• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

En un informe oficial del Consejo de Seguridad de las Naciones Uni­das se reporta que un dron militar atacó –por primera vez– en forma autónoma a un grupo de personas en Libia. La comunicación detalla que “los convoyes logísticos y las fuerzas afiliadas a Haftar en retirada fueron posterior­mente perseguidos y ataca­dos a distancia por vehículos aéreos de combate no tripu­lados o sistemas de armas autónomos letales como el STM Kargu-2 y otras muni­ciones de merodeo. Los sis­temas de armas autónomos letales se programaron para atacar objetivos sin requerir la conectividad de datos entre el operador y la munición: en efecto, una verdadera capa­cidad de ‘disparar, olvidar y encontrar’.

Los vehículos aéreos de combate no tripula­dos y la pequeña capacidad de inteligencia, vigilancia y reco­nocimiento de drones con que cuentan las fuerzas afiliadas a Haftar fueron neutraliza­dos mediante interferencia electrónica gracias al sistema de guerra electrónica Koral”. Ese robot volador de fabrica­ción turca, al parecer y según se desprende de la informa­ción del Consejo de Seguridad puede ser programado para que la inteligencia artificial (IA) –sin intervención de ope­rador alguno- decida autóno­mamente eliminar todo tipo de blancos. Incluso humanos. Perverso. Aberrante. Algunos años atrás –no muchos- en el transcurso de un viaje aca­démico a China –un imperio lejano y poderoso– en cuyo transcurso diserté en algu­nas universidades y en un centro de estudios, con ojos y oídos bien abiertos, supe de la existencia de un sistema de vida que me impresionó sobremanera. En esa tierra de gentes cálidas, amables y edu­cadas, en la que parecen con­vivir pasado y presente con sesgos imperiales, descubrir cada detalle de sus prácticas sociales sorprende.

POBREZA Y TECNOLOGÍA

Caminar a lo largo (y a la ancho) de enormes aveni­das o de pequeñas callejue­las hace volar la imaginación. Los techos arqueados, pun­tiagudos hacia arriba, que alguna vez un arquitecto me explicó que comenzaron a construirse cuando gober­naba la monárquica dinas­tía Tang, entre 618 y 907, son una especie de continuidad que llega hasta nuestros días conviviente con otros estilos arquitectónicos. Millones de personas circulan entre esos edificios –de ayer y de hoy-camino de sus trabajos, de sus hogares o, simplemente, deambulando, desemplea­dos en procura de una shīshě [limosna] para comer. Con­trasta, con esas pobrezas iti­nerantes, una especie de abru­mador despliegue tecnológico que se encuentra [o te encuen­tra] en todas partes. Recuerdo que, alguna noche cálida, des­pués de cenar un inolvidable Pato Pekín o Pato Laqueado, con hospitalarios anfitriones en Quan Ju De –el restaurante que Mao quería que “no cie­rre nunca”– luego de una larga caminata por Wangfujin, calle tradicional que tiene poco más de siete siglos, con Juan –un diplomático amigo– vi como un respetuoso chino empo­brecido, sin dejar de hablar, con el celular en su mano dere­cha estirada hacia nosotros, se detuvo y esperó. Mi acom­pañante, enfrentó la panta­lla de su móvil con la de él y, luego de unos segundos, conti­nuamos con nuestro camino. El chino, sonriente, mientras repetía una y otra vez Xie-Xie [gracias], también.

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Shoshana Zuboff: “Lo digital está conquistando y redefiniendo todo lo que no es familiar antes de que hayamos tenido ocasión de meditar y decidir al respecto”.

