Con solo diez años, tenía la misión de viajar varios kilómetros para satisfacer los mandados de su madre. Ella sentía que algo andaba mal en el camino, alguien la vigilaba, alguien estaba al acecho.
- Por Óscar Lovera Vera
- Periodista
El suelo árido del Chaco y su alta temperatura no fecundaban más que transpiración y polvo. El viento soplaba indómito y trepaba su larga cabellera, se anidaba en los recovecos de la nariz y se sacudía la arenilla de las orejas. Era día tras día lo mismo, Basilia tenía 10 años y cada vez que se acercaba el mediodía sabía que debía dejar aquella descabezada muñeca a un lado, el grito ensordecedor de su madre anunciaba el momento de los mandados.
ERA COMO UN JUEGO PARA ELLA, SE HIZO COSTUMBRE.
Basilia era una de las 10 descendencias de don Pedro Castillo, de 49 años, y doña Silvera Paredes, de 33 años. Iba al segundo grado en la escuela de su municipio y vivía su niñez dentro de muchas carencias y la dura batalla de sobrevivir día a día como familia numerosa.
Parte de esa necesidad era su rutina, debía llevar el almuerzo a sus dos hermanos mayores: Pablo, de 14 años, e Ignacio, de 12 años. Ambos trabajaban en una carbonería en la ciudad de Villa Hayes.
Tal vez dejar por momentos su infancia no era tan grato –como ver sus caricaturas en la televisión– pero lo hacía porque su madre le recordaba, a cada instante, sobre la pobreza que sufrían. No había otra opción y debían ahorrar al máximo.
Llegó el viernes, era un 27 de agosto del 2004. Se cerraba una semana con muchas preocupaciones para la familia. Pedro acababa de conseguir un trabajo por cierto tiempo y no podía dejarlo escapar.
Sin embargo, la noche anterior, eso le quitó el sueño. Quería ser él el que llevara la vianda a sus dos muchachos para evitar que Basilia lo siga haciendo. La pequeña contó que un hombre la asechaba al cruzar la plaza pública del barrio. Le silbaba y gritaba cosas que no alcanzaba a comprender.
LA OPORTUNIDAD LE COSTÓ CARO
A don Pedro eso le remordía la conciencia, pero el trabajo que obtuvo le daría oxígeno en las cuentas y podía pagar algo de sus deudas y comer mejor. Tuvo que disipar de su mente ese tormento y renunciar a la idea. Al día siguiente todo sería igual.
Un movimiento pendular, las dos cacerolas al viajar. Los golpes en el utensilio confesaban la batalla en sobrevivencia de la familia. El fuego dejó tatuado su oscura labor tras el fogón en leña o carbón. El vapor del puchero chocaba contra la tapa y una pequeña abertura se complotaba para dejarla pasar. Basilia las cargaba con dificultad, debía hacerlo durante 20 minutos. El kilómetro no siempre presentaba demora, salvo por aquel extraño del Parque Emeri.
Se acercó a aquel lugar, y para acortar su camino, lo decidió tomar. El miedo no permitió que se vuelva a apoderar, y afrontando el tormento prefirió continuar. Al final del trayecto, Pablo e Ignacio le esperaban ansiosos, el hambre no daba tregua.
Al final del parque soltó un suspiro de alivio, no estaba aquel que siempre le gritaba cosas que no entendía, pero sí le provocaban miedo. Sonrió, recordó una canción y la tarareó.
Las piedras crepitaron a su espalda, sintió que alguien se acercaba. Su presencia era fuerte y prefirió continuar su lenta marcha. Pero la silueta invasiva de una bicicleta su asomó a un costado y no pudo evitar mirar. Era un hombre y este le habló.
“¿A dónde vas pequeña?”. Con voz suave y tímida respondió: “A llevarle comida a mis hermanos…”.
El hombre insistió: “¿Y eso dónde es?”. “En la carbonería”, dijo Basilia. “Cerca de Acepar”, agregó.
