Un joven taxista asunceno dispuso el motor para bajar nuevamente la bandera de servicio, fue a finales del 2000 cuando vería por última vez su entrañable parada de taxi.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

En una barrida en el dial repentinamente escuchó Have You Ever Seen The Rain de Cree­dence, era su grupo favorito. Le recordaba mucho a los domingos de sol, asado y su papá. Podía hasta sentir el humo proveniente del patio de su casa cuando invadía la cocina, y aquel viejo que agitaba la cabeza mientras sostenía el cuchillo y tenedor frente a lo que sería el tra­dicional almuerzo del fin de semana. Esa pequeña parri­lla en el suelo, sobre ladri­llos y escombros, era todo lo que necesitaba para sentirse pleno y en familia.

Rigoberto tenía 33 años y lle­vaba un par como chofer de taxi, era un 4 de setiembre del 2000, cuando esa emisora se enfrascaba por rememorarle toda su niñez. Era el primero en la fila de la parada 42, una de las más importantes en las afueras del caótico centro de Asunción, en las calles Perú y Juan de Salazar.

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El reloj de la caseta le indicaba que eran las 19:00, lo miró de reojo, pensó unos segundos y decidió que el tiempo fresco y el sol que poco a poco se intimidaba ante el paso de la noche se complotaban para unos mates con los mucha­chos. El movimiento de clien­tes era escaso, y ello les permi­tía matar el vicio sentados en la vieja banca del puesto.

Cuando acomodó el asiento de su Mercedes Benz 240 D, una cama sobre ruedas, la for­tuna le negó la ronda de infu­siones. Dos jóvenes subieron al automóvil y en su rostro las emociones se disputaban el territorio, por un lado la feli­cidad de al menos hacer un viaje en su turno, por el otro la frustración de no disfrutar de la ronda de mate.

La puerta se cerró detrás suyo, alzó su bandera, miró su retro­visor y preguntó el destino a sus pasajeros. El motor se puso en marcha y el chirrido del arran­que de la imponente máquina alemana dio paso a la adverten­cia de Rigoberto:

–Este es mi último viaje mucha­chos, a la vuelta nos vamos al torneo, prepárense que…”.

El tradicional torneo de fútbol, entre paradas de taxis, estaba en agenda hace semanas, y el viaje no le llevaría más de 30 minutos, por lo que no había mucho tiempo que perder.

¿DÓNDE ESTÁ RIGOBERTO?

Pasó una hora sin que regre­sara. El torneo estaba a punto de comenzar, pero más pre­ocupaba que las insistentes llamadas a su teléfono móvil no eran respondidas, tam­poco la frecuencia de radio. La incertidumbre impregnó en la 42, muchas experiencias negativas con otros conducto­res automatizaban sus pensa­miento, y sus acciones. Entre todos tomaron la decisión de alertar a la central y comuni­car la falta de respuesta. A par­tir de ese momento comenzó la búsqueda intensa, tanto en la capital como en las ciuda­des de alrededor. Los taxis­tas se unieron para intentar abarcar todos los puntos que podía recorrer Rigoberto en el lapso de una hora.

El tiempo transcurría y no tenían novedades, la deses­peración era mayor porque sus familiares comenzaban a llamar, no sabían nada él, y no se caracterizaba por sem­brar zozobra entre los suyos.

La búsqueda fue tenaz, el aviso a la Policía no tardó en llegar. Se sumaron varios pero los resul­tados no rindieron. El amarillo era inusual, su pulular llamó la atención de muchos, el zum­bido de los motores y su tran­sitar denotaban que algo no andaba bien. Pero muchos des­conocían el motivo, no enten­dían que uno de los suyos había desaparecido.

Muy cerca de las 23:00, cuatro horas después de la salida de Rigoberto, una voz en la fre­cuencia interna de los taxis­tas alertaba de algo:

–Mercedes Benz 240 D, en las inmediaciones del Banco Central del Paraguay, entre las calles Sargento Benítez y Primer Presidente. Barrio Villa Guaraní. A todos los compañeros: este vehículo tendría las características del auto que usaba Rigoberto.

La transmisión de la voz metálica se cortó para dar paso al comprendido de todos los que estaban con­centrados en la búsqueda del conductor.

