Por Mario Castells (desde Buenos Aires)
La literatura paraguaya de expresión guaraní ha encontrado su camino de vida aglutinando oralitura y literatura, cantos cosmogónicos y heroicos, mitos fundacionales de las naciones guaraníes con periodismo de trinchera de la Guerra Grande; poemas épicos y líricos para ser cantados, publicados a veces en fanzines folclóricos, declamados en teatros y serenatas; obras de un teatro tan popular y revulsivo que devino de vanguardia y siguió en sus trazos generales la dinámica pendular entre la voz y su huella. Esta duplicidad del alma que particularizó a esta producción simbólica, aunque de manera distinta, también caracterizó a la narrativa en lengua guaraní.
Como sabemos, hasta la aparición en 1981 de “Kalaíto pombéro”, de Tadeo Zarratea, no hubo ninguna novela escrita en guaraní ni en otra lengua originaria de América. La narrativa, hasta entonces, se había desarrollado en formato de relatos breves, tomando como modelo al káso ñemombe’u de la oratura popular. Es sumamente destacable el ardor voluntarista de distintos grupos de intelectuales paraguayos que sostuvieron con empeño la militancia política y cultural del guaraní; sus esfuerzos rara vez estuvieron acompañados por políticas de Estado o del mercado editorial. Ha sido el afán perdurable de ellos dinamizar la literatura paraguaya de expresión guaraní sin perder la perspectiva de que su vitalidad se encuentra en su variedad popular.
UN ORFEO GUARANÍ
“Vríngo luisõ” (Arandurã, 2021) es la primera incursión de Javier Viveros en la narrativa escrita en guaraní del Paraguay y en esta militancia apasionada. Aunque ya había tenido producción en esta lengua (el libro de poesía “Panambi ku’i” y el de refranes “Ñe’ênga jarýi”), “Vríngo luisõ” vino a coronar un vínculo reforzado por los años. Desde su regreso del África subsahariana, que le regaló acaso uno de los mejores libros de la literatura paraguaya de la pasada década –manual de esgrima para elefantes–, la necesidad de Viveros de nutrirse del élan vital del guaraní lo llevó a profundizar su conocimiento y performatividad. Con la traducción de varios de sus mejores cuentos al guaraní (traducidos por los mejores escritores y poetas del guaraní actual), Javier transporta a la narrativa en esta lengua técnicas más modernas: puntos de vista del narrador, recursos de montaje, polifonía y otras cartografías y gramáticas sociales.
Durante siglos la música ha representado emociones del ser humano como si fuese codificador de un lenguaje que está más allá de su entendimiento. “Aña ñembotorore”, el segundo relato escrito originalmente en guaraní por Viveros, narra las vicisitudes a la vez que la cocina musical de una melodía que enardece al compositor Dimitri Asuncionov, especie de Orfeo guaraní citadino y muy actual. El texto homenajea al arte más prolífico de nuestro país, la música, y, quién sabe, también al emergente mayor de nuestra cultura: José Asunción Flores. Lo hace, pienso, no solo por la referencia al nombre de pila del creador de la guarania, sino también por la recurrencia de ciertos detalles que obsesionaron al gran maestro. La trama del relato se monta sobre uno de los mitos culturales más fagocitados de Occidente, el de la música como potencia corruptora de las almas más puras. Esta trama que va desde “Sonata para violín en sol menor” de Tartini hasta el Tritono Diabolus del blues o los riffs de Black Sabbath, tiene –ojekuaángo– un portal para nuestras diabólicas melomanías. Vale recordar, de resultas, la mentada porfía de los oriundos de Lima, San Pedro, que dicen que el estilo de “Kamba’i” Echeverría tenía origen en las enseñanzas impartidas por un guitarrero que había hecho pacto con el demonio, que el estilo transportado, la particular afinación de su instrumento, el temple diablo, deviene de una tradición de herejes y libertinos que se desperdigaron desde los valles peruanos hacia toda Sudamérica durante los años de la Colonia.
“AÑA ÑEMBOTORORE”
Obcecado con la melodía de Brahms, específicamente con la “Canción de cuna”, nuestro Orfeo guaraní crea una musiquita que, hasta que no nombra, no lo deja dormir. Dimitri bautiza su lullaby como “Aña ñembotorore”. La denomina así en broma, pero inmediatamente después de hacerlo recupera el tino y el sueño. Y así, el escenario, trampa shakespeareana en la que cae presa su conciencia, propicia el encuentro entre el músico y la encarnación del mal.
