Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas
En octubre del 2018, Akihiko Kondo (35), en Tokio, se casó con Hatsune Miku, de edad indefinida. De la ceremonia, participaron unos 40 invitados. La suegra de Miku, no aceptó concurrir a la boda. No es novedoso, por cierto, que suegras y nueras no tengan buena relación. Pero, en este caso, sí, fue la primera vez. La mamá de Kondo no acordó en que su hijo se casara con un holograma, pese a que se trataba de la más famosa cantante virtual de Vocaloid, resultante de una aplicación (APP) que sintetiza la voz, que puede cantar y que desarrollaron juntos el Music Technology Group de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, con la Corporación Yamaha. Cerca del 12% de los jóvenes japoneses suelen enamorarse de un animé, como se denomina a ese tipo de creaciones. “Se trata de una costumbre en aumento”, sostiene Masahiro Yamada, sociólogo japonés.
Como Akihiko, cerca de 4 mil parejas formaron otros tantos matrimonios similares. Pero, en el caso de Kondo y Miku, no fueron felices, ni comieron perdices, por mucho tiempo. El joven tokiota enviudó. La desaparición fue irreversible. Gatebox, la firma desarrolladora de Hatsume, le informó de la mala nueva, cuando le comunicó que pondría fin a ese holograma con una actualización de software. Le ofrecieron otra esposa, para reparar el daño. Sin que se sepa si aceptó o rechazó, Kondo reiteró su “amor por Miku” y reveló: “Nunca la engañé. Pienso en ella todos los días, siempre. Estoy enamorado”.
Virtual o real, desgarrador. La muerte virtual, los separó. ¿Habrá amor real con un animé, con un holograma, antes y/o después de la muerte virtual? En esas tribulaciones estaba y transitaba en la medianoche de este viernes. Refugiado en la mecedora, con un Tannat Viejo de H. Stagnari, de notable espíritu uruguayo, que alguna vez recomendó el apreciado amigo Ricardo Pérez Manrique, en el copón, múltiples reflexiones emergían incansables.
MUERTE Y AMOR
Muerte y amor, pensé, son temas recurrentes. Tal vez, asociado con la destrucción, la desaparición, el primero; y, con la creación el segundo. De alguna forma, muerte y amor son pulsiones incontrolables. Como ideas, están inevitablemente amarradas al mundo para, desde una perspectiva conceptual, producir sentido con una, con otro o con ambos. De la mano de esas ideas tan personales, emergen también la inmortalidad, la resurrección, la partida sin retorno o, el regreso, desde un más allá que recibe denominaciones diversas en orden a cada cultura.
Significar la vida, por cierto, da lugar a la concepción de la muerte. Sólo los vivos y las vivas mueren. La idea de la muerte puede ser imaginada como un límite, como una frontera cerrada y sin retorno o, por el contrario, como el portal de ingreso a multiplicidad de vidas, después de la muerte. Cesar o iniciar. Asociada con la senectud, es inimaginable, a la vez que inexistente en tiempos de juventud.
Escuché, pocos meses atrás, al centenario maestro Edgar Morin –un pensador de dos siglos– que el 3 de setiembre de 1939 se unió a la resistencia, cuando los nazis ocuparon Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, “porque era muy joven y quería vivir”. Arriesgó la vida, se puso en peligro de muerte, para conservar su vida en libertad. Vivir la vida para vivir hasta la muerte. Es un derecho, además.
La voz de Eladia Blazquez, aquella recordada y querida amiga con la que algunas madrugadas el amanecer nos sorprendía a algunos y algunas cantando con ella al piano, retumbó cadenciosa. Puso al palo mis sentidos. “Merecer la vida es erguirse vertical/Más allá del mal, de las caídas…/Es igual que darle a la verdad/Y a nuestra propia libertad/La bienvenida.../…o de durar y transcurrir/No nos da derecho a presumir/ Porque no es lo mismo que vivir…/¡Honrar la vida!”.
“CHATEAR CON EL MÁS ALLÁ”
Microsoft patentó el diseño de un chatbot “para hablar con las personas fallecidas”. La empresa reportó que, para que se pueda chatear con el más allá, utilizará “grabaciones de voz, publicaciones en redes sociales, contenidos de correos electrónicos, imágenes” de quienes murieron, con el propósito de crear los avatar de muertos y muertas. La utopía de la eternidad disputa con la distopía. Duelos reticulares o, por qué no, el riesgo-oportunidad de ser –todos y todas– protagonistas de Black Mirrow.