¿Qué pasó, Juan?, pregunté. “Con el QR le doné 50 yuanes”. Pobreza y tecnología. Almorzar, un día después, también tuvo lo suyo. La oferta de platos y bebidas, la selección de mesa para consumir esos alimen­tos, el camarero que nos aten­dió y el pago –todo- lo hicimos frente a una terminal digital a todo color con alta definición que, sin ninguna intervención humana, nos permitió saciar nuestro apetito. Alimenta­ción y tecnología. Un par de viajes internos en trenes de alta velocidad de clase única, fue una experiencia parecida. Sencillísimo. Sin embargo – me contaron en voz muy baja mis acompañantes- no siem­pre es así. Hay quienes, por sus comportamientos callejeros, no pueden comprar sus pasa­jes. Carecen de crédito social. No sé por qué, me pareció y, aún me parece, increíble. Las cámaras de vigilancia calleje­ras, con identificación biomé­trica, algunas instaladas en las redes públicas y otras en los anteojos que utiliza la poli­cía, todo lo registran. Viajar o no viajar y tecnología. Seguri­dad urbana y tecnología. Paz social y tecnología. Un grupo de estudiantes universitarios avanzados en sus carreras con los que dialogué sobre sobre esa forma de vida y de control social, me sorprendió con sus respuestas. “Aquí tenemos un gobierno científico que con esa tecnología que usted vio, todas nuestras necesidades y deman­das pueden ser satisfechas racionalmente con los datos de viajes, consumos y otros reque­rimientos que tenemos. Todo”. Me sorprendieron.

ASIMOV Y SUS PENSAMIENTOS

Allá por 1955, recuerdo que Isaac Asimov, escribió sobre una imaginaria “democra­cia electrónica”. Cuando la palabra algoritmo no era de uso popular, o las expresio­nes, inteligencia artificial (IA) y big data eran indes­cifrables, Asimov pensó en ellas. ¡Genio! Seis décadas y media después aquello [que fue futuro] hoy es, esto que pasa. En China y en otras par­tes. Tecnología y gobernanza. Objeto del deseo de no pocos gobernantes, ex gobernan­tes o futuros gobernantes, aunque lo callen. ¿Esclavas y esclavos del algoritmo? ¿Súb­ditos y súbditas en “un estado digital totalitario”, como dijo algunos años atrás el profe­sor Xiao Qiang, de la Univer­sidad de Berkeley [USA], en el Washington Post? 26 horas demandó regresar a Suda­mérica. No fueron suficientes para reflexionar sobre lo visto y vivido. Tampoco para com­parar con experiencias vivi­das en otros países con otros sistemas políticos. Esta noche de viernes, aquellas vivencias y reflexiones ganaron actua­lidad.

