Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
Allá por noviembre del ’19 –poco menos de 18 meses atrás- recuerdo que con el amigo Eduardo Luis Andriotti Romanín, abogado, socialista desde su juventud, perseguido y exiliado en tiempos dictatoriales, comentábamos con preocupación sobre los estremecedores conflictos que, por aquellos días, conmocionaban y ensangrentaban las calles de Chile, Ecuador, Perú y Bolivia, en nuestra región, preñada de conflictos irresueltos. Sabedores de que aquellas emergencias violentas, desde siempre, se originan en las crecientes insatisfacciones sociales, las desigualdades, las inequidades estructurales que vulneran a nuestros pueblos, sin embargo, buscábamos más información para tratar de entender. Nunca dejamos de hacerlo.
Porque, maldita constante, tampoco se resuelven las carencias, ni se reparan las injusticias que desde siglos nos acojonan. El otoño se enfría en el hemisferio sur. Poco más de un mes falta para el invierno. La noche de este viernes, que dice presente con apenas 6°, dio lugar a la liturgia de los leños crepitantes. La vieja mecedora, mi refugio. El copón, aun vacío, aguarda paciente. Un muy noble Romanée Conti que, después de un viaje de estudios traje a Mar del Plata -1760 km al sur de mi querida Asunción- desde la Borgoña francesa, satisfizo esa demanda. Tal vez, imaginé mientras miraba embelesado su rojo rubí, alguna vez, allá por el 1760, algún monje experto del priorato de Saint Vivant, habrá querido agradar con este blend al príncipe Luis Francisco de Borbón-Conti, quien adquirió esas poco menos de dos hectáreas vinícolas, bastante antes de que los reinos de Castilla, León y Aragón se expandieran a sangre, fuego, persecuciones y bulas papales. Caté no sin curiosidad. Degusté con placer. Colosal, pensé.
TOQUE DE QUEDA
La medianoche avanzó. Sorprendido, recibí al sábado. En esta nocturnidad, con toque de queda, el silencio es audible. Solo alguna lechuza se lanza intrépida al vuelo sin documentos y mucho menos barbijo. Los pensamientos volvieron a su cauce cuando un Whatsapp llamó mi atención. Tanto en el ’19, como por estos días, desde las calles de Santiago [de Chile] nuevamente ensangrentadas, el colega periodista Mauricio Weibel Barahona, ese hermano de la vida y del corazón que supe encontrar allende la cordillera de los Andes que nos une, con equilibrio y precisión, me hace saber que, en su país, a las carencias se las pretende aplastar con represiones brutales en nombre de una ley y un orden que claramente tipifican graves violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Palos, gases y balas contra todas y todos. Lo de siempre, desde siempre. Ahora, estalla el pueblo de Colombia. Las peticiones –legales y legítimas a la vez que una de las prácticas de la libertad de expresión en todo Estado Democrático de Derecho solo reciben como respuestas las mismas que en Chile, en Ecuador, en Perú, en Bolivia o donde quiera que fuere. Palos, gases y balas contra todas y todos.
¿QUÉ PASA EN COLOMBIA?
¿Qué pasa en Colombia? Ricardo Silva Romero, en el diario colombiano El Tiempo, con pluma filosa embebida en tinta sangre, lo dice desde el alma. “Esto está pasando para que nos duela tanto. No se trata de exacerbarnos este miedo que va a dar a la infamia, ni de regodearnos en este bogotazo con cuentagotas a lo largo y lo ancho del mapa, sino de enrostrarnos que Colombia ha sido una protesta social saboteada para abrirle paso a la violencia de esos pocos dueños –los cobardes e insaciables macrocolombianos– agazapados detrás de sus ejércitos”. ¿Alguien puede sintetizarlo con tanto equilibrio, pese a la bronca? “Habrá que hacer un siglo de silencio por un país al que se viene a perder a los hijos por protestar contra el hambre, la pobreza y la exclusión: habrá que doblar las campanas por los 37 asesinados y los 89 desaparecidos y las 10 víctimas de violencia sexual en las hecatombes de estas noches, por Siloé, por Lucas Villa, por aquella mujer y su bebé, por los policías quemándose en los CAI como aquellos jóvenes en la estación de San Mateo”, agrega y va más allá.
