POR TICIO ESCOBAR, curador, profesor, crítico de arte y promotor cultural.

Fotos: Javier Medina

Mañana lunes 18 de enero se reabre la muestra “El revés del panóptico” en el Centro Cultural de España Juan de Salazar. La muestra fotográfica de la artista Alejandra Mastro realizada bajo la curaduría de Ticio Escobar. Puede visitarse con agendamiento previo de lunes a sábados desde las 9:00 a las 21:00. Lo que compartimos en este espacio es la mirada experta de Escobar sobre el trabajo de la artista.

Más que reiterar la figura hegeliana de la muerte del arte, cuando W. Benjamin prescribe la extinción del aura está anunciando la paradoja que pone en crisis los tiempos modernos. Si se cancelara la distancia aurática se apagaría el deseo de la mirada, que se volvería incapaz de tramitar las formas. Este desmoronamiento trastorna el modelo tradicional de arte basado en la asimétrica relación forma/contenido. Digo “asimétrica” porque el primer término mantiene la hegemonía sobre el segundo: el momento estético-formal sostiene la arquitectura del concepto “arte”; los contenidos extraestéticos son procesados a través de mecanismos formales que los configuran y dotan de propiedades significantes.

(El esquema forma/contenido pesa como una maldición sobre la Estética occidental: anida en el engranaje mismo del lenguaje referido al arte; moldea su concepto. Cada obra y cada teoría intentan zafarse de este destino bifurcado que escinde los ámbitos del arte; pero ni una ni otra pueden actuar fuera de las categorías del lenguaje).

Ante el repliegue de las formas modernas, avanzan sin resistencia los contenidos: las prácticas sociales y las verdades múltiples, las historias diversas, los puros conceptos y los argumentos de otras culturas y de otras ciencias; las resonancias de mundos oscuros. El fuera del arte invade dominios exclusivos, hasta entonces bien custodiados por la bella forma. En este punto, la contemporaneidad plantea una alternativa espinosa: si el arte volviera a recluirse en el claustro asfixiante de lo puramente formal, se estaría moviendo a contramano de su propio devenir histórico. Pero si renegase totalmente del momento estético-formal, sus contenidos se dispersarían fuera de todo orden capaz de hacerlos comparecer ante la mirada: se perdería, así, el lugar propio del arte.

Cada artista contemporáneo se ubica ante este conflicto, que en cuanto no puede ser resuelto de manera definitiva, habrá de ser asumido en cada situación mediante imágenes, dispositivos articuladores de lo inarticulable. Alejandra Mastro apela a imágenes fotográficas que le permiten regular la distancia, sopesar los términos en litigio, calcular el foco, enmarcar la escena con la suficiente precisión como para instaurar un espacio y con la vaguedad necesaria para abrirlo al fuera de campo. Apuesta a levantar formas estéticas vigorosas y, simultáneamente, contenidos potentes. En la tensión entre unas y otros se juega su imagen; una imagen que atiende con pulcritud el armazón de la obra y registra con obsesión lo que sucede extramuros.

La artista debe enfrentarse a la atracción ineludible que tiene ese mundo intenso y velado, vedado. Es difícil sostener la mirada interpelante de una persona tenida por desquiciada. Y esa dificultad perturba porque no pueden ser descifrados los alcances de tal mirada: todo mirar retribuido genera reflejos mutuos, conforma imágenes. Las imágenes presuponen que existe más de lo que se ve: sugieren el otro lado. Resulta angustiante la posibilidad de que existan otros regímenes de sensatez y sistemas paralelos de raciocinio y cognición: esa posibilidad remite a lo radicalmente otro de la razón que sostiene nuestras certidumbres y principios y organiza, como puede, el orden estable de la realidad. O, lo que es más amenazante, admite la conjetura de que el propio juicio tenga claves esenciales fuera de sí.

El mundo sellado del desvarío –esa región peligrosamente cercana; regida por la alteridad, el absurdo y el delirio– no puede ser representado porque justamente se encuentra más allá de la escena abierta por el símbolo, fuera del alcance del lenguaje y sus cifras claras. Cualquier intento de representación de lo real, en términos lacanianos (lo no-simbolizable), devendría una anodina presentación de temas y referencias, incapaces de vislumbrar lo inasequible, tan anhelado por el arte. Acorralado, éste recurre a sus principales expedientes estéticos: la mediación de imágenes y la creación de formas dispuestas a capturar, por un instante, los relámpagos de esas imágenes esquivas.