Aquel desconocido insistió en su conversación y le propuso: “Subite, yo te llevo. Vas a llegar más rápido”. Basilia detuvo su marcha al instante, la idea no le desagradó. El caldo arremetió contra la pared de la olla por fuerza de la inercia. Miró al hombre arrugando los ojos, el sol le daba de pleno y resplandecía en su rostro. En su inocencia, lo vio de confianza. Levantó una pierna por encima del eje del biciclo y se acomodó en él. Los brazos velludos del conductor la rodearon para sostener el manubrio y la marcha se emprendió.
12:30 NO ERA HABITUAL
Las tripas le crujían, el organismo les pedía reforzar lo ingerido en el desayuno. Ignacio se acercó a Pablo y le preguntó “¿no llegó Basilia, mba’e la oikóa (qué sucede)?”. Pablo pensó que –tal vez– su madre se retrasó con la comida y por eso su pequeña hermana no llegó a tiempo.
Eran las 12:30. Basilia aún continuaba montada en la bicicleta, lo irregular del terreno provocaba algunos brincos y ella se aferraba a las cacerolas de su madre, el repiqueteo del metal le ponía música al paseo y con ello se distrajo. Algo mortal. Su mente la llevó inconscientemente lejos del lugar y perdió la orientación.
El desconocido lo aprovechó y sin que ella se percatara, retomó la senda en dirección al Parque Emeri. Al llegar, la bajó. Aparcó recostando su bicicleta por un árbol. Ella le preguntó qué hacían ahí, que ya pasó antes por ese sitio.
Él contestó que olvidó algo importante y que solo debía esperarlo, no demoraría mucho. Pero si tenía miedo, podía acompañarlo, caminando por un sendero detrás de los arbustos que rodeaban la propiedad.
La pequeña pensó unos segundos. Era eso o quedarse en ese sitio, que bastante espanto le provocaba. Decidió acercarse y su pequeña figura se fue mezclando con la vegetación a medida que se alejaba.
De pronto la marcha se detuvo, ella miró detrás y ya no alcanzaba a ver la calle principal. El hombre la sujetó del brazo y comenzó arrastrarla, ella gritó. El jadeo de su respiración iba cada vez más en frecuencias cortas. Sus pies buscaban sujetarse a algo que la permita soltarse y escapar.
Ya no tenía fuerzas, él no la miraba. Su mentón apuntaba al horizonte y los ojos de la niña estaban llenos de húmedo clamor. No lograba huir.
Llegaron hasta un frondoso árbol de caranday. Ahí la lanzó contra la tierra, el pequeño cuerpo se desplomó. Arrancó su ropa y desgarró el lienzo de su inocencia, y tras ello –con ambas manos– descargó su ira irracional.
Su vida se fue apagando, su pecho se inflaba con dificultad, le costaba respirar. La soltó. Quedó inconsciente.
El asesino miraba fijamente el cuerpo, buscando algún signo de vida. A un costado reconoció una piedra, la tomó con la mano derecha y se aseguró que no sobreviva. Su brutalidad no cesó, recolectó hojas secas de alrededor y cubrió el cadáver con ellas, tomó unos fósforos que usaba para encender sus cigarrillos y arrojó la llama sobre la hierba. El fuego fue consumiendo su atrocidad, las llamas se reflejaban en sus dilatadas pupilas, reflejando su cobarde acción.
Se arregló las ropas y giró sobre sí, a sus espaldas seguía incinerándose a medio cuerpo y la otra mitad semidesnuda. Él huyó.
Cuatro horas después. Dos mujeres iban conversando entretenidas, sujetaban a sus vacas a las que llevaban a pastar, se internaron en el sendero, detrás del Parque Emeri, donde la hierba era abundante para el ganado. Cuando llegaron a la mitad del camino, vieron ambas con estupor una pequeña figura humana, el susto las inmovilizó y se quedaron sin hablar hasta mirarse una a la otra. No podían entender la crueldad en el cuerpo de esa niña ni saber de qué se trató. El fuego consumió el rostro.
La Policía y el forense llegaron al lugar en simultáneo. El médico determinó que la pequeña murió a consecuencia de un traumatismo craneoencefálico, asfixia por compresión mecánica (con las manos) y quemaduras graves.
