Clara quería una hija y un amor, cumplir con ese sueño. Consiguió uno, pero con el tiempo comenzó a manifestar un interés diferente. La familia de la mujer esperó nueve años por algo de justicia.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Hacía mucho frío aquel 24 de junio del 2008 e imaginó que un mate con yuyos lo abrigaría. Estaba acostumbrado a lle­gar a las 18:30 todos los días y esperar por su hermana para charlar sobre lo que cada uno hizo durante el día, eso los calmaba.

También resultaba habitual que ella dejara una copia de sus llaves en la casa de una vecina, lo hacía por seguri­dad. Durante el día no estaba y su amiga controlaba que todo esté en orden con frecuencia. La confianza en el barrio per­mitía esas licencias.

Pero antes de ir a buscar la llave, Luciano llamó a la puerta, no tuvo respuesta. Insistió y golpeó con más fuerza para que la escuche. Se convenció que no estaba, “de seguro está en el trabajo”, pensó. Luciano caminó y fue junto a la vecina y pidió la llave. Ese mate se hacía esperar.

Pasó el portón, acarició la cabeza de la mascota de Clara, un fornido e inquieto bóxer. Una vez que este dejó de jugue­tear, introdujo la llave en la ranura de la puerta principal, dos vueltas en la cerradura y se metió a la casa.

Una vez dentro, le llamó la atención dos platos sobre la mesa, estaban con restos de comida. ¿Un almuerzo?, dijo. Pero Clara no es de dejar cubiertos sucios, se conti­nuaba interrogando… ¿salió por alguna urgencia? Luciano quedó algo preocupado.

¿Clara, estás? Llamó, pero recibió como respuesta su eco. Nadie estaba, “y bueno, haré el mate y la esperaré”, se convenció que no había de otra más que aguardar.

19:00, puntual el reloj en la pared le avisaba unísono sobre los treinta minutos que ya llevaba esperando. Estaba sentando en la cocina, mirando fijamente los platos con restos de comida, repa­saba la vida sentimental de su hermana. Una mujer de 40 años, muy reservada en ese aspecto, no conocía a nadie más. Solo aquella relación muy problemática con un joven de 26 años… ¿cómo se llamaba..? ¡Carlos! Si, él. De Luque es, ahora estoy recor­dando. ¿Será que vino aquí a comer? Pero ellos termi­naron hace varias semanas” Luciano montó un interroga­torio en su memoria de corto plazo, necesitaba entender qué pasaba y el porqué su her­mana no estaba en la casa. No atendía el teléfono y no tenía rastros de ella.

Toda esa paranoia despertó en Luciano una extraña sen­sación. Un sentimiento que le perturbaba, algo intimidaba esa paz que le trasmitía cada sorbo de la bombilla. El vapor del mate se elevaba y fundía en su rostro. Se podía per­cibir que sus labios tembla­ban, las manos comenzaron a sudarle sin motivo y el ceño fruncido delataba mucha ten­sión. Era su ritmo cardíaco que se aceleraba, inducido por ese tétrico pensamiento. Algo no andaba bien.

Ese impulso casual le obligó a ponerse de pie, colocar el matero sobre la mesa y apartarse de ese momento de quietud. Decidió explo­rar la casa, no entendía por qué debía hacer eso, pero sin­tió la necesidad.

Rápidamente esa percep­ción, que se trasmitía hasta en la piel, tuvo sentido. Sobre el piso habían manchas –de lo que creía era sangre– si lo eran, dijo. Luego se sentó sobre sus piernas y observó con detenimiento, de cerca. Levantó la cabeza y al mismo tiempo una ceja. Miró al hori­zonte y las gotas lo conduje­ron hasta la habitación de Clara y –luego– se colaban bajo la puerta.

Al llegar a ese punto, intentó abrir la cerradura, pero estaba bajo llave. Al instante –pese a la desesperación– recordó que tenía la llave para abrirla y fue a buscarla a la cocina. Al retor­nar la abrió con prontitud.

