Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Creuza había nacido pobre en un área rural del norte de Bahía y su infancia fue breve, como la brisa de un recuerdo escurridizo. Cinco años de inocencia para grabar la sensación de los pies descalzos en la arena tibia y de pronto, la muerte abrupta de su padre. Y todo lo que aquello acarrearía.
A los 10 años la enviaron a la ciudad con una familia para cuidar niños y ayudar en la cocina. Entonces ya se hizo imposible compaginar trabajo y escuela, y tuvo que abandonar los estudios para trabajar a cambio de ropa usada y restos de comida. Con sus manos niñas, intentaba ser cuidadosa en los quehaceres de la casa, pero a veces rompía alguna cosa y entonces llegaban los insultos y los golpes. Lo que más dolían eran las afrentas: “inútil”, “negra torpe!” y “gorila”.
En esa vida no estaban permitidos los juegos y el trabajo era duro, bajo una férrea disciplina. No había domingos ni feriados, ni mucho menos salarios. Deambuló por varias familias y cuando se fue poniendo más grande, sus manos aprendieron a limpiar los cristales y la platería. Entonces cesaron los castigos físicos, para dar paso a las caricias indebidas. Creuza las esquivaba como podía, y pensaba que aquella era su suerte, única e irrepetible, por ser huérfana y desvalida.
No le pasaba eso a los patrones que podían descansar de sus trabajos los domingos y salir de vacaciones. Ella en cambio, luchaba por terminar la primaria estudiando por las noches, cuando en la casa dormían. Culminó el sexto grado a los 16 años y a los 21 en algo mudó su suerte, pues un buen día –con gran pompa benevolente– sus patrones se presentaron en la cocina y le entregaron su primer salario. Creuza sonrió agradecida. ¡Por fin podría comprarse una radio! Pequeña, a pila, para que acompañara sus días.
Aquella radio pronto se convirtió en una suerte de viaje y refugio. La música cuando planchaba y las noticias en la voz de algún locutor cuando iba quedándose dormida. (En aquel entonces ni siquiera sospechaba que aquel artefacto sería el catalizador que cambiaría toda su vida).
El tiempo siguió su curso y una siesta, cuando tenía ya 27 años, oyó a una mujer con aspiraciones políticas en una entrevista: La señora decía, que aunque la ley no autorizaba que las trabajadoras domésticas se asociaran en sindicatos, había un grupo que dos veces por mes se reunía en un colegio para hablar de sus problemas. Aquello despertó la curiosidad de Creuza que apuntó el nombre del colegio con su mala caligrafía, y cuando despertó la patrona de la siesta le preguntó dónde quedaba aquel colegio.
¿Para qué quieres saber? inquirió desconfiada la patrona, ahogando abruptamente un bostezo.
Oí en la radio que el segundo y cuarto domingo de cada mes hacen misa– mintió la chica.
Aquello sirvió para bajar la guardia de la señora, que sentenció que si era algo de Dios podía tomarse libre el día.
Pero cuidado con las malas compañías. Con la calle. Con los hombres. Con mi llave. Todas aquellas advertencias que le habían hecho temer lo desconocido desde niña.
Al llegar a la reunión, Creuza pensó que encontraría un contingente de empleadas domesticas, pero en el sitio apenas había solo unas cuantas. Y aunque aquello la desalentó en un principio, quedó profundamente conmovida al oír sus historias. Al fin y al cabo, ella no era tan diferente a las otras. Su caso no era aislado. No estaba tan sola.
Aquella tarde sintió que por fin había encontrado su sitio en el mundo y la misión de su vida: ¿Por qué seguir naturalizando el trabajo infantil? ¿Por qué no luchar por un salario justo, con vacaciones y horas de descanso?.
Creuza volvió a los 15 días y al poco tiempo comenzó una carrera de activismo político que la llevaría a fundar la Unión de Trabajadores Domésticos de Bahía y luego apuntar a un sueño más alto: La creación de la Federación Nacional de Empleadas Domésticas, entidad que preside hasta hoy en día. En sus años de lucha participó activamente para cambiar las leyes que afectan a más de ocho millones de trabajadores domésticos brasileños y también pudo llevar su voz al mundo, llegando a destinos impensados para ella, como por ejemplo el África de sus ancestros.
En el 2001 fue invitada como expositora a la 3ª Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la xenofobia y la Intolerancia, organizada por la ONU.
En el 2003 ganó el Premio Derechos Humanos de la Secretaría de Derechos Humanos del Gobierno Federal por su lucha contra el trabajo infantil y en el 2011 por su lucha por la igualdad racial de las personas.
Fue seleccionada para el premio 1.000 mujeres para el Nobel de la Paz y ha obtenido un sinfín de galardones por su constante y aguerrida lucha.
Pero Creuza asegura que los reconocimientos no son para ella, sino para la causa que representa. La de todas esas voces silenciadas por el hambre y la pobreza, que aceptan lo que sea, por llevar un plato de comida a sus mesas.
En Latinoamérica hay entre 11 y 18 millones de personas que se dedican al trabajo doméstico remunerado. 77,5% lo hace de manera informal, por lo tanto en algunos casos sus salarios llegan a ser hasta un 50% inferiores a lo que ganan en promedio los demás trabajadores. 93% de esta fuerza laboral es mujer.