Pero y también –cuando la pandemia de SARS-COV-2 ya mató a 2,5 millones de personas que murieron mayoritariamente aisladas, en tremendamente trágicas soledades– la corporación que fundara y conduce Bill Gates apunta, con lógica de mercado, a proveer respuestas tecnológicas a la angustia social eventual que pueda presentar el 49% de la población de la aldea global con acceso a la Internet. Acceder, tiene sus privilegios. No son pocas, ni pocos, los que afirman que ‘wei-chi’ [危機o 危机 en ideogramas de chino tradicional o simplificado] representa “riesgo” y “oportunidad”.
¿Gates estudió chino? Tal vez. La hasta ahora inentendible crisis sanitaria genera angustia y la oportunidad para vender una nueva app para hablar con personas muertas en soledad o no, de las que no fue posible despedirse o sí. Inteligencia artificial (IA) y algoritmos para avanzar sobre el universo de quienes ya no están. A la realidad real de la muerte y la angustia [la crisis], la oportunidad de hablar con el más allá, en el marco de la realidad virtual, para agregar valor a la realidad mixta. Novedad poco novedosa.
ARTHUR CONAN DOYLE
El británico Arthur Ignatius Conan Doyle, nació en Edimburgo, el 22 de mayo de 1859. Falleció en Windlesham, el 7 de julio de 1930. En el lapso temporal que se extiende entre esas dos fechas, fue médico y escritor. Abordó varios géneros literarios. Poesía, ciencia ficción, alguna novela histórica. La dramaturgia, también lo tiene como autor. Practicó criquet y fútbol. En 1902, fue creado Caballero del Imperio Británico, por el rey Eduardo VII. Sus biógrafos coinciden en que esa distinción la aceptó y recibió a disgusto. Se casó dos veces. Primero con Louise Hawkins –Toulie– de la que enviudó; y, luego, con Jean Leckie, su amante desde muchos años antes que falleciera su primera esposa. Sin embargo –y pese a tan vasta actividad pública– mayoritariamente se lo recuerda como “el padre” de Sherlock Holmes. Cuatro novelas y 56 relatos de ficción sobre el mítico detective y John Watson o, el Doctor Watson –su ayudante, secretario, asistente, acompañante, es difícil establecerlo con precisión– son sus obras de mayor popularidad y las que lo mantienen vigente hasta nuestros días. Sin embargo, más allá de su prolífica obra que lo trasciende, desde que fue inhumado en Windlesham, nada más se supo de él, en el terrenal mundo de los vivos.
ERIK WEISZ O HOUDINI
El aquincense Erik Weisz nació en Budapest, imperio austrohúngaro, el 24 de marzo de 1874. Falleció en Detroit, Michigan, Estados Unidos, el 31 de octubre de 1926. Entre esas dos fechas, de su tierra natal migró a Norteamérica, cambió su nombre a Erich Weiss, antes de hacerlo, se apodó artísticamente Harry Houdini, fue trapecista, mago, ilusionista y escapista. Por aquellas actuaciones, fue ovacionado por públicos variopintos fascinados en cada una de sus presentaciones.
Audaz ilimitado, en el transcurso de una gira en Europa, “Handcuff”, otro de sus seudónimos, no trepidó en desafiar a los cuerpos policiales en las ciudades en las que se presentó, para que lo encerraran en los calabozos más seguros, de los que –afirmó– “escaparé sin que nadie pueda detenerme”. Célebre all terrain, sus actuaciones, tanto en lugares cerrados como teatros y salones o en el espacio público, incluían camisas de fuerza, cadenas, sogas, las cajas fuertes de acero de mayor prestigio mundial. Atado de pies y manos, en el interior de cofres herméticos cerrados con llaves y candados, bajo el agua, en poliédricos envases vítreos, siempre colmados de líquidos, transparentes para que sus admiradores y admiradoras pudieran verlo y sufrir cuando contenía la respiración por interminables minutos, Houdini –siempre– escapó. Se liberó.