La agente fiscal –una determinante mujer con experiencia de años en casos de crímenes– Rafaela Fernández ordenó a los policías que trasladen el cuerpo a la morgue de la ciudad. Tomó unos guantes y junto con los agentes de criminalística recogió todo lo que encontró en un radio de 15 metros; uno en particular: los rastros de neumático de una bicicleta que quedaron impregnados en el suelo. La evidencia era fundamental para identificar al criminal.
Horas después, el médico Alfredo Chirife confirmó las lesiones encontradas en la escena del crimen. A ello sumó un golpe en el rostro y el desprendimiento del himen. “Abusaron de la niña, doctora”, dijo con impotencia el especialista. No podía evitar la congoja. Chirife hizo una pausa, y luego le mostró un recipiente de laboratorio y explicó: “Tomé muestras de fluido seminal, sometidos a una prueba tendremos al autor de este asesinato…”.
“Gracias, doc”, respondió la fiscala. Se mostró fuerte, pero sentía que por dentro se derrumbaba, no encontraba explicación para esa bestialidad.
LAS CACEROLAS DE MAMÁ
Aún faltaba identificar a la pequeña. El rumor comenzaba a introducirse en los caminos vecinales, su propagación fue veloz que en minutos llegó a oídos de sus hermanos. Pablo e Ignacio salieron de la carbonería y presurosos llegaron al parque. La marcha se detuvo cuando reconocieron las ollas, estaban en el suelo, el caldo se había secado. La tierra lo succionó. Estaban estupefactos. “¡Es de mamá!”, dijo Ignacio a Pablo. Iban recogiendo los trastos hasta encontrar los residuos del fogón. “¿Qué pasó acá?”, preguntó Pablo a un policía que quedó a resguardar el lugar. El agente contestó: “Encontraron el cuerpo de una nena, parece. Estaba quemado…”. Pablo e Ignacio se miraron y supieron que se trataba de Basilia.
La policía de homicidios comenzó con la ronda habitual de interrogatorio. El casual y particular. El casual les permitió colectar las características del sospechoso: un hombre de estatura promedio, de contextura delgada, de piel morena, barba saliente y que se paseó horas antes del crimen con una niña montada en la bicicleta. Conversando con sus pares de la comisaría local se permitieron escribir una lista rápida de presuntos autores.
Esto los llevó a dos viviendas del barrio María Auxiliadora. La primera era de Félix Octavio, recogieron prendas de vestir, cuchillos, una escopeta y una bicicleta. Sus sospechas aumentarían al cotejar su identidad con la base de datos policial: Octavio poseía antecedentes por abuso sexual y lesión en niños. Para ellos, este era el autor. Horas después llegaron a la segunda casa, pertenecía a Domingo Giménez, tío de Basilia. En la casa encontraron algunas vestimentas con manchas similares a la sangre y hallaron –también– una bicicleta. Para ese entonces pasaron cuatro días, tenían dos sospechosos, pero un perturbador instinto policial les decía a los policías que esto no podía ser tan fácil.
Ampliaron las declaraciones casuales, volvieron a recorrer el barrio y se entrevistaron con todos los vecinos. Un tercer sospechoso brotó en esas conversaciones. Era un nombre a quien todos temían. Pero lo que más les extrañó es la declaración de un agente de policía, poblador de ese lugar. Ese hombre entrenado y agudizado en el olfato también vio a la pequeña viajar en aquella bicicleta con el peligroso extraño y no dijo nada.
Una operación sigilosa –luego de días de vigilancia– permitió dar con el tercer sospechoso. En la casa encontraron prendas con las características que dieron testigos, tenían sangre. Hallaron una bicicleta y zapatos. Las manchas de sangre fueron sometidas a un análisis forense y finalmente la duda se disipó. Era él, los exámenes dieron positivo y su ADN coincidía con los del fluido seminal encontrado en el cuerpo de su víctima.
Dos años después. Mario Ramón Ruiz Díaz enfrentó a un tribunal. La condena fue de 25 años de cárcel como único autor del crimen de Basilia. Domingo y Octavio fueron puestos en libertad tras corroborarse que no estaban vinculados al asesinato.