En unos minutos dos patru­lleras flanquearon el auto­móvil, las balizas con luces azul y rojo cortaban agresivas las oscuridad en ese sitio. Un agente colocó la cinta plás­tica que delimitaría el tra­bajo de los forenses. Una de las puertas estaba abierta, y desde ahí el oficial –a cargo del equipo– vio rastros de sangre que impregnaban el desolado asiento del chofer.

El comisario de la Policía no tardó en llegar y con el fiscal inspeccionaron el automó­vil. El motor aún estaba en marcha. El tapizado, asiento y volante eran un reguero de sangre. Algo terrible ocurrió en ese sitio y no fue reciente.

Los documentos que se alma­cenaban en el portaguantes estaban esparcidos, sobre el cúmulo de sangre. Al expe­rimentado jefe policial le hizo pensar en un robo o al menos alguien buscó algo que le pareció importante. Sin embargo, la ausencia de Rigoberto en el auto, sumada a la escena impactante, des­enfocaba cualquier hipóte­sis primaria. Necesitaban encontrarlo y luego pensar en qué ocurrió.

EL FINAL DE LA BÚSQUEDA

Era martes, al día siguiente de la desaparición de Rigoberto. Los conductores de taxis esta­ban recorriendo el departa­mento Central. Habían esta­blecido una alianza con los conductores del interior para reportar cualquier cosa que les llame la atención.

La Policía, por protocolo debía esperar 24 horas de des­aparecido para actuar. Pero el automóvil con sangre regada en el interior era un elemento más que importante para establecer una prioridad en la búsqueda de Rigoberto. Los investigadores estable­cieron un sistema diferente para hallarlo. Notificaron a las unidades de investigación, pusieron a trabajar a agentes de civil para intentar obtener una cronología de lo que hizo y un mapa que los oriente en las zonas que transitó.

Ese día, a diferencia del ante­rior, comenzaba a irradiar con los rayos del sol. Ello calentaba el rostro e iluminaba el paso de un niño que correteaba en el descampado –que todos conocían como “Linódromo”– sobre la Autopista Ñu Guasu, en su inocente imaginación el reto estaba en dar saltos sin tocar las piedras regadas a lo largo de esa carretera. Dio tan solo unos pocos hasta trope­zar con algo que lo espantó. Era el cuerpo de un hombre. Su madre se acercó y lo separó rápidamente del cadáver. La mujer pensó que se trató de un accidente automovilístico, uno de los brazos estaba des­prendido del cuerpo.

La Policía recibió el reporte de aquella persona, era el cuerpo de un hombre de edad cercana a los 30 años. La ropa que lle­vaba puesta era similar a la que reportaron los taxistas como pista para encontrar a su compañero; esto hizo que los agentes repliquen el hallazgo a los choferes que se encontraban exhaustos por el rastrillaje continuo.

El enjambre no tardó en sitiar el lugar. Sus compañeros de la 42 se acercaron y no tardaron en confirmar, era Rigoberto y fue asesinado de la forma más cruel que hayan conocido.

23… Y UN BRAZO MUTILADO

–¡Den paso al forense por favor! Con potencia irrumpió la voz de un policía permitiendo que el médico Hermes González ingrese a la escena del hallazgo y verifique el cuerpo.

Tras varios minutos de exa­men,n el hombre de bata blanca pidió que tomen nota de lo que observó.

–Anota lo siguiente, dijo a su asistente:

Veo 23 perforaciones reparti­das entre el pecho, la espalda y el abdomen. Las heridas son de 3 centímetros de profundidad y de acuerdo a las característi­cas podrían haber sido provo­cadas por un arma con mucho filo. Una de ellas llegó al cora­zón y lo perforó ocasionando inmediatamente el sangrado y luego la muerte. También le cercenaron las orejas y le mutilaron el brazo izquierdo, esto obedece a un cercena­miento hecho –presumible­mente– con un serrucho.

Además de las lesiones exter­nas, encontré fracturas en las costillas y en la clavícula. Esto –probablemente– fue provocado con un elemento contundente.

Los investigadores estaban ante un crimen atroz. A la mente solo les venía hipóte­sis que envuelvan un ajuste de cuentas, era lo único que podía respaldar el resenti­miento con el que actuaron él o los asesinos, aún no podían definir siquiera la cantidad de sospechosos.


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