• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Desde niño me atrajo, como enigma, la memoria. Palabra atrapante, misteriosa, por cierto que, desde el sentido común, parecería que con­fronta con olvido y hasta alcanza algún grado de sinonimia con recuerdo. Sin embargo, sospecho que memoria no es una palabra unívoca. Silencio y reflexión. ¿Qué digo cuando digo lo que digo? ¿A qué llamo memoria?, me pregunto. ¿Qué dicen cuando dicen lo que dicen? ¿A qué llaman memoria?, les pregunto. Dilemáticos jue­gos que permiten las pala­bras. “No tengo claro lo que digo hasta que me contestan”, decía con frecuencia un viejo periodista gruñón que otor­gaba la propiedad de esa frase a “un filósofo cuyo nombre no recuerdo”. Caprichos en el uso amplio del lenguaje. Memoria: “Facultad psí­quica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado”; “Recuerdo que se hace o aviso que se da de algo pasado”; “Exposición de hechos, datos o motivos referentes a deter­minado asunto”; “Estudio, o disertación escrita, sobre alguna materia”; “En la filo­sofía escolástica, una de las potencias del alma”; “Rela­ción de algunos acaecimien­tos particulares, que se escri­ben para ilustrar la historia”; “Relación de recuerdos y datos personales de la vida de quien la escribe”. Buena memoria, “memoria de gallo, memoria de grillo, memo­ria de pez o memoria de ele­fante”, en la cotidianidad.

Héctor “Toto” Schmucler: “Lo que no se debe olvidar es parte de la vida, tiene que ver con la promesa, con la esperanza de vivir en un mundo en el que el otro pueda vivir en su otredad”.

“USTED ME CUENTA....”

La ordenadísima sabiduría de los diccionarios, en algu­nos casos, ayuda poco. Muy poco. Creo que cada palabra es lo que se procura significar con ella en el preciso instante en que se la expresa. Sujeto histórico en el momento histórico, podría decir Cor­nelius Castoriadis. “Usted me cuenta que nosotros dos fuimos amantes,/Y que llega­mos juntos a vivir algo impor­tante./Me temo que lo suyo es un error, yo estoy desde hace tiempos sin amor, y el último que tuve fue un borrón en mi cuaderno./Usted me cuenta que hasta le rogué que no se fuera, y que su adiós dejó a mi corazón sin primavera./ Que anduve por ahí de bar en bar llorando sin podérmela olvidar gastándome la piel en recordar su juramento!/ Perdón no la quisiera lasti­mar, tal vez lo que me cuenta sea verdad, lamento con­trariarla pero yo.../No la recuerdo”, canta Chico Nova­rro, en tono de tristeza, por qué no, arropada de revan­cha. Privilegio de poetas. Campo fértil para la filoso­fía, además. ¿Se puede olvi­dar? ¿Es volitivo? “Procuro olvidarte/Siguiendo la ruta de un pájaro herido/Procuro alejarme/De aquellos luga­res donde nos quisimos/Me enredo en amores/Sin ganas ni fuerzas por ver si te olvido”, escribió Alejandro Fernán­dez para que cante cientos de miles de veces Roberto Car­los. Memoria y olvido emer­gen, irrumpen y se enfrentan. Condición humana. La vieja mecedora respeta mis silen­cios y quietudes.

MEMORIA Y RELIGIONES

El copón, cargado con un Richebourg Grand Cru, Côte de Nuits 2016 –un borgoña estupendo– aporta su exqui­sitez cerca de la medianoche de este Viernes Santo para los cristianos y de Pesaj para la comunidad judía, nues­tros hermanos mayores en la fe, como los categorizó San Juan Pablo II cuando era papa. Paradoja. Memo­ria y religiones. Sin intención blasfema y desde el más pro­fundo respeto, a partir de una reflexión sencilla o de poco vuelo, recuerdo que alguna vez, desde una perspectiva descreída, alguien cuyo nom­bre no consignaré, me pre­guntó: “¿Cómo es posible que con los mismos actores públicos, 3.000 años atrás, que concretaron sucesos relevantes en un mismo espa­cio geográfico y fueron con­tados por cronistas que, en algunos casos, alcanzaron la santidad y fueron las prime­ras versiones de aquella his­toria, a partir de las memo­rias colectivas, dan cuenta hasta nuestros días de tres relatos monoteístas sustan­cialmente diferentes? Pre­ferí callar. ¿Cómo explicar a un escéptico no creyente que en algunas historias, aunque humanas, interviene la fe, de la que se asegura tiene la fuerza suficiente para mover montañas? Los diccionarios también dan cuenta de una “memoria histórica” a la que no faltan quienes para estig­matizarla o bastardearla la señalan como “un concepto ideológico”. No creo que sea así. Héctor “Toto” Schmu­cler (1931-2018), uno de los intelectuales latinoamerica­nos más relevantes, semió­logo especializado en asun­tos de comunicación, que fue mi profe en la Univer­sidad Nacional de La Plata (UNLP), cuando prome­diaban los 90, nos explicó –palabras más palabras menos– que “la memoria es la tradición y [que] la tradi­ción no es sin la transmisión”. Sus palabras siempre indu­cían al silencio para no per­der detalle alguno mientras tomábamos apuntes. “En el año 70 de nuestra era [algu­nos sostienen que fue en el 68], después de la destruc­ción del Segundo Templo en Jerusalén, el rabino Yohanan ben Zakai, con autorización de los romanos, fundó en Yavné, una escuela de halajá, para llevar hacia afuera lo que somos [educare] a partir de las lecturas e interpretación de los rollos, de la Torá, de los libros sagrados. [Porque] hay un mandato bíblico que ordena ‘¡recuerda!’.