Tras conversar en sueños con el Malo, la performance musical del protagonista interfiere en la vida general de las personas, se sitúa en el devenir social por elección del compositor. Porque el mito de Fausto, burdo Faustus, se trastoca con el humor característico de estos relatos, y en vez de la salida individualista, el músico opta por la felicidad de todos. La entrega del alma es en pos del bien común. La lucha por el alma del artista no solo se precipita como una brega formal, sino que posiciona al bien lejos del binarismo cosmogónico. Eso queda claro cuando Ñandejára mete su nariz en el conflicto. El humor no es mefistofélico, el humor nos pone en otro lugar, muy lejos de los ángeles y demonios del pentagrama. No es el arte il gran rifiuto. Ajépa iformal ku ñande juayhu.
En “Vríngo luisõ”, relato que da nombre al libro, Javier Viveros toma el motivo del licántropo paraguayo para narrar con una fidelidad sobresaliente al lenguaje y la cultura rural del país, las vicisitudes de una comunidad y del emergente de esa sociedad marginada. Vieja estratagema del káso ñemombe’u, el uso de los motivos arquetípicos: las formulas del cuento popular, la caracterización del personaje y el verosímil de la narración coloquial, se trastocan con la nueva trama, la cultura de masas y el discurso político antiimperialista, direccionando a la vez que un efecto humorístico un nuevo curso a un mito de soberanía. Sabemos que en las vueltas de tuerca residen todas las posibilidades narrativas de un mitema.
UN PÍCARO NARRADOR
En “Vringo luisõ” el pícaro es el narrador, su primer personaje. El relato gana volumen enhebrando chismes (el narrador suelta a cada tanto nombres propios que supuestamente atestiguan la veracidad de su relato, el más reiterado es el de Cháno) y también algunos ñe’ênga tan precisos como la pasión de la talla. En mi valle, cuando el jugador está tocado por la suerte siente una cosquilla en la mano, un resonar del cosquilleo del placer. Me lo imagino al escritor en su vigilia escrituraria. Iporemõi mitã Javier, así se compone un friso social. La historia de Marko’i, el licántropo bueno, trabajador, esmerado hijo y de carácter resignado por la desgracia, puesto que aichejáranga, ndaha’éi i-cáusa, se sustenta en afirmaciones arbitrarias que corren el eje de la culpa. Un efecto de tipo esproncediano, escatológico y graciosísimo a la vez, porque “Me agrada un cementerio/de muertos bien relleno”, oda a lo macabro y lo grotesco, se despliega en este caso en clave tipológica humorística: la morbidez, el mal aliento, el desgano, la poca sangre y el bochinche. De esa capuera descriptiva surge el antagonista, el narrador detecta a Ítan, el lycan norteamericano. La monstruosidad que en Marko’i es desgracia asumida, en el yanqui es hybris colonialista.
Como sabemos, el pulso del caso reside en la voz narrativa (vale recordar al querido Rubén Rolandi, fallecido el año pasado) y esto nos remite a su vez al mentiroso mayor, protagonista esencial de este género: hablamos por supuesto de Perurima, que siendo personaje oculta al narrador. En “Vringo luisõ” es al revés, el mentiroso como pytajovái despista el sentido de sus pasos, se oculta entre testigos, en la voz comunitaria, en la gens de Santani. Los dos “lui” se detestan ni bien se reconocen. Ndocha’éi ojuehe. Ojokuaápy hikuái. Oñoñandu. Oñohetũ.
¿Quién puede vencer un odio tan temerario? Oréve, oñondivepa, nos dice Perú. La pelea entre el teko paraguái y el agresor imperialista se produce en el predio del camposanto ante la mirada atenta y expectante de todo el fandom de Marko’i, el crédito local. El narrador es un mentiroso jepode, un traductor. Pedro Urdemales en metempsicosis desde la letra hacia la voz, asume la dirección del relato. Perurima se convierte en el boyero del káso ñemombe’u escrito y sustenta, no una adecuación, sino una subversión narrativa. No hay lo que no hay para la literatura, tampoco para la lucha de clases. ¿Quién se cree que es ese bicho plaga, kuetincho, que viene a devorar los te’õngue del valle? Hasta hoy me habían contado de un lopí que había escuchado reír a carcajadas al lobizón cuando desplegara él, mi pariente, inflando el lomo de su camisa, una ráfaga de aventaciones. Este caso le ganó sin usar la fusta. ¡Larga vida a los héroes troskos y sus municiones de plata!
(*) Mario Castells nació en Rosario (Argentina) en 1975. Forma parte del Centro de Estudios de América Latina Contemporánea de la Universidad Nacional de Rosario. Publicó el ensayo “Rafael Barrett, el humanismo libertario en el Paraguay de la era liberal” (en colaboración con Carlos Castells, 2010), el poemario “Fiscal de sangre” (firmado con el heterónimo Juan Ignacio Cabrera, La Pulga Renga, Rosario, 2011), la nouvelle “El mosto y la queresa” (EMR; Rosario, 2012; 2da. Ed. 2016) y la crónica “Trópico de Villa Diego” (EMR, 2014).