Matilde Hidalgo tuvo la suerte de haber nacido determinada a cumplir el designio de su destino a pesar de todos los obstáculos que se interpusieron en su contra.

Su vida nunca fue fácil. La temprana orfan­dad en la localidad ecuatoriana de Loja la dejó bajo el amparo de su madre y de un hermano que le enseñó las primeras letras. Desde siempre sorprendió a todos con su inteligencia, y fue tal su desempeño en la escuela de monjas que muy pronto la pusieron como auxiliar de enfermería para asistir en el Hospital de la Caridad regen­teado por las religiosas. Fue ahí donde descubrió su amor por la medicina.

El problema era que una niña nacida en 1889 solo podía aspirar a terminar la primaria. La escuela secun­daria estaba vedada y ni qué decir la Facultad de Ciencias Médicas. Pero Matilde tenía la costumbre de expresar lo que quería y lo dijo sin tapu­jos un buen día a la hora de la cena. ¿Cómo medicina? ¡Si ni siquiera había bachillerato femenino en Loja!

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–Podría probar suerte en el “Bernardo Valdivieso...” –de pronto sugirió su hermano para calmar las cosas.

–¡Pero si ese colegio es exclu­sivo para hombres! –dijo la madre sorprendida.

–Tienen la obligación de matricularla si lo solicita – insistió él, que activaba en política y sabía que en los papeles ya estaba abierto el camino, aunque nadie lo hubiera pensado todavía.

Matilde entonces fue con su madre al otro día, y se encon­tró con un rector desconcer­tado que no supo muy bien qué responderle y le pidió un tiempo para elevar su caso a las instancias superiores. (Aquella sería la primera vez que Matilde empujara sus límites de lo que sería una vida llena de hitos históricos para las mujeres). Un mes más tarde era admitida en el cole­gio, pero aquel triunfo hizo que toda su ciudad montara en cólera: Las seis cuadras de su casa al estudio de pronto se convirtieron en un calva­rio de ofensas. A su paso, se cerraban puertas y ventanas y le gritaban “loca endemo­niada” las matronas indigna­das. En el centro educativo pasaba lo mismo: sus compa­ñeros divididos en dos ban­dos, o ponían apuestas para intentar besarla en el recreo por creerla muy suelta, o la insultaban pidiéndole que se fuera.

(Y en medio de todos aquel becario Fernando Procel – cuatro años menor que ella–, enamorado perdidamente de su fuerza).

Matilde sufrió el escarnio de la sociedad entera. Se quedó sin amigas e incluso intenta­ron intervenir las monjas de su antigua escuela para que desistiera. A modo ejemplifi­cador, la citaron frente a todo el alumnado en la capilla para amonestarla por aquel satá­nico sacrilegio y le despo­jaron de su cinta celeste de “Hija de María”. A ella que había sido mejor egre­sada. La expulsaron de la congregación y la obligaron a escuchar misa dos pasos atrás de la puerta prin­c ipa l de la iglesia.

Su madre indignada intentó defenderla.

–¡Pase lo que pase, Matilde seguirá asistiendo a ese cole­gio! Cuenta con todo el apoyo del hermano mayor que la mantiene, y con el mío, que soy quien la alienta y la com­prende!

Y así, alejada de todos, la niña estuvo condenada a una ado­lescencia solitaria donde desarrolló un profundo amor hacia la poesía. Pero nada la desvió de su camino. De a poco fue ganándose el res­peto de sus colegas y fue tal su rendimiento académico y tan fuerte el tenor de sus ideas, que muy pronto se volvió líder en ese mundo mas­culino, al punto que eran sus com­p a ñ e r o s quienes la escoltaban por las calles cuando volvía a la casa.

En el año 1913, se convirtió en la pri­mera mujer con el título de bachiller del Ecuador, y luego de años de esfuerzo y notas sobresalientes recibió con honores la licenciatura en Medicina. En 1921, culminó el doctorado y fue la primera mujer ecuatoriana en obtener el título de doctora. Con aque­lla hazaña en su foja –y a ins­tancias de su madre– volvió a su pueblo y la entrada fue pro­digiosa: ni bien se oyeron los cascos de su caballo, la gente salió a recibirla, con pétalos de flores lanzados desde los bal­cones, aplausos y música. Un tiempo después de que mon­tara su consultorio, una de las señoras que más la había ase­diado, la visitó entre lágrimas para pedirle disculpas.

Pero Matilde estaba por encima de esas cosas: “La educación y el amor per­donan todo, señora. Si no hubiese sido por sus ofensas, tal vez nunca me hubiera graduado de médica. Sus pala­bras, lejos de hacerme daño, me daban fuerzas”.

La misma fuerza que utilizó años más tarde cuando deci­dió ejercer su derecho al voto en los comicios de una locali­dad donde residía. De nuevo desconcertó a todos con su propuesta. Tampoco las muje­res tenían ese privilegio, pero ¿desde cuándo aquello había sido un obstáculo para Matilde?

Con ayuda de su marido (aquél estudiante enamo­rado que ya era abogado y su esposo a esas alturas), Matilde explicó al estupe­facto empleado público que técnicamente la Constitu­ción no ponía impedimentos legales para que una mujer votara. No había ninguna especificación de género para ejercer ese derecho. Sin saber muy bien qué respon­derle, de nuevo elevaron su pedido a las altas esferas. A fuerza de insistencia consi­guió al menos empadronarse, con la reserva de someter su caso a una consulta nacional a niveles ministeriales.

El 8 de mayo de 1924, Ecuador dictaminó a favor de Matilde, resolviendo que efectiva­mente no había prohibición legal para que las mujeres se inscribieran en los registros electorales, por lo tanto, la doctora estaba en su derecho como todas las otras mujeres.

Con eso quedaba abierto el camino. Aquello convirtió a Ecuador en el primer país hispano que permitió el voto a las mujeres, y 15 días más tarde, al meter Matilde su papeleta en la urna, también se convertía en la primera mujer en acceder al sufragio en toda Latinoamérica.

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