“Dolerá más y más esa Colombia fantasmal, callada a bala, que desde hace décadas ha vivido esto mismo lejos de las ciudades y las redes y las cámaras: 8 millones de desplazados, 81.000 desaparecidos, 38.000 secuestrados, 25.000 civiles masacrados, 17.000 menores reclutados, 16.000 víctimas de violencia sexual, 10.000 víctimas de minas”. Tal vez guiada su prosa por Dante Alighieri, agrega: “Y luego será claro que el alucinado e impensado presidente Duque, que cumple tres años de oficiar el rito fatal de gobernar contra el enorme país que no votó por él y delegarles la democracia a las Fuerzas Armadas y guiarse con el provocador criterio de la caridad, tiene la tarea de volver a hacer política –pactar, dialogar sin eufemismos, ponerle la cara a la gente que se representa a sí misma– porque hacer política es lo contrario a aniquilar: está rodeado de un elenco de sociópatas y aficionados que hablan de volver a los días del estado de sitio, y destruir la ‘revolución molecular disipada’ que una vez se llamó ‘la conspiración judeomasónicocomunista’, y relativizar la violencia estatal, y convertir en trinchera la tierra de nadie para que no se sepa que uno podría ser el otro. Pero su tarea, Presidente, no es encarnar, sino impedir el fascismo”. ¡Qué doloroso privilegio escribir magistralmente, como Silva Romero, este interminable holocausto regional! Me niego a responder a aquellos y aquellas que tramposamente interpelan por los derechos humanos de los perpetradores de las sucesivas masacres.
LA OBLIGACIÓN DE PROTEGER
Los derechos humanos, para quienes quieran saberlo o ignorarlo, solo pueden ser violados por los Estados y sus agentes que son quienes tienen la obligación legal y legítima de proteger y promover los derechos que asisten a la sociedad civil. ¡Necios! Pienso en aquel eximio maestro de periodistas, Eduardo Galeano, que recobra su vida una y otra vez en cada oportunidad en que alguna masacre tiñe con sangre la protesta, derecho inalienable. Penosamente, nada nuevo. Una y otra vez vuelve a mi memoria aquella charla con Galeano en el café El Brasilero, Ituzaingó esquina 25 de Mayo en mi querida Montevideo. Era un miércoles. “Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos. Nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las venas abiertas”, dijo sin apuro el Maestro y sentenció: “El desarrollo [al que no pocos ni pocas hacen referencia para exhortar a que la mano invisible derrame] desarrolla la desigualdad”. ¿Es tan difícil reconocer y acordar sobre lo evidente? Parece que sí. ¿Es imposible para los líderes y lideresas de la nada escuchar las advertencias? También parece que sí. Luis Felipe López-Calva, director regional para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y secretario general adjunto de la ONU, el 5 del 2020, fue claro conmigo y con quién quisiera escucharlo: “Cerca de 30 millones de personas, en la región, volverán a caer en la pobreza después de un período de reducción de pobreza que suma 15 años”, después de la pandemia de SARS-COV-2, que no se detiene. Detalló además que, lejos de nuestra región “en el África subsahariana habrá cerca de 24 millones de personas que habrán caído en ese nivel” cuando la emergencia sanitaria llegue a su fin.