El cuarto estaba a oscuras, algo de luz –proveniente del pasillo– interrumpía la hege­monía de la penumbra; ello fue suficiente para percatarse de un hilo rojo, que se extendía de un lado para otro, a mitad del cuarto y se ocultaba bajo la cama. Resaltaba porque con­trastaba con el suelo y pese a la poca iluminación podía notarlo con precisión.

Tomó el hilo con una mano y comenzó a estirarlo. Algo con mucho peso impedía arrancarlo y descubrir de qué se trataba.

Le llamaba tanto la atención que dejó llevarse por su curio­sidad. Puso una mano frente a la otra, y permitió que eso lo condujera hasta donde quepa su cuerpo. Cuando se percató que era difícil ir más, hizo la cama a un lado y una imagen perturbadora le arrebató el suspenso.

¡Clara! El grito retumbó en la habitación, la propagación del sonido superó las paredes y ventanas. Fue desgarrador, estaba mezclado con llan­tos y rugidos de impotencia. Estaba muerta, envuelta en una manta. Vio mucha sangre, en parte cubría el abdomen y notó perforaciones. El cuello también estaba cubierto con ella, le hicieron un corte pro­fundo y prolongado. Por poco y la degollaron. Fueron violen­tos, no tuvieron piedad.

Luciano se repuso de lo que vio, necesitaba notificar a la Policía. Corrió hasta la mesa donde su hermana dejaba el teléfono y marcó al 911.

Una patrulla con varios agen­tes de la comisaría séptima –de la ciudad de Ñemby– llega­ron al lugar y ordenaron cerrar los accesos, evitar que los veci­nos copen la propiedad y con­trolar a los curiosos. Necesi­taban conservar al máximo la escena del crimen.

El teléfono de la fiscala Yolanda Morel repicó insistente. El lla­mado notificando el asesinato interrumpió sus actividades. “Llego en breve”, contestó la agente. Al llegar a la casa pidió que tomen nota de todo lo que había en la casa, identifiquen a todas las personas del entorno de la víctima y que trasladen el cuerpo a la morgue de Sajonia. Debían determinar la causa de la muerte para determinar a qué o quién enfrentaban.

PALOS EN LA RUEDA

Al poco tiempo, la agente fis­cal Yolanda Morel intervino y ordenó que trasladen el cuerpo al Centro de Patolo­gía de la Fiscalía, la morgue de Sajonia. Más tarde se sumó el forense Silvio Chirife. Una vez en la sala de autopsias, el procedimiento de rutina era el mismo: bata, barbijo, guan­tes y gorro. El procedimiento duró un par de horas, al culmi­nar el médico envió su informe a la agente fiscal.

En pocas palabras la nota decía: seis estocadas entre el pecho y abdomen. Una de ellas de quince centímetros a la altura del hipocondrio derecho, lo que causó graves daños al hígado de la víctima. Una herida corta, punzante de doce centímetros de lon­gitud en la región anterior del cuello (en la zona frontal). Se diagnostica la causa de muerte como shock hipovolémico por múltiples heridas de arma blanca. El cadáver llevaba quince horas de fallecido al momento de ser encontrado.

La mataron con mucha saña, pensó la fiscala mientras sos­tenía en una mano el informe remitido por el patólogo.

Al mismo tiempo la policía de Homicidios continuaba regis­trando evidencias y pistas en la casa. Les llamó la atención que limpiaron el piso, oculta­ron ropas con sangre en un recoveco de la habitación. Si se trató de un robo, el ladrón se tomó el tiempo de eliminar rastros, algo poco común. A la Policía esto no le convencía.

El perro no se alteró, proba­blemente la mascota cono­cía al visitante misterioso, y lo que fortalecía –aún más– la tesis de un criminal cono­cido fue que el autor, no vio­lentó puertas o ventanas para ingresar. Aseguró la puerta de la habitación con llave y ese juego no fue encontrado, el asesino se lo llevó.

Con estas dudas, la Policía observó repentinamente la mesa, estaban aún los dos pla­tos con restos de comida. La mujer era sola, ella almorzó con su asesino.

El interrogatorio ahora apuntó a la familia, los agen­tes necesitaban obtener más detalles de la vida íntima de Clara, ahí estaba la clave. El que la mató gozaba de su confianza.

Al llegar a la casa paterna los agentes centraron sus pregun­tas sobre dos puntos ¿Clara tenía una pareja y se llevaron algo de la casa? A la primera interrogante los hermanos de la mujer respondieron que ella solía ser frecuentada por un joven de 26 años –14 años menos que Clara–, pero eso terminó tras varias discusio­nes. Se distanciaron hace tres semanas, apuntó la hermana menor de la víctima. En una revisión minuciosa de la casa, que la familia hizo posterior a la visita de los agentes, la segunda pregunta se respon­dió. En la casa faltaba un celu­lar y un reproductor de DVD. A partir de ese momento, Carlos Torres Giménez, un joven de Isla Bogado, ciudad de Luque, pasaría a ser el principal y único sospechoso.

DURMIENDO EL EXPEDIENTE

Sin mucha explicación, el caso comenzó a llenarse de polvo y falta de interés. Un pedazo de esta historia quedó en el olvido y lo tangible fue la desidia de los investigadores. La fiscala Yolanda Morel –hoy día jueza de ejecución– dejó la carpeta investigativa en manos de otro fiscal. No avanzó más allá de las sospechas. En medio de esto, los familiares denuncia­ban que no se tomaba en serio, no le ayudaban los abogados y la memoria de Clara clamaba justicia.

Seis años después. Carlos Torres Giménez llevaba una vida normal. Se casó con otra mujer y tuvo dos hijos. Sentó residencia en la misma ciudad donde vivió siempre, no tenía temor alguno de ser identifi­cado por lo que había hecho. Pese a que en ese entonces –al menos- un fiscal avanzó un paso más, lo imputó y ordenó su captura.

UN ENCUENTRO CASUAL

8 de julio del 2014. Una barrera de control en la intercepción de las calles 14 de Mayo y For­tín Arce, ahí donde se simu­laba una frontera imagina­ria entre las ciudades de San Lorenzo y Luque. Los agen­tes hacían un control casual y aleatorio, un procedimiento particular para demostrar fuerza en la población. Eran las 11:45 de aquel día, el silbato y la mano –levantada al aire– de aquel policía interrumpió la marcha de Carlos.

“Sus documentos por favor, señor”, Carlos lo miró fija­mente, dudó unos segundos. El policía insistió bajando aún más la cabeza y acercán­dose a la ventanilla del auto. “Señor su documento de iden­tidad, por favor”. Al hombre no le quedó de otra y entregó su cédula. El policía se retiró unos metros y utilizó una radio portátil para dictar los dígitos. A los pocos segundos, una voz metálica contestó: posee orden de captura por homicidio doloso, año 2008, cambio”. La siguiente reac­ción de ese policía fue llevar la mano derecha a la cacha de su arma, por procedimiento y obligar a Carlos a descender del auto. Lo esposaron y lleva­ron al juzgado y luego al penal de Emboscada.

En el 2015, la fiscala Fabiola Molas remó contracorriente y desempolvó lo que pare­cía un caso perdido. Colectó cada evidencia, la compiló, al igual que testimonios. No fue hasta noviembre del 2017 en el que enfrentó cara a cara a Carlos ante un tribunal. El jui­cio comenzó el seis de ese mes, duró cuatro días y finalmente lo condenaron a 24 años. En el 2018, sus abogados intenta­ron anular el fallo, pero no lo lograron. Hasta hoy niega ser el autor del asesinato.

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