Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

A Martin Luther le había dolido –y mucho -que aquella amistad que había empezado a los tres años con el niño que era hijo del almacenero de enfrente se hubiera cortado un día de repente, al empezar el colegio. Siempre había pensado que irían juntos, pero un día se dio cuenta que existían dos escuelas en aquella Atlanta de los años treinta: una para blancos y otra para negros.

Y para empeorar aún más las cosas, un día su vecino blanco le dijo: –Ahora que estamos más grandes mis papás piensan que ya no es buena idea seguir siendo amigos.

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Aquella sentencia de muerte afectiva dejó al niño consternado y ese mismo día –en el comedor de su casa a los seis años– aprendió las implicancias de la segregación y el racismo. Tanto le dolió que existiera eso, que inmediatamente supo lo que quería hacer en esta vida: promover la igualdad entre negros y blancos.

Ml –como le decían entonces– soñaba en grande desde pequeño (I have a dream), y muy pronto sus años escolares dieron paso al seminario. Siendo hijo de un pastor bautista, quería abrazar ese legado, y ahí encontrar el púlpito desde donde proyectaría sus sueños. Tenía un futuro brillante, habiendo ya ganado concursos de oratoria y una vocación marcada de lucha por los derechos de los afroamericanos. Sus compañeros lo sabían y él estaba tan resuelto a seguir ese camino, que nada podría alterarlo.

O al menos eso pensaba hasta el día en que sintió el cimbronazo de la belleza de Betty Moitz, enfrascada en un cuerpo blanco.

La primera vez que la vio fue en la cafetería. Betty estudiaba arte en una universidad cercana, pero solía ayudar a su madre que estaba a cargo del restaurante. Cuentan que él inmediatamente reparó en sus ojos. A ella dicen que de él le gustó la sonrisa, y esa manera cautivante de hablar. Lo cierto es que desde entonces las excusas fueron infinitas para frecuentar el lugar donde se había anidado la ilusión, y la mamá de Betty jamás tuvo una ayudante tan solícita, y en el seminario hubo un cliente más frecuente de aquel rincón.

Con el paso de los meses, empezaron a desafiar los límites de la cafetería y ML comenzó a frecuentar la casa de los Moitz. Betty se mostraba tranquila con el estado de las cosas, pero al futuro pastor bautista le costaba admitir que una chica blanca le habitara el corazón. En aquel tiempo era difícil concebir la idea de una relación interracial. Aunque Pensilvania era mucho más libre que el racismo recalcitrante del sur, era complejo imaginarse un pastor bautista de una iglesia negra con una mujer que no fuera de color.

Lo que sentía ML por Betty ponía en riesgo su misión.

Por eso trató de distanciarse de ella en las vacaciones cuando volvió al sur. Frecuentó a otras mujeres de su raza, intentando olvidarla en las cálidas noches de verano en Atlanta. Pero volver y verla de nuevo al regresar a sus clases fue saber que era imposible renunciar al corazón.

En el año 49 ya estaban más afianzados, y se animaron a salir del ambiente seguro del campus para enfrentar la ciudad. Se cuidaban mucho de no demostrarse afecto públicamente, porque las relaciones interraciales seguían siendo un tabú. De hecho, en Maryland –a menos de 100 kilómetros de ahí– seguía vigente la ley que prohibía el matrimonio entre blancos y negros, y aunque Pensilvania fuera más tolerante, aquello no era nada común. No faltaban las miradas y comentarios al paso, y los amigos de ML –al ver que la relación venía muy en serio– comenzaron a preocuparse por la situación.

¿Qué sería de ML y aquel sueño de cambiar al mundo?

¿Qué sería de todas las esperanzas puestas en él?

Era inconcebible que una mujer blanca fuera la esposa de un pastor negro del sur.

¿O acaso ML estaba dispuesto a renunciar a su lucha por ese amor?

Otro año más y el tiempo apremiaba, y ML sabía que tenía que tomar una decisión. A veces cuando la miraba, pensaba que solo bastaba ella para enfrentar al mundo y otras, latía en sus venas demasiado fuerte la causa del sur. Finalmente, luego de largas noche de desvelo –y con el corazón hecho añicos– eligió lo que pensaba que sería mejor.

Cuando se lo dijo a Betty, ella intentó una sonrisa a pesar de las lágrimas.

–Yo sé que vas a cambiar la historia y el mundo– le dijo y lo abrazó tan fuerte y tan largamente que aquella sensación les duró toda una vida a los dos.

Porque Betty de alguna manera lo amó hasta el último día de su existencia, que fue mucho más larga que la de él. Y cada logro del gran Martin Luther King fue como una suerte de bálsamo que ayudó a restañar la herida de aquel adiós. El gran confidente de ML de aquellos años confesó alguna vez que tampoco su amigo logró recuperarse del todo de aquella relación.

Pero logró cambiar la historia y el mundo, como se lo había vaticinado su gran amor.

Martin Luther King tenía un sueño. Un sueño mucho más grande que él. Por él vivió y murió.

Más allá de las renuncias y el dolor.

*Martin Luther King fue crucial en el movimiento de derechos civiles de los afroamericanos. Por esa actividad encaminada a terminar con la segregación y discriminación racial por medios pacíficos recibió el Premio Nobel de la Paz en el año 1964. Cuatro años después sería asesinado en Memphis. Hasta hoy se conmemora su día en los Estados Unidos con un feriado nacional, el tercer lunes de enero.


Etiquetas: #I have a dream

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