La vieja mecedora, los leños crepitantes cuando fal­tan 30 minutos para comen­zar un nuevo confinamiento decretado y saber que las per­sonas muertas por la pande­mia de SARS-CoV-2 son más de 80 mil, me indujeron al silencio. El copón, aportó lo suyo. Un Catena Zapata Mal­bec Mendoza Adrianna Vine­yard Fortuna Terrae del 2019 seco, poderoso y suave a la vez, lo más apto para recibir “un sábado más”, como escribió el gran Chico Novarro, allá por el ’78 del siglo pasado. Las reflexiones cobraron fuerza. Big data, algoritmo, Internet, Facebook, Mark Zuckerberg, elecciones para resolver el Brexit en el Reino Unido, la irrupción de Donald Trump en la Casa Blanca, guerra de guerrillas infor­máticas, contenidos multi­plataformas, convergencias, Google. “Todo es igual, nada es mejor”, tangazo de Enrique Santos Discépolo que, vaya a saber por qué, llamó “Cam­balache”, a esa creación en 1934. Shoshana Zuboff, pro­fesora emérita de la Harvard Law Business School, en el 2019, publicó un texto formi­dable. “La era del capitalismo de vigilancia”. Justamente de eso que ocupa el inicio de este sábado. “El ámbito de lo digi­tal está conquistando y rede­finiendo todo lo que nos es familiar antes incluso de que hayamos tenido ocasión de meditar y decidir al respecto. Hacemos pública exaltación del mundo conectado en red por las múltiples formas en las que enriquecen nuestras capacidades y posibilidades, pero ese mundo también ha engendrado territorios com­pletamente nuevos de preo­cupación, peligro y violencia, al tiempo que se ha ido des­vaneciendo toda sensación de que el futuro sea prede­cible”. Cruenta descripción. Advierte que “las tecnologías de la información y la comuni­cación (TIC) están más exten­didas que la electricidad”. Se lamenta: “La sensación de ale­jamiento o desaparición del hogar [arrollado en la idea de privacidad que encierra cada vivienda] nos causa una año­ranza insoportable”. Para Shoshana, se afecta la idea del saudades, esa bellísima pala­bra-idea que aprendí a valo­rar cuando trabajaba para Gazeta Mercantil, de Brasil. Tal vez, sea verdad. La evolu­ción social, quizás, hace que la poética palabra saudades, sea cada día que pasa más com­pleja de significar. Ya no tiene el mismo sentido que antaño. En el ecosistema digital esta­mos y no estamos aquí, allá y en todas partes sin estar en ninguna de ellas. Saudades, no es parte de la virtualidad. Es ayer, aquí y ahora. Es la alegría de mañana en la idea de que llegará la recuperación de aquello que dejamos. Incluso de “volver, con la frente mar­chita”, como Carlos Gardel. Un sentimiento real que no cabe ni se puede significar con un emoji. “Tristeza não tem fin/Felicidade sim”, can­taba Antônio Carlos Jobim. ¿Qué queda privado de aque­lla privacidad? Desde un par de años atrás -cada año más y más- la privacidad parece ser ajena al ecosistema social en el que habitamos. “En la actualidad, ese derecho a la privacidad, a los conocimien­tos y a la aplicación de estos ha sido usurpado por una audaz aventura de mercado propul­sada por la atribución unila­teral de un presunto derecho a disponer de las experien­cias de otras personas y del conocimiento que se deriva de tales experiencias”, sos­tiene Zubof y agrega didácti­camente: “El capitalismo de la vigilancia reclama unilateral­mente para sí la experiencia humana, entendiéndola como una materia prima gratuita que puede traducir en datos de comportamiento” que habrán de comerciar en los que ella categoriza como “mercados conductuales”. ¿Cuántos te quiero, te amo, te odio o no quiero verte más, subasta­rán estos bastardos a costa de nuestras lágrimas? No deja de lado el señalamiento. Con valentía destaca que “Google fue la pionera tanto intelec­tual como práctica del capi­talismo de la vigilancia; fue quien sufragó su investiga­ción y su desarrollo; y fue la que abrió camino con su expe­rimentación y su implemen­tación. Pero –resalta que- ya no es el único agente embar­cado en esa misión. El capita­lismo de la vigilancia se exten­dió con rapidez a Facebook y, más tarde, a Microsoft. Los datos indican que Amazon también ha dado un giro en esa dirección”.

Y sentencia: “El capitalismo de la vigilan­cia nos impone una decisión fundamentalmente ilegítima que los individuos del siglo XXI no deberíamos tener que tomar, y cuya normalización hace que, finalmente, no solo estemos encadenados, sino que también vivamos con­tentos de estarlo” [porque] “es una fuerza sin escrúpu­los […] que ignoran las normas sociales y anulan los derechos elementales asociados con la autonomía individual y que tan imprescindibles resul­tan para que las sociedades democráticas siquiera sean posibles”. Quedé en silencio. Allá por 1986, una película de ciencia ficción que dirigió Stephen King, con música de AC/DC, titulada “Ocho días de terror”, propuso en el cine lo que, desde siempre, la lite­ratura plantea con singu­lar éxito, la rebelión de las máquinas. Eran productos ideales para dejar volar la imaginación. En el hoy, en el aquí y ahora, por qué no, para dejar volar la preocu­pación. “Nadie es lo sufi­cientemente amigo que no pueda ser tu enemigo, nadie es lo suficientemente ene­migo que no pueda terminar siendo tu amigo”, sostenía con hipocresía Getulio Var­gas, tres veces Presidente de Brasil. ¿Compartirá esa idea el algoritmo?

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