• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Recuerdo que cuando niño, dos mujeres en mi pueblo natal, el Bajo Belgrano, en Buenos Aires, unos 1.260 km al sur de mi querida Asunción, llamaban mi atención. Me parecían exóticas. Aun­que también las percibía como frágiles. Sé que, por alguna razón poco razona­ble, ganaban mi atención. Quizás, más acertado – ahora, en la distancia-hubiera sido que las viera como misteriosas. Sus pies eran pequeños. Sus pasos, cortitos, hacían que aquel niño que fui siempre pen­sara que estaban apura­das. ¿Dónde irán con tanta prisa?, preguntaba a mi madre que carecía de una respuesta para ese inte­rrogante. Por sus cuerpos, diminutos, muchas veces pensé que corrían el riesgo de deshacerse. Sus labios enmarcaban bocas míni­mas siempre despintadas y estoy convencido que nunca escuche sus voces. En cada oportunidad que me cruzaba con ellas las saluda con extrema amabi­lidad. Sé que muchos veci­nos y vecinas compartían mi percepción y mi curiosi­dad, aunque no la expresa­ban en público. Eran temas para puertas adentro. Pero a todos, a los adultos, a los pibes, a las pibas, esas dos mujeres con rasgos orien­tales nos atraían.

FINALES DE LOS ’50

Finalizaban los años ’50. El fin de la Segunda Guerra Mundial estaba a la vuelta de la esquina. Todo lo orien­tal emocionaba. Hiros­hima y Nagasaki, aquellas dos masacres y sus trági­cas consecuencias, esta­ban en carne viva. Extraño, el pasado. Más aún aquel pasado, cuando el mundo era mundial y no global. Aquello que fue, siempre parece volver. Se hace presente. Como el futuro. Aun­que, ambos, con el sesgo que aportan las miradas del presente. ¿Cómo será Japón? ¿Y China? Pensa­mientos de pequeño. Ima­ginación y memoria. Jorge Luis Borges, creador de “Funes, el memorioso”, un cuento excepcional en el que da cuenta de los pesares de un peón de campo uru­guayo que todo lo memo­rizaba, reflexionó inten­samente sobre memoria y pasado.

“Esas cosas pudie­ron no haber sido./Casi no fueron. Las imaginamos/ En un fatal ayer inevita­ble./No hay otro tiempo que el ahora, este ápice/Del ya será y del fue, de aquel instante/En que la gota cae en la clepsidra./El ilusorio ayer es un recinto/De figu­ras inmóviles de cera/O de reminiscencias literarias/ Que el tiempo irá perdiendo en sus espejos./Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno/Y esa tarde inasible que fue tuya/Son en su eternidad, no en la memoria”, escri­bió el maestro en 1972. Sos­pecho que en él todo era memoria. De lo que alguna vez vio. De lo que pudo lle­gar a leer con sus propios ojos.

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De lo que más tarde imaginó o de lo mucho que absorbió en conversacio­nes con infinidad de inter­locutores en sus recorridas porteñas y cuando viajaba. Me impresionó cuando lo escuché, en el transcurso de una entrevista, hablar de su ceguera. Su mundo estaba hecho de sombras. Las miradas del alma, son infinitas. También con él, un día, de repente, se hizo visible una mujer como aquellas que llamaban mi atención y despertaban mi curiosidad. Con el tiempo, lo frecuenté profesional­mente y, en esos encuentros descubrí que existen otras formas para ver. Pero ya no era más Borges, así, a secas. Era Borges y María. Y así se mantuvo hasta que murió en Ginebra.

Borges y María. Como a John y a Yoko, la muerte no los pudo separar.

DE MARÍA A YOKO

Desde entonces, hasta hoy y en el hoy –más allá de sus obras- la voz de Borges – para muchos y muchas-pareciera ser la de aquella exquisita y refinada mujer oriental. María Kodama (84). Algo parecido –por lo misterioso- me pasó con John Winston Lennon, músico y militante paci­fista que hizo público su activismo por la paz en la cama de la suite 1742 del Fairmont The Queen Eli­zabeth, Montreal, Canadá, dónde se los veía acosta­dos con Yoko. Vestían de blanco y con un par de car­teles caseros pegados en los ventanales detrás de ellos, abogaban por la paz. ¿Cómo olvidarlos? “Hagamos el amor y no la guerra”, para –desde la “Cama del Amor” [Bed Peace]- oponerse a la guerra en Vietnam. “Vivi­mos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor, mientras la violencia se practica a plena luz del día”, sentenció John. Siete años después Mark Chapman lo mató de cinco tiros en la puerta del Edifi­cio Dakota, en Nueva York, Estados Unidos, donde resi­día.

Desde entonces, ade­más de su música inmor­tal, John pareciera vivir y expresarse en y desde Yoko (88). Enigmas orien­tales en la Aldea Global. Como cuando era un pibito. Recuerdos, vivires, decires. Memorias de Jorge y de María. Memorias de John y de Yoko. Grandes pen­sadores. Creadores gigan­tes. Y dos mujeres orienta­les que, como en el tango de Homero Manzi, en cada caso, y con marcadas dife­rencias personales y epo­cales, “guardan ecos del eco” de aquellas voces. Sus voces. Como cuando niño, con aquellas dos mujeres orientales, también –si se me permite- las percibo enigmáticas. Hablan de sus muertos y por sus muertos. Saben de ellos lo que casi nadie. Mis sentidos, como allá por los años ’50, a esas dos mujeres orientales, las percibo emisoras de fragi­lidad y fortaleza, a la vez que poseedoras de miste­rios que jamás habrán de revelar. Memorias. ­

La tenebrosa entrada al mundo de las tinieblas donde encontré a Fernando Vidal Olmos, jubilado.

