Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Se llamaba Gildo Roberto Arias y tenía una manera de articular las palabras que lo hacía un ser memorable e irrepetible, de esos que cuando surgen, perduran en la memoria colectiva de los pueblos para siempre.
Con un anecdotario infinito avivado por su amor a la lectura, Roberto iba tejiendo sus historias con arte. Era el convidado favorito en las mesas de varios puntos del país, y por excelencia en su Santaní natal, donde todos conocían de su don extraordinario que no superaba nadie. Y era tal su cualidad oratoria, que cuando alguien fallecía en el pueblo se esperaba que don Roberto apareciera frente a la cruz principal del cementerio para rendir un homenaje al muerto. Como si sus palabras hicieran justicia a la gravedad del momento, aliviando el duelo.
Experto en payadas, era una gloria verlo en medio de las peñas emocionando con la voz sentida en cada verso:
“Creía pertenecer a tu mundo y a tus cosas y no sabía qué ceremoniosamente lejos estaban. Todo lo tuyo no pertenecía a ese mundo que, tonto, yo soñaba; qué alegre me sentí con tus cabellos, con tu rostro, que mis manos inundaban, pero vinieron palomas y cortaron el vuelo que en tus sueños yo estrenaba, quizás mejor así, para no verte, certeramente lejos, a la distancia, son tan chicas mis cosas en tu mundo que hoy yo sé que lo mío no te alcanza, solo tengo un montón de rimas tontas, una angustia de amor en la palabra, unas ganas tremendas de quererte, y un adiós prendido en mi guitarra…”.
Tanto daba que lo hiciera en español o en guaraní, si las rimas que aprendía le brotaban desde el fondo del alma. Don Roberto nunca se casó. Vivía con su madre y la cuidaba. Pero cuentan los amigos que rompía corazones cuando de joven iba de blanco inmaculado a las fiestas patronales y a las del Gimnasio Municipal. Tenía un reloj enchapado en oro y los ojos azules, que hacían juego con el anillo de zafiro que adornaba su dedo anular.
Buscador de tesoros profesional, su obsesión profunda era el oro de las carretas que en la Guerra Grande había conducido el mismísimo general Resquín.
Don Roberto decía que parte del tesoro nacional que viajó en esas carretas estaba enterrada en un lugar de Santaní. Juraba que 2.600 libras esterlinas –con la cara de San Jorge de un lado y de la reina Victoria del otro– andaban bajo tierra y le quitaba el sueño aquel botín. Según su teoría, no había quedado testigo alguno del entierro de las carretas porque habían sido fusilados todos los soldados que cavaron el lugar, pero él tenía sus cálculos y sus instrumentos, y afirmaba que en un eucaliptal cercano estaba aquel nirvana de plata yvyguy.
Todavía en Santaní recuerdan la vez que don Roberto desvió el mismísimo Tapiracuái en búsqueda del oro. Durante dos años, con sacos de arena fue cambiando su curso y cuando estaba a punto de lograr su objetivo, el cauce del río volvió a arremeter impávido sobre sus esfuerzos, inundándolo todo. Llevándose hasta el fondo del cauce hasta la extractora de agua que tanto le había costado conseguir.
A pesar de ese intento fallido que conmocionó a la ciudad, nadie dudaba de su experticia en la materia y de hecho para esos menesteres, lo requerían de diversos puntos del país. Iba y volvía de aquellos viajes con historias nuevas, envuelto siempre en el misterio de la plata yvyguy. Creyente con una fe de hierro, era un gran admirador de Jesucristo, y hablaba de los justos, y de valores que admiraba porque don Roberto no solo buscaba oro bajo tierra, sino también hurgaba en su interior.
Amigo de sus amigos. Entrañable y querido, le había pedido hacer una crónica antes de la pandemia, con más historias de tesoros y de mágicas anécdotas, pero luego ocurrió lo del aislamiento y perdí contacto con él, hasta que hace unos días me enteré que don Roberto había fallecido hace un par de semanas en las fauces del maldito covid, dejando huérfano de sabios a todo el pueblo de Santaní.
Esta crónica que construí con ayuda de su amigo don Víctor Quintana es una suerte de homenaje póstumo –humilde al lado de los fantásticos que hacía él a quienes habían pasado a mejor vida en San Estanislao–, pero sentido, como se siente cuando mueren los seres distintos y extraordinarios, que hacen de la vida un lugar más feliz.