- Por Bea Bosio
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A Irena no le temblaba el pulso cuando iba anotando los nombres de los niños que sacaba del gueto clandestinamente. Sabía que su propia vida estaba en riesgo, pero consideraba que esa misión era más importante. Había elaborado un sistema para salvaguardar sus identidades, apuntando el nombre de origen y el que usarían en su nueva vida, lejos del absurdo de los nazis tan llenos de odio y muerte. Su idea era que algún día los chicos pudieran volver a sus raíces. Desgranar el enigma de su identidad y de su origen.
Ella estaba tan orgullosa de haber conocido a su padre. Ese médico cristiano que había muerto por sus ideales, atendiendo a los enfermos de tifus cuando todos tenían miedo. Él le había enseñado el valor del coraje. Y el de la gratitud, aprendió de su madre, que le contó que fueron los pacientes judíos quienes pensaron en la niña huérfana y se ofrecieron a costearle los estudios cuando faltó el padre.
No iba a dejarlos Irena ahora abandonados a su suerte.
Su Polonia natal estaba invadida por los nazis, que habían tomado Varsovia y armado un gueto, confinando a los judíos a ese espacio reducido mientras definían su destino. Irena tenía entonces 29 años y no pensaba quedarse cruzada de brazos. Lo primero que hizo fue alistarse en el consejo de ayuda para los judíos, llamado Zegota. Como enfermera, conformaba el cuerpo sanitario y podía ingresar al gueto todos los días para encargarse de las enfermedades infecciosas.
De nuevo el fantasma del tifus andaba rondando y los nazis le tenían miedo a la propagación de contagios, entonces no se ocupaban mucho de revisar a las enfermeras que se encargaban de contener los casos. Muy pronto Irena vio una oportunidad en ese pasaporte de entrada y salida, y si al principio introdujo medicamentos y víveres, muy pronto empezó a sacar a los niños cuando el panorama se volvió negro y empeoraron las cosas. ¡Cuántas veces presenció el momento desgarrador de las madres despidiendo a sus hijos, entregándolos a la esperanza de un mejor destino!
De mil maneras distintas –en cargamentos de ladrillos, en cajas, en bolsas de basura, en ataúdes y ambulancias– Irena se fue ingeniando para salvar 2.500 almas. ¡Dos mil quinientas!
Eran tantos niños y tal la organización para ubicarlos en familias e instituciones que los protegían, que el riesgo de ser descubiertos era constante. Al punto que un día la Gestapo lo supo todo fue por ella un 20 de octubre de 1943. En vano iba a negarlo –le dijeron– era tiempo de confesar.
-¡Donde los tiene escondidos! –inquirían en medio de brutales golpizas.
-¡Si no nos dice el paradero morirá por cómplice, señora!
Y como no había nada que quebrantara su silencio a pesar de los días de tortura, la condenaron a morir. Estaba tan golpeada que le llevó un tiempo procesar la sentencia. Pero nada cambió cuando entendió que era su fin. Si había que dar la vida por esa causa, que así fuera. La mañana que la llevaron a ejecutarla caminó en silencio al lado de sus verdugos. Estaba ausente y taciturna. Pero a la vez orgullosa de su misión en la vida. Ya llegando al lugar, un soldado intervino de pronto y la separó del grupo para un “interrogatorio adicional”. Irena pensó que la volverían a torturar y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El soldado le ordenó que lo siga y al salir a una calle, de pronto le gritó en polaco:
-“Corra”… e Irena estupefacta, sin dar crédito a lo que ocurría, echó a correr sintiendo que renacía. Sus amigos de la resistencia la habían salvado, sobornando al oficial.
Al día siguiente leyó su nombre inscripto en la nómina de muertos polacos.
Aquel encuentro cercano con la muerte no le hizo desistir de su obra, pero sí decidió enterrar la lista con los nombres de los niños en dos frascos de vidrio en el jardín de una vecina, con la instrucción de que llegaran a las manos indicadas si ella moría. Por suerte la guerra terminó sin costarle la vida y fue la propia Irena quien pudo desenterrar los nombres y entregarlos al doctor Adolfo Berman, presidente del Comité de Salvamento de los Judíos Supervivientes.
Cada niño. Cada nombre. Cada familia.
Su heroísmo fue reconocido por los judíos y en el ámbito local por un tiempo, pero luego su historia en todo el tumulto de la posguerra fue quedando en el olvido hasta que sesenta años más tarde unas chicas de Kansas, en Estados Unidos, enfrascadas en un proyecto de historia, se toparon con la vida de Irena en un viejo artículo. Conmovidas con su obra, siguieron escarbando hasta enterarse de que Irena todavía estaba viva, a los noventa y tantos años viviendo en Varsovia, sumida en la pobreza. Entonces se encargaron de darle difusión a esta heroína, que recibió todo tipo de homenajes en los últimos años de vida. Sorprendida y hasta un tanto incómoda, a Irena no le gustaba el apelativo de heroica.
“Heroicas fueron las madres que renunciaron a sus niños en medio del espanto, con la ilusión de darles un nuevo soplo de vida…”.
Irena Sendler fue candidata al Premio Nobel de la Paz en el 2007, reconocida como ciudadana honorífica de Israel y justa entre las naciones, además de otorgársele la más alta distinción civil de Polonia al ser nombrada dama de la Orden del Águila Blanca. Cuando se difundió su historia recibió numerosas llamadas de los niños –ya adultos– que todavía la recordaban. Irena murió a los 98 años un 12 de mayo del 2008.