Óscar Lovera Vera Periodista
Luego de cargar el estómago, recibieron una orden de su papá. Debían faenar una vaca que compraron hace poco tiempo. Con esa misión los dos hermanos se alejaron de la casa unos 200 metros hasta un tupido bosque, ahí comenzarían el trabajo. De ahí nunca más regresarían.
Esto sucedió en la noche del 7 de agosto de 2012. Fue una noche muy fría, y faltaba mucho para que el día se despida por completo. El viento ausente, la humedad presente prometían que la temperatura podía descender más.
Eso no disminuyó la aún intensa jornada de trabajo, fue bastante agotadora para Nolasco y Gerardo Riveros; dos jóvenes hermanos de 30 años y 22 años. Se llevaban bastante bien por la corta diferencia en la edad.
Nolasco era veterinario y cumplía sus labores en una tienda para mascotas en la capital, en tanto que Gerardo era electricista y empleado en una fábrica de motocicletas en la ciudad de Luque. Cada noche, antes de las 20 horas se encontraban en un sitio para luego hacerse compañía hasta la casa.
Sus apresurados pasos se debían al hambre que ya clamaba por un bocado. Llegó la hora de la cena y ansiaban conocer qué preparó mamá. ¡Al fin, ñaguahẽ (llegamos)! dijo Nolasco, a la par que sacaba el seguro del portón. Vivían en la Villa María Auxiliadora, de la compañía Yukyry de Areguá.
El vapor del suculento guiso de arroz se dispersaba sobre sus rostros. El tenedor bajaba y subía como un elevador de cargas, perfectamente coordinado con la mandioca caliente. En el rostro de su madre resplandecía una sonrisa de satisfacción. La manera en que comían era suficiente gratitud al sacrificio de mantener todo listo para la hora en que toquen la puerta.
Luego de cargar el estómago, recibieron una orden de su papá. Debían faenar una vaca que compraron hace poco tiempo. Con esa misión se alejaron de la casa unos 200 metros hasta un tupido bosque, ahí comenzarían el trabajo.
UNA DENUNCIA POR ERROR
22:15 Una luz enceguecedora les alumbró en el rostro. Con las manos intentaron bloquear eso que les golpeaba los ojos. Fueron sorprendidos por dos agentes de la comisaría local, eran policías de la 18va, de Central.
Con voz altanera, sin dar muchas explicaciones los dos patrulleros obligaron a los hermanos a llevar ambas manos a la nuca, y luego arrodillarse. Lo siguiente que mencionaron es que recibieron una llamada en la oficina de guardia. Una persona denunció que dos hombres cometieron abigeo.
- Oficial, es una confusión. Esta vaca que matamos es de nuestro papá, él nos ordenó que la faenemos para luego vender la carne. Tengo forma de demostrarlo, respondió Nolasco a lo que mencionó aquel tosco agente.
- Emmm, bueno, tereho (andá) pero acá se queda este, dijo otro de los agentes refiriéndose a Gerardo.
-Bueno, señor. Voy, no tardo. Mi casa esta a dos cuadras nada más y vuelvo con el documento de compra…
Nolasco corrió tan rápido en dirección a su casa, como si intuyera que algo terrible ocurriría. La forma en que esos agentes irrumpieron en medio del trabajo que hacían, le generó una sensación de desconfianza.
-¡Papá, papá, ¿dónde esta la boleta de compra de la vaca?! Preguntó Nolasco mientras intentaba contener la respiración agitada. -¿Qué pasó mi hijo, y tu hermano?, respondió el padre. No entendía lo que sucedía y solo podía percibir la desesperación en el rostro de su hijo mayor.
-Los policías papá, llegaron dos y dicen que nos denunciaron por abigeos, pero les aclaré que la vaca la compramos nosotros y por eso vine a buscar el papel, ¿dónde está?
El hombre ya sintió pánico después de escuchar el relato de su hijo, en su mente trataba de convencerse que eran agentes de Policía ¿por qué temerles? Se preguntaba. Aunque otra voz interrumpió -ese intento de aliviar su perturbada mente- y le recordó que ambos fueron denunciados como abigeos, podría agravarse si no encontraba el papel. Ya llevaba diez minutos revolviendo toda la casa, cajón por cajón. Todos los muebles hasta que recordó dónde la había guardado.
-Acá lo encontré che ra’y (mi hijo) tomá, anda y tráele a tu hermano…
Nolasco tomó la misma fuerza que lo impulsó a salir del bosque, esta vez iba con la prisa para desactivar cualquier reacción errónea de los policías. En su cabeza solo estaba su hermano, arrodillado y con las manos en la nuca por veinte minutos. Sus piernas se intercalaban en el paso a mucha velocidad.
Al llegar al sitio -guiado por la luz de la linterna- se frenó y la escena lo dejó estupefacto. Gerardo estaba siendo castigado con golpes de pie y a puños, se encogía de manos y pies para cubrir su rostro y el estómago, pero no aguantaba mucho.
Eran dos y tenían más fuerza que él. ¡Eyyyy, mb’e pio pejapo che hermano pe (qué le hacen a mi hermano)! La sangre en el rostro de Gerardo no dejaba ver sus ojos, nariz y boca; estaba inundado en ella y sus quejidos denotaban mucho dolor.
Los policías no dijeron nada, uno de ellos llevó la mano a la cintura y sacó su arma reglamentaria, sostuvo el brazo firme en dirección a Nolasco y con el dedo índice accionó el gatillo, una y otra vez… Cinco disparos, cada uno de los proyectiles impactaba con fuerza contra el cuerpo de ese joven y lo sacudía en varias direcciones. Los casquillos eran despedidos por la recamara cortando el humo y pólvora que se disipaba con cada nuevo disparo. El plomo actuaba como azotes que destrozaban la piel del veterinario, y provocaba que la sangre brote a borbotones.
Nolasco se desplomó sobre la hierba, su respiración era corta, como buscando oxígeno en un sitio donde no había. Intentaba llevar la mano en dirección a donde estaba su hermano, quería ver qué le hicieron. Logró verlo aún tendido y recogido. Una lágrima se escapó de sus ojos, recorrió parte de su mejilla y se mezcló con la tierra, en eso se fue su último suspiro…
El policía que disparó era el oficial Silvio Rubén Díaz. No estaba satisfecho con lo que hizo, caminó hasta la patrullera para recargar su arma, nunca completaba los habitáculos del cargador. Tras ello, dio medía vuelta y regresó.
El otro agente era el suboficial Quirnos Estigarribia, un hombre robusto de estatura promedio. Bastante iracundo como su compañero. Quedó a cargo de Gerardo mientras el otro tiroteaba a Nolasco. Para tenerlo bajo control colocó su rodilla sobre la espalda del joven, y descargó parte de su peso. No había forma de moverse.
Silvio se acercó y luego se paró junto a él. Miró a Gerardo, en el suelo cubierto de su sangre y tiritando de frío. Le dijo a Quirnos -saca tu pierna de ahí o perforaré tus botas.
Lo que pasaría después cambiaría todo, de ahí en más aquellos pasaron a ser cazados por la propia ley...
Continuará…