Por Bernardo Neri Farina, escritor, docente y periodista
“La casa de la calle 22” es una novela que sacude la comodidad del lector pasivo y que nos exhibe a una Susana Gertopán en su plena madurez creadora, en estado de gracia literaria, para orgullo de las letras paraguayas y para alborozo de su comunidad enraizada en el dolor y revivida en la esperanza en este Paraguay que la cobija.
Una buena novela constituye siempre una amenaza para la comodidad del lector. La alta literatura es aquella que conmueve, emociona, estremece, sacude, provoca, apasiona, apena, alegra, sofoca, sobrecoge, agita, sorprende, inquieta. No es un mero entretenimiento pasatista. Cerrar una buena novela nos lleva a permanecer durante algún tiempo profundamente turbados. Una buena novela no nos introduce solo en una aventura: nos aloja en la vida misma, una vida que engloba varias vidas establecidas en algún espacio ignoto y que el escritor rescata.
“En la literatura todo parece verdad porque ocurrió todo”, decía ese estupendo narrador que fue Tomás Eloy Martínez.
La literatura ha sido erigida por el ser humano para tratar de entenderse a sí mismo y tratar de comunicarse con su entorno a partir de ese entendimiento. Solo conociéndonos a nosotros mismos podemos tener una relación armónica con nuestro entorno.
INTERPRETAR EL MUNDO
Quien escribe, en especial quien escribe literatura, no retrata ni reproduce el mundo. Lo interpreta desde su propio intelecto y desde su propio sentimiento. Por eso el escritor está en la perenne búsqueda de sí mismo para, desde sí, conocer también a los demás con el fin de poder desentrañar todo aquello que lo aflige. Literatura es buscarse y buscar a los demás.
Eso se palpa plenamente en esta nueva novela de Susana Gertopán, “La casa de la calle 22”, que tiene la potencia suficiente para desarticular la actitud pasiva del lector y tornar a este un ser absolutamente dispuesto a acompañar de manera consciente una intensa odisea.
No estoy seguro de que yo conozca a otra escritora tan entregada a esa interminable búsqueda de sí misma a través de la literatura como Susana. Su mente es una poderosa atleta literaria en carrera tras metas y metas. Así han nacido sus novelas; de su inquietud, de su ansiedad constante y de algo que es fundamental en la existencia de Susana: su profunda lealtad a sus raíces. Aun con sus dolores, aun con sus angustias, aun con sus incógnitas.
Casi como un cometido inexorable e insoslayable, desde “Barrio Palestina”, su primera novela, Susana ha venido contándose su historia a través de la historia de sus antepasados y la historia de su comunidad. Quizá esto haya sido o sea para ella un imperativo ético que no puede eludir.
Recuerdo que alguna vez le dije si no se atrevía a escribir una obra que no tuviera que ver con la interpretación de los dolores de su pueblo. Después me cuestioné yo mismo: qué derecho tenía yo de pedirle que hiciera aquello que ella no sentía. Y conste que escribió una estupenda novela, “El señor Antúnez”, ganadora del Premio Municipal de Literatura 2016, en la que se desprendió de su temática recurrente para enfocar la visión del escritor desde la perspectiva de quien no lo es. Y luego vino otra novela notable: “Primera pregunta”.
TRAS LA MEMORIA
Conozco algo la génesis de su más reciente novela, “La casa de la calle 22”. Hace algún tiempo, en nuestras reuniones de almuerzo en su casa con varias personas de la literatura, Susana comenzó a hablar de su intención de ir tras la memoria de su abuela materna. Viajó a Vilna, Lituania. A su regreso nos contó su experiencia, con ese entusiasmo de niña grande con que cuenta las cosas que a ella le llenan espiritualmente. Había encontrado la casa de su abuela materna. Después el tiempo de la pandemia sembró el tiempo de la distancia.
Y luego ya supe de la edición de “La casa de la calle 22”, novela con la que se estrena en la literatura grande la editorial Rosalba, del entrañable compañero Javier Viveros.
En esta novela, Susana escribe sobre su experiencia espiritual extrema en Vilna. Pero no retrató ese mundo ni la razón por la que fue allá, sino que recreó todo y formuló un mundo en el que la imaginación, la fantasía y la realidad se engarzan como en una joya pura e impecable.
Es que detrás de la realidad real de su viaje a Vilna estaba la Susana escritora que no transige con lo sencillo, sino que busca experiencias únicas más allá de la superficie. Y así creó la historia de Nina y Ema, una sobreviviente del Holocausto residente en Asunción, y la del álbum de fotos antiguas que Ema había traído de Vilna y que se lo dejó a Nina como herencia; y la historia de esa Nina inserta en un contexto de peripecias humanas: Nina, la niña-adolescente-adulta que tenía en Ema su refugio espiritual y, al mismo tiempo, la persona que la impulsaba a huir de la insoportable realidad para buscar aquello que estaba más allá de la banalidad de su vida.
Y luego, el protagonista de protagonistas de esta novela: el gueto de Vilna, donde Susana se transmuta inflexiblemente en Nina, no para convertir a la novela en una autobiografía, sino para que la realidad dura, cruel de aquel ambiente no se diluyera en una mera historia escrita con frialdad desde la omnisciencia. Había que escribirla desde dentro de la angustia de sus ancestros mismos.
CONVERTIRSE EN UN PERSONAJE
Uno de los grandes logros de Susana en esta novela es haber encontrado un personaje, Nina, en la que ella se implanta para manejar los sentimientos desde el gueto. Allí, en Vilna, estaban todos los dolores, toda la memoria, toda la crueldad soterrada, todas las respuestas a enigmas que la autora fue sembrando a lo largo de la novela. Como la razón de la costumbre de Ema, sobreviviente e inmigrante del gueto de Vilna, de caminar descalza, con sus pies deformados, a lo largo de su patio asunceno.
“Yo quería convertirme en un personaje inventado por mí”, dice un pasaje de la novela en sus inicios. Esta es una auténtica proclamación de la razón literaria de Susana Gertopán. Ella está siempre en la búsqueda de personajes. Solo que esta vez el personaje, Nina, la buscó a ella para darle la oportunidad de desprenderse de todas sus angustias, de sus miedos, de su tristeza, de sus nostalgias, de la búsqueda casi inconsciente de ese “ardor” que solo pudo hallar en lo “prohibido” mientras la cotidianeidad la abrumaba.
Algunas veces me da la sensación de que Susana misma es un personaje inventado por ella misma. Por eso se pasa escribiendo novelas. Su mente no descansa nunca, está fabulando siempre. Susana fabula en soledad. Ama fabular, y como fabula en soledad, ama su soledad. Al final, esa soledad ella la convierte en literatura.
“La casa de la calle 22” es un canto a la lealtad de Susana Gertopán a sus orígenes. Es una reivindicación de su pueblo sumido en los tantos dolores que le deparó la historia especialmente en el siglo XX. Es un encuentro consigo misma en medio de ese juego de búsquedas que juega Susana sin solución de continuidad.
La novela es una implacable odisea interior, llena de angustias, que lleva a la protagonista a cruzar el planeta detrás de unos fantasmas fotográficos, corporizados luego en la memoria recuperada y en el amor a los recuerdos rescatados desde las silenciosas piedras del gueto de Vilna.
“La casa de la calle 22” es una novela que sacude la comodidad del lector pasivo y que nos exhibe a una Susana Gertopán en su plena madurez creadora, en estado de gracia literaria, para orgullo de las letras paraguayas y para alborozo de su comunidad enraizada en el dolor y revivida en la esperanza en este Paraguay que la cobija.