Por Óscar Lovera Vera, periodista
Esta es una historia común, hasta que todo se complica en lo que parecía una venta común y corriente de un teléfono móvil. Algo más ocultaba el comprador y su pacto de negocios.
Terminó de repicar y atendió la llamada, él dijo: Hola amigo, ¿dónde nos encontramos, vas a querer el celular verdad?
–del otro lado del teléfono: “sí claro, yo estoy cerca de tu casa, nos vemos a tres cuadras, por ahí”.
Óscar salió de la casa, en el Cuarto Barrio de Luque. Tomó el celular que vendería mientras iba pensando qué comprar del dinero que obtenga de él, le ofrecieron buena plata.
El mes de junio del 2003 comenzaba y con frío. Óscar Arturo Barboza, de 25 años, necesitaba hacer esa venta y conseguir dinero en efectivo. La oferta por internet que le hizo otro hombre le pareció tentadora y se convenció. Eso al menos decía para sí, mientras llegaba hasta el punto de encuentro en su barrio, a unos 300 metros de su vivienda.
Al mirar al horizonte vio a un joven casi de su misma edad, al menos eso le pareció y sintió algo raro, premonitorio, cuando se percató que no estaba solo, otros dos chicos más estaban junto a él. Al llegar hablaron, de eso mucho no se sabe.
Óscar fue obligado a subir a la parte trasera de un automóvil estacionado cerca de los tres supuestos compradores, en ese momento no comprendía muy bien lo que ocurría.
“¡Subite carajo o acá mismo te matamos, ejupi (subite)!”. No le quedó de otra que cumplir con esa orden, sentía bajo las costillas y en profundidad el tubo de aquella arma de fuego. Pensó si sería lo suficientemente rápido para empujarlos y huir, sin ser herido con un balazo. Pero dudó. Prefirió calmarse y ver si solo se trataba de un asalto, porque eso parecía.
El vehículo se puso en marcha, cuando sintió el movimiento supo que no era simplemente un robo de celular. Su papá era policía y esto no formaba parte de los casos habituales de robos callejeros que le escucha relatar a diario. No era normal que un asaltante callejero lo obligue a subir a la parte trasera de un vehículo e intenten salir del barrio. No llegaba a comprender lo que en ese momento estaba pasando.
Los que estaban con él eran los hermanos Rodrigo y José Sandoval, de 26 y 23 años, y el que lo amenazó con el arma era Óscar Armando Cañete, de 23 años. Todos formaban parte de una pequeña organización de atracadores. Su especialidad eran los asaltos exprés. Sacar la mayor cantidad de dinero de la víctima, previa información que hayan obtenido de él. De Óscar Barboza sabían algo, todos los datos proveídos a través de su cuenta en una red social y lo estudiaron previamente.
LA CONTRASEÑA
El automóvil iba dando saltos sobre una calle empedrada, iban a gran velocidad. Cañete y uno de los hermanos Sandoval quedaron con Barboza en la parte trasera, uno de ellos tenía en la mano un destornillador, de cacha verde, el óxido se apoderó de la herramienta, pero tenía un filo especial. Lo habían convertido en algo más que un desarmador.
El ladrón –empuñándolo– se lo mostró y lo que escuchó después no sonó a una simple amenaza…
“¡dame tu contraseña del cajero, decime cuál es o acá mismo te liquidamos!.
No sé, no recuerdo… contestó el joven con la voz firme. Eso le valió que la herramienta vaya enterrándose en su piel, causando dolor, una y otra vez.
Barboza, con algunas lágrimas de dolor repetía que no sabía los dígitos que permitirían ingresar a su cuenta bancaria y sacar el dinero que tenía ahí. Los delincuentes continuaron torturándolo, y las heridas comenzaron a ser profundas.
El joven gemía y por instantes su respiración se aceleraba, el destornillador nuevamente se incrustaba en otra parte del cuerpo. Por algunos momentos el desnivel de la calle y golpe repentino en las suspensiones provocaban que el arma se hunda más hasta perforarlo. La sangre se desvanecía sobre la piel y el grito se disipaba con el viento que se colaba por la ventanilla del vehículo.
El conductor cruzó el límite imaginario de la ciudad, estaba en Limpio, en un barrio conocido como Costa Azul, a unos pocos minutos de la casa de Barboza. Ya habían dado muchas vueltas y no lograban sacarle la información que querían.
Estaban hartos y su víctima –cansada de tanto recibir golpes y cortes– comenzaba a desvanecerse dentro del habitáculo del auto.
CINCO DÍAS DESPUÉS
A las 5:00 del día jueves 5 de junio. En una batalla campal las luces de la patrullera se enfrentaban entre sí, disputándose el centro de atención de muchos curiosos, era lo único que permitía distinguir en ese sitio tan oscuro lo que las llamas no consumieron, el metal roído por la combustión. Un policía daba vueltas y vueltas tomando nota de las características, la inflamación fue tan alta que no lograba encontrar algo que le permitiera identificarlo.