LOS MUROS

M. Foucault, cuyo pensamiento no puede ser evitado en este punto, considera que en la cultura occidental el tratamiento de la locura depende del encierro de personas en manicomios. La reclusión busca no la cura, sino el sometimiento del enfermo a una “normalidad” definida según el parámetro de los saberes establecidos; es decir, según un modelo hegemónico de verdad que diferencia de manera tajante lo que resulta o no funcional a la plena integración social del individuo. El recluido en un hospital siquiátrico debe ser remodelado en su subjetividad y sometido en su deseo para ser reconducido a la vía única de la razón, que sigue siendo, básicamente, la Razón Universal Ilustrada (en clave global, hoy). La cuestión deviene política: el ejercicio del poder demanda control. Control de la mirada: la “sociedad panóptica” (o la “sociedad disciplinaria”, en términos de Hardt y Negri) vigila continuamente la conducta de los internados, rastrea las cifras de su subjetividad diferente. En el ámbito del arte, una posición crítica ante este sistema requiere el trabajo de una política de la mirada. Alejandra Mastro lo emprende desalojando toda presencia de la escena, vaciando el espacio. Desmonta su propio intercambio de miradas con los recluidos y desactiva la observación omnipotente de los vigías. No fotografía, pues, la demanda o el asedio de la mirada, sino la atmósfera, los silencios y las señales del espacio, así como las figuras y sombras vistas o entrevistas por los internados, por los guardias y los médicos, por los visitantes y por ella misma.

Esta estrategia le permite asumir posicionamientos favorables ante el conflicto contemporáneo entre la forma y el contenido. Alejandra extrema los argumentos estéticos tanto como las potentes cuestiones, historias, figuras, conceptos y tapujos que la institución siquiátrica moviliza. Esta maniobra, al mismo tiempo formal y narrativa, es analizada en este texto en dos series de obras, profundamente interconectadas. Ambas se basan en fotografías tomadas por la artista en internados siquiátricos. Son ámbitos demasiado intensos, impregnados de memoria sobresaltada y de dura carga simbólica: lugares socavados por abismos oscuros y habitados por fantasmas herméticos, desdeñosos del sentido único del “sano juicio”.

LOS ESPACIOS DESHABITADOS

La artista desarrolla la primera serie en hospitales de “enfermos mentales” de Guatemala y Asunción. Aunque las fotos ahora mostradas corresponden a esta última ciudad, es importante traer a colación los lugares diferentes de las tomas para ayudar a deslocalizar la figura del internado siquiátrico sustrayéndolo a toda lectura anecdotista vinculada con una institución concreta. Los espacios vacíos, despejados, estetizados en su pureza constructiva, permiten soslayar el efectismo del motivo “locura”, sortear la tentación de tematizar el dolor de los internados y esquivar el riesgo de victimizarlos retratándolos como puro objeto de la violencia institucional siquiátrica.

En esta serie, las salas del internado son presentadas mediante un escueto expediente constructivo: la composición, el color y la luz interactúan siguiendo el orden de una geometría reducida a lo esencial; un esquema trazado sobre el silencio, cercano al vacío o, a veces, disuelto en la pura oscuridad. El montaje de las imágenes regula los planos y las distancias calculadamente; destaca la figura de las camas, tratadas casi como objetos minimalistas, y destaca la austeridad del espacio arquitectónico, sostenido por un elemental contrapeso de superficies horizontales y ejes verticales. Aunque intensos, los colores activan solo una oposición central por obra: el ambiente trabajado con tonos pasteles se ve interceptado por rojos, blancos o turquesas que actúan de contrarresto cromático, marcan puntos de tensión y delimitan zonas diferentes. Pero ese orden sucinto, escenográfico a veces, no queda detenido en el puro momento estético-formal. El otro lado (el no-expuesto) se manifiesta en los recodos umbríos y en el contraste de colores (el choque entre tonos fríos y cálidos, la blancura helada de ciertas camas), tanto como en la crudeza de las luces fluorescentes, que interrumpen la amable claridad de ciertas zonas iluminadas con tibieza. Estos elementos discrepantes comprometen la inocencia del espacio y discuten la casi elegante mesura de los recintos: delatan cifras de la soledad radical y la sórdida violencia del encierro e instalan señales de inminencia, presagios furtivos colados en la pulcra escena.