LA PÉRDIDA DE CONFIANZA
Pero no fue todo, al compañero periodista de La Nación, Orlando Bareiro, López-Calva, le dijo que los reclamos y movilizaciones sociales en procura de mejoras se producen porque “son resultados de la alta desigualdad” y “la pérdida de la confianza en la capacidad de los gobiernos” para dar respuesta a esas demandas. “La gente no está dispuesta a seguir tolerando la corrupción y la desigualdad” porque “decidió vivir en igualdad social”. Explicó, a modo de ejemplo, que Chile “ha dado pasos muy importantes de crecimiento económico, pero hay mucha desigualdad”. Los mismos pensamientos expresa Noam Chomsky. Así lo describe: “La gente se percibe menos representada y lleva una vida precaria. El resultado es una mezcla de enfado y miedo. La desilusión con las estructuras institucionales ha conducido a un punto donde la gente ya no cree en los hechos. Si no confías en nadie, por qué tienes que confiar en los hechos. Si nadie hace nada por mí, por qué he de creer en nadie”. ¡Hipócritas! Líderes y lideresas de la nada, fingen. Aparentan, con la repetición de frases prestadas o compradas, a la vez que huecas, para simular sentimientos o parecer estadistas. Sin embargo, hambrean, desemplean, pauperizan, desprotegen, matan, desaparecen, lesionan para siempre. Se enriquecen. Parafraseando al maestro: Si nadie hace nada por sus pueblos, por qué confiar en ellos y ellas, me pregunto y les pregunto. ¿Así las cosas, por qué no habría de estallar mi siempre recordada Colombia? Recordemos que, desde poco más de cinco siglos la desigualdad, al parecer, no nos abandona. El premio Nobel de Economía 2001, Joseph Stiglitz, sostiene –palabra más palabra menos- que la disputa entre pueblos originarios y colonizadores, desde 1492, “sembró una semilla de desigualdad” en América Latina y que ello contribuyó a “la creación de algunas familias muy ricas y muchas familias muy pobres”. ¿Será así? ¿No será funcional esa hipótesis para que todos y todas quienes sucedieron a los conquistadores se justifiquen? Los datos duros dan cuenta que, en nuestra región, el 20% más pobre de la población se queda con cerca del 5% de la riqueza, en tanto que el 20% más rico, captura poco más del 50%.
MÁS DESIGUALDAD, MENOS DEMOCRACIA
Sospecho que la sostenible desigualdad latinoamericana afecta a la democracia, aún como idea. “Según el Índice de Desarrollo Regional de América Latina, Colombia es el país con más desigualdad en la región”, reportó diario El Espectador en diciembre pasado. El periódico señala que “la brecha económica del país separa abruptamente regiones con un alto índice de desarrollo (como el Valle, Antioquia, Bogotá o Santander) con las regiones del suroriente y la periferia”. Detalla también que “las zonas rurales, especialmente donde tuvo lugar el conflicto armado, tienen poca intervención del Estado y el acceso a los servicios básicos como la salud y la educación están limitados”. ¿Por qué no habría, entonces, de estallar el pueblo colombiano asfixiado por la injusticia, presidente Iván Duque? Tampoco, en Chile, quiso escuchar su homólogo, Sebastián Piñera, cuando tuvo la oportunidad para hacerlo.
La británica BBC, hizo público que “América Latina es tan desigual que una mujer en un barrio pobre de Santiago de Chile nace con una esperanza de vida 18 años menor que otra en una zona rica de la misma ciudad”. Hipoacusia política voluntaria. El jefe de Estado chileno –cuando su pueblo ejerció la libertad de expresión para peticionar a su mandatario- optó por declarar que estaban “en guerra”. Ignorancia y crueldad dolosas. “A la economía no le conciernen solo el ingreso y la riqueza, sino también el modo de emplear esos recursos como medios para lograr fines valiosos, entre ellos la promoción y el disfrute de vidas largas y dignas. Pero si el éxito económico de una nación se juzga solo por su ingreso y por otros indicadores tradicionales de la opulencia y de la salud financiera, como se hace tan a menudo, se deja entonces de lado el importante objetivo de conseguir el bienestar. Los criterios más convencionales de éxito económico se pueden mejorar incluyendo evaluaciones de la capacidad de una nación o una región para alargar la vida de sus habitantes y elevar su calidad”, sostiene Amartya Kumar Sen, premio Nobel de Economía 1998, en una obra tan sencilla como breve y contundente. Su título lo dice todo: “La Vida y la Muerte como Indicadores Económicos”. Los pueblos de Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Uruguay, Paraguay, El Salvador, Venezuela, Nicaragua, Guatemala, Chile, Colombia se hacen escuchar. Los líderes y lideresas de nadie y de la nada, comprometidos solo con ellos mismos, apuntan a que solo la historia los juzgue. Algunos y algunas, incluso, sostienen que ya fueron absueltos. Desechen esa idea. Están y son condenados hoy. Martín Caparrós, periodista y escritor notable, sostiene que “nada es más variable que el pasado. Está claro que la historia de un país es lo que los pueblos –y sus poderes– deciden, en cada momento, recordar. Y esas decisiones son, siempre, un resultado del presente”. Galeano sostiene que “la historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será” y agrega: “En la historia de los hombres cada acto de destrucción encuentra su respuesta, tarde o temprano, en un acto de creación”. ¡Basta! ¡Deténganse!