda y unos momentos más tarde, la delegación entera sintió escalofríos cuando sonaron las alarmas anunciando que el misterio estaba aclarado: El hijo de Luo todavía vivía del otro lado de la China y también lo estaba buscando.
Había valido la pena no haber desistido ni un solo día de ese amor inquebrantable. Porque finalmente, el 8 de junio –58 años más tarde de aquel fatídico enero– Luo Fengkun de 90 años, por fin pudo volver a abrazar a su amado hijo Fu, de 60 años, con todo el amor que cabía en el mundo, en la misma ciudad donde se habían separado.