El único límite que reconocía y se le conocía, era su madre, Cecilia Steiner Weis, de la que nunca jamás pudo ni quiso escapar y a la que buscó incansablemente más allá del momento en que, desesperado, la vio cerrar sus ojos para siempre. No lo pudo superar. Wilhelmina Beatrice Rahner, su esposa, lo supo y sufrió más que ninguna otra persona. Su suegra fue la cadena, el candado, la llave, con los que Harry nunca pudo. También para ella era un límite infranqueable. Pese a su enorme fama e intensa vida pública, desde cuando fue inhumado en Machpelah Cementery, en Nueva York, y, si bien no son escasas las oportunidades en que se pone en duda de que se encuentre en el interior de ese mausoleo, nunca, nadie, pudo demostrar palmariamente que haya escapado. En consecuencia, nada más se supo de él, en el terrenal mundo de los vivos. Con certeza pienso que ambos –Sir Arthur y Harry– se habrán ido con la idea de fugar de tan inevitables lugares. ¿Por qué, no?
UNIDOS POR LOS MUERTOS
Connan Doyle y Harry Houdini tuvieron y compartieron algún tiempo de amistad. Pero siento que no los unió el amor sino el espanto a la muerte, como alguna vez poetizó Jorge Luis Borges. Todo indica que los muertos unieron a estos vivos. Sir Conan –formado desde sus tiempos de niño por los jesuitas– hasta que, quizás, por las angustias de la Primera Guerra Mundial, en la que fueron asesinados unos 10 millones de jóvenes, decidió hacer público que, desde 1886, trocó sus creencias por el espiritismo. En el 2014, la Biblioteca Británica de Londres exhibió una carta de Doyle a su madre en la que le dice estar preocupado porque su hijo, Alleyne Kingsley Doyle (1892-1918), soldado por entonces, luchaba en el frente. No obstante, le advierte: “No tengo miedo a la muerte del niño. Desde que me convertí en un espiritualista convencido, la muerte se convirtió más bien en una cosa innecesaria, pero temo enormemente el dolor y la mutilación”. Angustia. Finalmente, el soldado Kingsley Doyle, murió meses después de la paz por neumonía que contrajo en las trincheras. Estiman los biógrafos de Sir Arthur que este fallecimiento, como tiempo antes los de sus padres, a los que se debe añadir la tragedia de la guerra, lo impulsaron a procurar el contacto con el más allá.
En 1913, Cecilia Steiner Weisz, la mamá de Houdini, falleció. La desaparición fue un golpe durísimo para Harry. Conan Doyle lo supo porque, como admirador del mago y escapista, seguía toda información que sobre aquel se publicara. Lo buscó para condolerse y –convencido de que con la intervención de mediums era posible hablar con finados y finadas– cuando percibió la profunda angustia del artista, sin vueltas, le propuso organizar una ‘séance’ [reunión] exclusiva, para que Harry hiciera contacto con Cecilia. Fracaso total. Jean Elizabeth, ex amante y segunda esposa de Doyle, medió con el más allá. La comunicación “se produjo”, pero por escrito. En el trance, Jean –con su mano “guiada” por la muerta madre de Houdini–, escribió varias páginas con todo lo que aquella señora –desde el lugar que fuere– quiso decir a su hijo. Pero –siempre suele haber un pero– se expresó en inglés. Houdini enfureció. Mientras abandonaba el lugar gritó que su madre, aquincense como él, nunca pudo aprender ni pronunciar palabra alguna en ese idioma. Se derrumbó la amistad. Harry inició y mantuvo hasta su muerte una cruzada en contra de Doyle y de los espiritistas. A Sir Arthur y Jean Elizabeth –aunque lo intentaron– no se les permitió ingresar en las ceremonias fúnebres que se dedicaron a Harry Houdini. Todo indica –hasta hoy– que esas tan deseadas tertulias tanáticas no son posibles. Muertas y muertos no vuelven. Lo siento Bill. Recuerda, Mr. Gates, que hasta Serrat imaginó y cantó sobre la que muy común y natural intención de volver del más allá. Mientras lloraba –ya cadáver– a su casi olvidado y agonizante Pueblo Blanco, reveló: “Si yo pudiera unirme/A un vuelo de palomas/Y atravesando lomas/Dejar mi pueblo atrás/Os juro por lo que fui/Que me iría de aquí/Pero los muertos están en cautiverio/Y no nos dejan salir del cementerio”.