Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

Cuando el banquero suizo Henry Dunant llegó fortuitamente a aquel campo de batalla, sintió la angustia lancearle el pecho ante lo que presenciaron sus ojos: miles de muertos tendidos en el atardecer de un día aciago y algunos cuerpos que apenas podía distinguir ya por las sombras del ocaso, todavía moviéndose entre gemidos. Moribundos. Asfixiados por el calor de junio y la polvareda intrusa colándose en los poros.

–Ayuda –pedía uno elevando un muñón que horas atrás había sido una mano.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

–Agua, por favor –imploraba el otro, por piedad en medio del abandono.

Corría el año 1859, y en los campos de Solferino acababa de librarse una violenta batalla entre el ejército del imperio austriaco y el de la alianza franco-sarda. Aquel encuentro de 300 mil soldados había dejado un saldo de 40.000 muertos y heridos, justo el día que a Henry le tocaba atravesar el territorio en un viaje de negocios. No podía fingir que no lo había visto. Era imposible seguir de largo. Y aquella decisión de detener el carruaje cambiaría el curso de la historia en el socorro humanitario. Porque Henry no sólo descendió del carro, sino que se involucró hasta los tuétanos. Consiguió ayuda de los pueblos aledaños para socorrer a los heridos, sin distinción de bandos. “Tutti Fratelli” (todos hermanos) fue el lema elegido, como decían las matronas que ayudaban a los jóvenes heridos.

Fue tal la impresión que aquellos días causaron en el joven banquero, que durante 3 años elucubró maneras de paliar desastres similares y plasmó esas ideas en un libro que se llamó “Recuerdo de Solferino” sin sospechar, todavía, que aquello sería el semillero de lo que después se convertiría en la red humanitaria más grande del mundo.

En su libro, Henry proponía formar sociedades neutrales, dispuestas a prestar ayuda humanitaria independientemente de la raza, nacionalidad o credo, y esa idea fue tomando forma hasta que a través de la sociedad Ginebrina de Utilidad Pública se constituyó formalmente en 1863 el Comité Internacional de la Cruz Roja. Ese comité un año más tarde convocó a una conferencia donde 12 estados firmaron el primer convenio de Ginebra, que buscaba proteger a militares heridos en campaña, mantener neutralidad y velar por el personal sanitario y los hospitales militares, adoptar el emblema de una cruz roja sobre fondo blanco como símbolo, y establecer un comité permanente, promoviendo internacionalmente sociedades de socorro.

Henry no cabía en sí de júbilo. Su sueño al fin estaba cumplido.

Pero para el banquero las cosas no fueron felices para siempre, y ahí no se acabó el cuento. Más bien ocurrió que Henry comenzó a darle tanto tiempo a sus ideas que descuidó los números, y muy pronto comenzó a endeudarse perdiendo todo su dinero. Ante esto su entorno empezó a evitarlo y Henry se fue recluyendo cada vez más hasta desaparecer prácticamente de la vida pública.

Aquejado por problemas de salud y acreedores voraces, su vida se volvió nómada y empezó a deambular de pueblo en pueblo las oscuras carreteras del olvido. Hasta que llegó a una ciudad en medio de las montañas llamada Heiden, y ahí se estableció en el hospital del pueblo. Pobre y desvalido, lo único que le confortaba de las durezas del destino, era ir, observando desde lejos, cómo la Cruz Roja crecía y se fortalecía, al punto que una media luna roja también ondeaba en las tierras del Oriente, representando su sueño como bandera de los estados musulmanes.

Aquel era su consuelo. Enterarse de los avances de aquel sueño, y con eso se contentaba. De hecho, hubiera muerto en medio del anonimato si no se presentaba en su vida la última vuelta de tuerca que volvería a mudar su destino: un periodista amante del alpinismo, que luego de escalar una de las montañas cercanas, llegó al pueblo y en una taberna se enteró que ahí vivía el fundador de la Cruz Roja. Impresionado, el periodista buscó a Henry para entrevistarlo y aquella noticia causó un gran revuelo. De nuevo el filántropo y visionario salía de las sombras y volvía a ubicarse en el candelero. Las sociedades de Cruz Roja y Media Luna Roja de todas partes del mundo lo buscaban para homenajearlo y finalmente recibió el galardón supremo de reconocimiento internacional más grande en mérito: El Primer Premio Nobel de la Paz en 1901.

Habían pasado 48 años desde que bajó del carruaje en Solferino y, conmovido en medio de la batalla, decidió cambiar el mundo.

Actualmente el Movimiento Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja es la red humanitaria más grande del mundo. Está presente en todos los países, apoyada por millones de voluntarios. El ocho de mayo celebra su día en honor a la fecha de nacimiento de Henry Dunant, el gran soñador revolucionario.

Déjanos tus comentarios en Voiz