Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Lale tenía 26 años cuando llegó al Campo de Concentración de Auschwitz. Corría el año 1942 y era un muchacho fornido, de origen judío, a quien al entrar le tatuaron el número 32407. Bajo esta nueva identidad le obligaron a realizar tareas pesadas, construyendo bloques en ese campo de la muerte.
Por eso al principio atribuyó el dolor de espalda al peso de lo que alzaba, hasta que un buen día apareció la fiebre, y el diagnóstico fue tifus. Entonces quedó al cuidado del Señor Pepan, el tatuador oficial de Auschwitz.
Cuando Lale estuvo mejor, el tatuador lo nombró asistente, y desde entonces se inició en el oficio. Al principio le costó mucho acostumbrarse al rostro de dolor de la gente. Se sentía un victimario aprisionado en un destino que no había elegido, sin la posibilidad de rebelarse y sus sueños eran aterradores.
Todos los días la rutina era invariable.
Al muchacho le pasaban la lista con la cifra que tendría que imprimir en cada piel, y las jornadas iban repitiéndose. Por eso no prestó atención al número 34902 cuando lo vio apuntado en el papel, sino hasta que clavó la vista en el rostro de la chica que tendría que marcar para siempre: Ni la cabeza rapada ni el susto en los ojos podían opacar la luz que irradiaba de sus pupilas y el fuego que sintió Lale, al verla le advirtió que era él quien había sido marcado de por vida.
Incluso antes de saber que se llamaba Gisela y que le decían Gita. Mucho antes de que corriera aquel río de sangre, dolor y tinta.
Ella lo miró resuelta poniendo el antebrazo para recibir la marca, pero Lale todavía estaba asimilando lo que sentía. Solo reaccionó cuando el señor Pepan lo increpó fuertemente:
– ¡Vamos muchacho! ¡Que no tenemos todo el día!
Lale tomó el brazo de la chica intentando concentrarse. Respiró profundo y trató de enfocarse. Empujó la aguja para marcar el tres y vio brotar la sangre. Tuvo que hacerlo de nuevo, porque no había entrado la punta lo suficiente. Ella no se movió a pesar del dolor punzante. Cuando terminó, él se atrevió a mirarla de nuevo y se encontró con los ojos de ella inyectados en lágrimas luchando por no desbordarse.
Y él supo en aquel instante que su destino estaba signado para siempre.
Desde aquella noche fue el rostro de Gita invadiendo su cuarto en la penumbra. Sus ojos iluminándolo todo en medio de la incertidumbre. Incluso cuando descubrió que el Señor Pepan se había esfumado un día, y lo habían puesto a él como reemplazante. Nunca pudo saber qué fue de su ex jefe. Si estaba muerto o libre. Un oficial nazi, simplemente le entregó los implementos con una orden, y lo dejó bajo la mirada atenta de un guardia que lo monitoreaba constantemente.
Y desde entonces, fue Lale el tatuador oficial de Auschwitz.
Con la función vinieron ciertos privilegios, y por un instante Lale sintió que estaba un poco más lejos la muerte. Tenía un cuarto individual, le daban doble ración y hasta a veces gozaba de tiempo libre, que utilizaba para escribir cartas a Gita, la chica que tenía los ojos como luces. Era su propio guardia el que traficaba las cartas a Birkenau, el campo de mujeres. Y un día empezaron las visitas secretas, y el amor creció como una flor en una grieta, en medio de tanta injusticia y tanta muerte.
–Vamos a dejar este lugar y vamos a tener una vida libre juntos. ¿Quieres confiar en mí? – le dijo él una vez en el 44, cuando a ella ya le fallaba la fuerza.
–Sí, quiero –dijo Gita aferrándose a la idea, y a Lale le gustó el sonido de esas letras.
–”Sí, quiero” –repitió él–. Vas a volver a decirme esas mismas palabras en otras circunstancias. En frente a un rabino, con los amigos y nuestra gente.
Y con eso quedó sellada la promesa.
En 1945, los nazis empezaron a sacar prisioneros del campo de concentración antes de que llegaran los rusos y Gita fue una de las primeras en irse. No tuvo tiempo de avisar a Lale, y él se desesperó ante la idea de perderla para siempre. Ni bien pudo salir de ahí, se dirigió a Bratislava –el punto de entrada de Checoslovaquia– intentando encontrarla. Y se instaló en la estación de tren por días, por semanas, donde llegaban todos los sobrevivientes. Hasta que un guardia de la estación le sugirió que fuera a la Cruz Roja a probar suerte.
Tuvo que decirlo en esa misma hora y en ese mismo instante, y él acatar la idea para que echar a andar de nuevo la noria del destino. Porque cuando montó al caballo y tomó la calle, de pronto, en medio de la gente, alguien le salió al paso exclamando en un grito glorioso su nombre.
–¡Lale! –Dijo la chica de los ojos brillantes. Y esta vez el encuentro fue para siempre.
En 1945 se cumplió el “sí, quiero” bajo la mirada de un rabino, entre familia y amigos, para empezar una vida, libres, tal como había prometido Lale.
Esta historia real, sacada de “The Times of Israel”, pertenece al libro “El tatuador de Auschwitz” publicado en el 2018. El 27 de enero se conmemora la liberación por las tropas soviéticas del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau y es el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto.