Se necesitaba ser ague­rrida para montarse en aquel vapor y mar­charse al Chaco, con la pri­mera brigada de enferme­ras de la Cruz Roja. Corría el año 32 y la situación era com­pleja, pero ella ya hace mucho conocía de batallas y supera­ciones. Habían pasado ocho años desde que se presentara para aquella beca otorgada por la Cruz Roja Internacio­nal en Londres, en el Bedford College. El requisito era saber inglés, y en el año 24 no había muchas enfermeras diploma­das que manejaran el idioma, pero María Victoria Candia había estudiado ocho meses en el Instituto Paraguayo y conocía lo suficiente para defenderse: Saludar. Conju­gar. Y alguna que otra poesía que declamaba a veces.

Con esas credenciales se lanzó al abismo de la suerte, y pre­sentó sus papeles, pues su sed de mundo era importante. Había que ser aventurera en aquella época para largarse, y aquello no fue fácil. Fueron mucho más amplias las exi­gencias de la lengua de lo que ella imaginaba: Charlas, prác­ticas y monografías que debía cumplir como estudiante. Pero a pesar del desaliento de las noches frías, conoció la templanza de su espíritu y su desempeño fue impecable. Tanto que la enviaron a Fran­cia –con otra beca–y de ahí a los Estados Unidos, donde la especialidad –Enferme­ría Militar– fue providencial para lo que vendría más tarde.

Pero todavía no dimensio­naba su rol histórico en aquel entonces, ni su carrera siem­pre fue ascendente. Cuando regresó e intentó abrir en Paraguay la primera escuela de enfermería, se encontró con todos los escollos posi­bles, al punto que en medio del desaliento se marchó a Buenos Aires. Tampoco con­siguió trabajo en el rubro de enfermería, pero desempeñó otras funciones y cuando a mediados del 32 la situación del Chaco se volvió irre­mediable, se presentó ante las autoridades para ofre­cer sus servicios, y alistarse para partir al epicentro del combate. Para ello, entrenó a quienes conformarían la Primera Brigada de Enfer­meras de la Cruz Roja, selec­cionando a las más capaces.

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Y el ocho de noviembre, con quienes serían sus compa­ñeras de viaje, se presentó en el Puerto para embar­carse en un vapor llamado Pingo, rumbo a la aventura más grande de su vida. Eran cuatro enfermeras de pri­mera clase y 10 de segunda. En el Chaco les esperaban precarias instalaciones que iban llenándose de heridos y enfermos a un vertiginoso ritmo, demandando de ellas no solo templanza del alma sino además de la eficacia, un gran espíritu creativo. En innúmeras crónicas ha quedado plasmado lo que fue aquel sacrificio.

Si faltaba hilo quirúrgico se recurría al pelo de la cola del caballo, que desinfectado servía para coser las heridas, y si escaseaban medicamen­tos eran las hierbas medici­nales las que salvaban el día. Muchas veces llegaron hasta a pasar hambre para donar su ración a los soldados interna­dos y se desvivieron para velar sus peores pesadillas.

El valor productivo de estas mujeres fue incalculable, pero el intangible también fue cru­cial, porque la presencia feme­nina aguerrida y diligente marcó un hito en la moral del ejercito combatiente.

El coronel Carlos J. Fernán­dez, comandante del 1er. Cuerpo del Ejército recor­daría años más tarde la lle­gada de esa Primera Brigada de Enfermeras:

-”Cuando llegaron las muje­res al Fortín Francia la emo­ción fue honda…”.

Las acompañaba el obispo de Concepción y Chaco, monse­ñor Sosa Gaona.

“La visita de las abnegadas enfermeras tuvo la virtud de despertar un inusitado entusiasmo en los agotados y rudos combatientes, entre quienes volvió a aflorar la olvidada coquetería mascu­lina… Y así vimos desapare­cer las enmarañadas barbas que prematuramente enve­jecían los juveniles rostros de los héroes. De nuevo se lavaron los desteñidos uni­formes y hasta ocurrió el milagro de que surgieran – nadie sabe de donde– algu­nas planchas, mientras los talabartes relucientes vol­vían a cruzar los aguerridos pechos”.

El camino que unía el Cuar­tel General donde estaban hospedadas, con el recinto del fortín, pronto se trans­formó en el paseo obligado. “Era el petit boulevard cha­queño y recibió muchos nom­bres: Avenida de las Ninfas, Avenida de la Inspiración, y el muy sugestivo de Ave­nida Victoria, porque eng­lobaba una determinación y un homenaje a la brigada en la persona de la jefa: María Victoria Candia”.

Definitivamente se necesi­taba ser aguerrida para lan­zarse a tremenda aventura en el corazón de la contienda. Pero Victoria nada temía.

Sabía que de aquella fibra estaba hecha la esencia de su estirpe: la encomiable mujer paraguaya.

*Se estima que fueron más de cien estudiantes de diversas carreras, como Odontología, Medicina y Enfermería, quie­nes fueron al frente, además de 400 voluntarias que en el puesto de enfermería sirvie­ron de auxiliares.

Esta crónica se ha escrito uti­lizando como fuente el tra­bajo de Mary Monte sobre las “Mujeres en la Guerra del Chaco” y el de Beatriz Rodrí­guez Alcalá, “Testimonios veteranos”.

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