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Sergio Pollaccia con Elsa, su mamá, con la tarjeta personal que puso entre sus manos cuando le preguntó: “¿Perdón, vos sos mi hijo?”.

LO QUE NO SE DEBE OLVIDAR

Lo que no se debe olvidar es parte de la vida, tiene que ver con la promesa, con la espe­ranza de vivir en un mundo en el que el otro pueda vivir en su otredad”, enfatizó Schmu­cler, quien nos reveló la “pers­pectiva ética de la memoria”. Luego de un pequeño silen­cio, agregó: “La historia y la memoria no siempre coinci­den. Particularmente, por­que la idea, el concepto de memoria, es plural. Hay múltiples memorias”, en este contexto porque “siem­pre hay algún tipo de memo­ria [ya que] es muy poco pro­bable que se verifiquen casos de amnesia colectiva”. Impe­cable. Pocas veces uno tiene la convicción de haber cono­cido a un sabio que aún hoy, poco más de quince años des­pués de sus clases magistra­les, me ayuda a pensar. Desde otra perspectiva, Jorge Luis Borges [1899-1986], autor de ese cuento magnífico al que tituló “Funes, el memorioso”, sostiene que “somos nuestra memoria, somos ese quimé­rico museo de formas incons­tantes, ese montón de espejos rotos”. Memorias y desme­morias. Algunas de estas últimas, pensé, son patoló­gicamente inevitables y dolo­rosas. Desesperante para quienes no perciben más que el olvido de ese o esa que olvidó. No es fácil. Aprender a vivir con el olvido de aquel que olvida, solo es posible desde el amor y la sabidu­ría que le permitirá com­prender –como alguna vez lo comprendió Lao Tsé unos 500 años antes de nuestra era– y sentenció que “aque­llo que para la oruga es el fin del mundo, para el resto del mundo se llama mariposa”. ¿Es posible? Seguramente. Y tiene sentido procurar hacerlo. ¿Con qué herra­mientas? Con calidez y cali­dad. El taoísmo sostiene que “el agradecimiento es la memoria del corazón”. Elsa, la mamá de Sergio Pollac­cia (57), un querido amigo y enorme creativo multipre­miado, supo en el 2018 que su madre tenía Alzheimer, como otros 600 mil argen­tinos y argentinas. Le pegó duro, pero no fue impedi­mento para que lo comen­tara con algunos medios y periodistas, entre los que me encuentro, para convertir su dolor en fortaleza. Alguna vez su mami, en un momento de lucidez, fue al nudo del pro­blema: “¿Te vas a acordar de mí si yo me olvido de vos?”. El tiempo es arrollador, impe­tuoso, avasallante. “¿Perdón, vos sos mi hijo?”, le preguntó algunas semanas más tarde. Desde media hora atrás esta­ban juntos. Demoledor. Tur­bado, solo atinó a entregarle a su madre una tarjeta per­sonal. “Vos no tenés más memoria. Pero yo sí”, pensó, dijo y se dijo el querido Ser­gio. Comprensión, calidad y calidez. Esa frase para Elsa trocó en lema de campaña pública para movilizar, con­cientizar y apoyar a quienes se enfrentan con el desafío de acompañar a las y los que no pueden recordar. Alzhei­mer. “Jodienda”, la llamó en el 2017, el escritor británico de ciencia ficción Terry Prat­chett, cuando decidió hacer pública la patología que se desarrollaba imparable en su cerebro. Memoria, me dije, una palabra multívoca, a la que recurrir con mesura, prudencia y precisión porque encierra y significa todas las memorias.

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