Alejandra ha vaciado esa escena y omitido a los internados para sustraerlos al control omnipotente del panóptico y, también, para evitar que devengan objetos de representación estereotipada. Pero este apartamiento habilita otros puntos de vista que no involucran las miradas intercambiadas entre el recluido y la fotógrafa, ni la observación de los agentes que asedian de modo permanente, sino el mirar que rastrea los indicios dejados en escena por los personajes retirados. En Pequeña historia de la fotografía, Benjamin encuentra una posibilidad crítica en ese medio: la reconfiguración de la escena de un crimen cuyos rastros han sido borrados. Al despejarlo de actores, Alejandra activa esa posibilidad revelando los vestigios de la iniquidad penitenciaria: reconfigura esa escena sugiriendo las huellas, las sombras y los espectros que han dejado vigilantes y vigilados, mirados y mirantes.

CONTRAESCRITURAS

Moisés era un prestigioso contador administrativo de Asunción. Presa de un rapto sicótico, asesinó a la jueza que había fallado en su contra en el curso de un litigio judicial. En la cárcel de Tacumbú, donde fuera recluido, lo declararon enfermo mental y lo remitieron al hospital siquiátrico. Allí siguió su tarea de asentar números, hacer cálculos y cuentas y escribir palabras precisas, pero cambió la superficie de inscripción de las cifras. Ahora las traza sobre el gran piso de cemento de uno de los patios. Mientras que la primera serie de fotografías de Alejandra Mastro trabaja un espacio volumétrico tradicional, esta segunda serie despliega un espacio no euclidiano, sino topológico: el piso carece de puntos centrales de disposición y ordenamiento y configura, por ende, una superficie deslocalizada en sus orientaciones y desjerarquizada en sus zonas.

Cada día, Moisés se ocupa durante horas de escribir con una tiza o grabar, a veces, con una piedra aguda los signos de meticulosas operaciones matemáticas o de datos indispensables. La situación de intemperie borronea las líneas firmes de ese inmenso documento que crece desconociendo el límite marcado por las cuadrículas del piso y se despliega extendiéndose libremente en la cartografía, acotada solo por las propias señales del contador. Nadie se atreve a transitar esa zona marcada por códigos intraducibles pero enérgicos, provistos del poder de las claves cerradas, esenciales quizá. Las sumas y restas, sus operaciones básicas, son correctas; cuando Moisés detecta una equivocación, borra con el pie las letras o los números descaminados y, antes de volverlos a asentar, calcula ayudándose con el movimiento de los dedos o el sonido acompasado de su propia voz. A veces, al detectar el yerro, se rasca la cabeza y retrocede, como si una mirada de conjunto le ayudara a prevenir otras faltas.

Aparte de realizar estos cálculos durante la mayor parte de la jornada, Moisés se ocupa del lavado de la loza del comedor. Por un lado anota guarismos de equivalencia desconocida; traza, obsesivamente, grafías que reiteran un cálculo o un orden inalcanzable (una escritura apócrifa o una profecía que no termina de ser enunciada). En términos lacanianos, reitera compulsivamente una faena correspondiente al registro simbólico, una escritura que no puede detenerse ni manifestar el trasfondo oscurísimo que empuja su trazo. Por otro lado, Moisés borra constantemente los errores cometidos en el piso, así como elimina día tras día las manchas, los residuos y la suciedad de los platos. Busca, quizá, cumplir un íntimo ritual expiatorio o limpiar los indicios dejados en la escena de un crimen; aquél cometido detrás de los muros, del otro lado de la memoria y de la historia. Busca desalojar los espectros que opacan la razón o, por el contrario, convocar desde el lado nocturno lo que no puede remediar la cordura.

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