VOLVER A BELGRANO

Por allí andaban mis pen­samientos en la noche de este viernes otoñal y frío. El viejo sillón hamaca, mi mecedora, un refugio ini­gualable siempre buscado, con docilidad se avino a mi vocación de relax. Los leños crepitantes aportaban cali­dez. El copón proponía la calma con un AurumRed, nacido y criado en el muni­cipio de Cuenca, comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, con no menos de 20 años de guarda y buen reposo. Mientras lo miraba a trasluz contra la suave luminosidad de las llamas, pensé que bien hubieran querido disfrutar de él, quinientos años atrás, los monarcas más notables de la Casa de Trastámara como lo fueron Fernando e Isabel, los Reyes Católi­cos y, por qué no, el Papa Alejandro VI -bautizado al nacer como Rodrigo de Borja y su hijo, César, capitán general de la Igle­sia Católica, arzobispo de Valencia y obispo de Pam­plona. En verdad creo, con certeza, que sus majesta­des, al igual que sus emi­nencias reverendísimas, no lo probaron jamás ni lo disfrutaron. Inimaginable privilegio de este plebeyo orgulloso de serlo. Perma­necí largo rato mirándolo con atención. Debo admi­tir que el tono profunda­mente oscuro que le aporta el mosto de las uvas cenci­bel, al igual que su cuerpo, cuando llega al paladar embelesa. Memorias, des­memorias y el avance de lo onírico. Siempre siento que vuelvo a Belgrano, mi pueblo natal. En el Norte de Buenos Aires, en el pasado cercano, grandes casonas se levantaban en la vere­das de sus calles empe­dradas. La mecedora y el copón, algunas veces, con­siguen llevarme hasta esos lugares en donde se estiban los recuerdos de buenos momentos. Así son los sue­ños. Misteriosamente me vi en la Plaza Belgrano. Lenta­mente recorría su períme­tro. Con paso muy cansino transité la calle Juramento. Madrugada avanzada. La cúpula de “la Redonda”, como los belgranenses lla­mamos desde siempre a la Parroquia de la Inmacu­lada Concepción que está allí desde 1870, dominaba el paisaje urbano. Sus reco­vas, estaban desiertas. Pese a la oscuridad, sin embargo, percibí que alguien se ocul­taba detrás de una columna. Una ráfaga de viento que habilitó el paso de un rayo de luz del farol de la esquina, me permitió ver sus fac­ciones. Sus ojos eviden­ciaban espanto.

El miedo lo envolvía. La curiosidad me obligó a caminar más lentamente aún. Es bueno tomar recaudos ante lo des­conocido. Con la intención de hablarle me acerqué. Se espantó. Levantó sus bra­zos con sus manos hacia el cielo. No tengo un peso me dijo a media voz. “¡Soy jubilado. Espero que abra el banco para cobrar. No me haga nada, por el amor de Dios!”, dijo con voz tem­blorosa. Me detuve frente de él. No hubo sonrisas ni señales de relajación en sus músculos faciales. Sus ojos, que se clavaron en los míos y lo pusieron en estado de máximo alerta. ¿Quién es usted?, pregunté. “Fer­nando Vidal Olmos o... lo que queda de él...”, respon­dió con cuidado.

Su nombre sonó fuerte. Fue en aquel legendario “Informe sobre ciegos” que creciera desde la pluma de don Ernesto Sábato cuando su iden­tidad cobró una notorie­dad decididamente inevi­table. Seguía mirándome fijamente. Supe, inmediatamente, que entre los pliegues de su memoria per­forada de horrores también se encontraba la imagen tan entrañable como atormen­tada de Alejandra, perso­naje femenino de “Sobre héroes y tumbas”, que con­tiene el tenebroso informe acerca de los no videntes - y el paisaje de antaño en el Parque Lezama que incan­sablemente aún recorren miles de espíritus sin paz. Vidal Olmos, sin dejar de observarme, por encima de mis hombros vigilaba esa puerta que estaba tras de mí. Con un leve movi­miento de cabeza quise expresarle que acaso lo entendía. Que comprendía su resignada pavura.

Muchos años atrás, hasta este mismo sitio supe que llegó detrás de los cortos pero seguros pasos de aquel ciego que lo introdujo en la profundidad de las tinieblas golpeando su bastón blanco contra paredes y cordones. – “¡Cálmese..!”, creo que le dije. – “No puedo, señor... – comenzó a responder – detrás de usted, más aun... detrás de aquella puerta que alguna vez atrave­sara el misterioso ciego al que sigo sin entender para qué lo seguí, algo terrible está ocurriendo. ¡Esta­mos en grave peligro...! – dijo bajando la voz súbi­tamente para explicarme casi en tono de susurro que – desde hace algún tiempo esa, es la puerta de un banco que también es tenebroso... Los ciegos – explicó - han tomado el poder y se hacen decir banqueros.

No pueden vernos. No ven la realidad más allá de sus balances... ¡entiéndalo y escape!, por favor... no se deje bancari­zar de esta manera. Que no se aprovechen de la pande­mia para esclavizarlo a gol­pes de inflación, de pobre­zas y de créditos que no podrá pagar. Escape, usted que parece que puede. A mí, no me queda otra opción más que aguantar hasta que pueda”. No pude escuchar las últimas palabras que me dijo. Tal vez, no estoy seguro, haya intentado gritar que en el mundo ha comenzado el fin de la ciu­dadanía. Me detuve. Miré hacia atrás. Los ojos del viejo me seguían. Lo per­cibí sabio de toda sabidu­ría. Abrí los ojos aturdido. El sol del sábado procuraba romper con un manto de pesadas nubes.

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