El comisario relataba a los medios el hallazgo, entre varias hipótesis estériles que motivaron la quema – mencionó la ubicación; de la única acción que tuvo en toda la noche. El vehículo calcinado estaba en las calles Cerro Corá y Luis de Gásperi, no muy lejos del lugar en donde llevaron a Óscar Barboza; el hombre ya llevaba días de desaparecido y la familia estaba desesperada. Pero los agentes no lograban conectar este automóvil con la desaparición.
LOS LADRIDOS DE UN PERRO
Inquieto, correteaba, saltaba y la cola se movía incesante. No paraba y su energía se descargaba en los continuos ladridos, ese perro descubrió algo y a su dueño no le quedó de otra que acompañarlo hasta donde la correa lo guiara.
Pasaron diez días de la desaparición de Óscar, el reloj en aquella mañana marcaba las 10:00. Doroteo Martínez pensó que si no resolvía rápido la inquietud de su mascota la mañana se le iría en un suspiro. ¡Vamos entonces!, lo dijo refunfuñando al perro, como si al can le importara, no paraba de saltar y ladrar. Doroteo estaba en su quinta en el barrio Costa Azul y ese martes tan particular se presentó fresco y tranquilo, salvo por la corrida que hizo detrás del animal.
En un instante se detuvo, el perro paró de ladrar y comenzó a olfatear, luego exhaló por el hocico, con fuerza, como si lo que percibía era de golpe muy fuerte para su sensible sentido, y en efecto lo era.
El hedor comenzó a inundar las fosas nasales de Doroteo, pensó en un animal y que el perro estuvo inquiero por ello.
Lejos de ser un animal, la silueta era mucho mayor. Estaba oculto entre las malezas, pero lograba distinguir algo. Se acercó, separó la hierba con las manos y lo que vio le hizo retroceder algunos pasos. Era una persona, un joven. El cuerpo llevaba días de descomposición y eso generaba el fétido aroma.
Luego de unos minutos, volvió en sí. Lo impactante del hallazgo pasó a un segundo plano y pudo notar que la persona fue herida en varias partes de cuerpo. Se convenció que fue un crimen y llamó a la Policía.
Horas después los agentes rodearon el pequeño bosque, colocaron una cinta alrededor, para separar a los curiosos. Para ese entonces ya tenían identificado los restos, era Óscar. El joven que llevaba desaparecido fue encontrado en ese descampado. La alerta a la familia fue inmediata y la consternación sacudió no solo a ella, sino a toda la ciudad.
El médico forense llegó al lugar, el impecable blanco de su ataviado resplandecía con el sol y casi no permitía distinguir su rostro. Tomó su maletín, caminó hasta el área restringida y una vez que ubicó un lugar sin malezas bajó sus utensilios. Se colocó los guantes de látex, estirando dedo por dedo para acomodarlos.
El trabajo en el sitio fue largo. Entre lo más visible notó varias perforaciones y el desmembramiento causado por los animales que merodearon la zona. Determinó que pasaron cinco días desde la muerte de esa persona. El médico pidió a la fiscala una orden para trasladar el cadáver al instituto patológico y ahí analizarlo con equipos y mejores herramientas.
El resultado fueron 48 puñaladas y penetraciones. La mayor parte de las puñaladas, la víctima las recibió en las piernas, especialmente en el muslo derecho propinadas con un arma punzante. Al tomar las fotografías y varias radiografías concluyeron que el arma utilizada para generar las heridas fue un destornillador.
Las puñaladas que provocaron el mayor sangrado las recibió en la región cervical, la cara anterior del tórax, en el tórax, el abdomen, en los hipocondrios (región superior del abdomen) izquierdo y derecho.
Óscar, además de esas heridas de tortura, recibió seis perforaciones en la región lumbar derecha. Durante la inspección forense se encontró también una fractura en la tercera condrocostal (zona del tórax). El parte médico era extenso, Óscar sufrió tanto que al menos los detalles de las heridas ocupaban varias hojas.
En otro apartado –de ese escrito– el forense presumió que ese hundimiento en el pecho pudo ser provocado por una violenta pisada, un golpe fuerte y seco, ya tendido en el suelo.
En otro párrafo se detalló que la víctima sufrió hemotórax, es decir, una acumulación de sangre en el espacio existente entre la pared torácica y el pulmón a causa de las estocadas recibidas. Otra grave lesión recibió a nivel del glóbulo ocular derecho, lo que le produjo un hematomas de 6 y 10 centímetros de diámetro en la región frontal derecha y un edema agudo cerebral.
La causa de muerte fue diagnosticada como shock hipovolémico por múltiples heridas de arma blanca, la más importante afectó el pulmón izquierdo que sufrió una lesión cortante y penetrante del lóbulo superior izquierdo. El reporte fue sellado y entregado a la Fiscalía y la Policía. El crimen fue atroz y no tenían idea de quién pudo provocarlo.
Continuará…