Por Bea Bosio

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Era una tarde de noviembre cuando ocurrió aquél mágico instante: Don Armando Manzanero había tomado el taxi que lo llevó a la ave­nida Insurgentes Sur, a la altura del 890 donde estaba el Cabaret la Fuente. Ahí lo esperaba Carmita Jiménez, la cantante boricua con quien andaba componiendo cancio­nes. El clima estaba pesado cuando subió al coche, pero Don Armando más bien sentía la liviandad del buen talante: Le habían pagado esa mañana la quincena en la editorial, y además en el bar donde tocaba por las noches. Ya andaba con buen billete cuando Carmita también decidió que ese día le paga­ría las colaboraciones.

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–Caray se me juntan tres sueldos– exclamó el artista contando el dinero y lo pri­mero que pensó fue llamar a su familia para celebrar cenando en algún restau­rante. Con una mirada rápida recorrió el cabaret y vio un teléfono al fondo de un pasi­llo –apostado contra una pared– como una suerte de confesionario para román­ticos embriagados con ganas de inmolarse.

Tomó el tubo decidido y marcó a su casa.

–La señora acaba de irse– le dijeron de su esposa María Elena –Se ha llevado a los niños al cine.

Don Armando colgó decep­cionado, pero luego pensó en Alfonso García, un gran amigo que podría acompa­ñarle. Mas cuando llamó a su oficina, la voz de la secre­taria le anunció que tampoco estaba disponible.

–Ya no creo que regrese esta noche –fue la sentencia que lo invitó al vacío de las frus­traciones. Entonces pensó en su madre. Acaso ella tendría ganas de celebrar la bonanza de esa feliz con­vergencia de billetes. Como esposa de un músico, sabía de los sacrificios de aquel arte más que nadie.

–Ay Mijito, si quieres venir te hago un par de huevos fritos, que es lo que tengo en la casa.

Pero Don Armando que­ría celebrar comiéndose un buen plato de comida en un restaurante. Ya sin nadie a quien llamar, miró el caba­ret vacío, y en medio de las luces de neón el silencio se le hizo gigante. Había peleado tanto por ganarse un lugar en la música y trabajado desde siempre para ayudar a sus padres. Más de 1.300 kilóme­tros lo alejaban de su Mérida natal, donde estaban sus raí­ces. De aquel mágico rincón donde lo había arrullado en maya su abuela Rita, quien le enseñó a amar su legado indígena. A veces todavía la pensaba, acunándolo en vocablos ancestrales.

Solitario y pensativo, por última vez miró el teléfono antes de marcharse. Que­daba un número a quien mar­car en Sinaloa, aunque sabía que ya no era posible hacerlo en ese instante. El recuerdo lo golpeó de repente. No ven­dría a cenar, claro.

Si ella era imposible e innom­brable. La eterna ausente.

Don Armando se sacu­dió el recuerdo y saliendo del cabaret, cruzó la calle. Cenaría en el Doral, un res­taurante famoso de aquel entonces. El clima seguía pesado, con la humedad agobiante de un cielo car­gado en el horizonte. La gente trajeada salía de las oficinas y la vida transcu­rría ajena a la soledad del cantante. Para distraerse, escogió una mesa al lado de la ventana, y cuando el mozo le acercó el menú ordenó un filet mignon jugoso, y una cerveza para no renegar del todo sus raíces populares.

Mientras esperaba su plato volvió a pensar en ella. A la que no había podido llamar, pero habitaba su mente. El deseo y la añoranza de nuevo como ráfagas, en el preciso instante en el que el cielo plo­mizo se cargaba aún más de grises. Y de pronto, la melan­colía comenzó a llover con todas sus voces. Esta tarde vi llover –escribió en una servilleta mientras veía a la gente apresurar el paso para cobijarse. Vi gente correr. El asfalto se llenaba de char­cos y se nublaban sus ojos de repente y no estabas tú…

La otra noche vi brillar… un lucero azul y no estabas tú…

Y no estabas tú. La frase recu­rrente de un tiempo que pasa lejos de a quien se quiere.

Atrás había quedado el venta­nal. El bolsillo lleno y la ave­nida Insurgentes. El maestro viajaba en el tiempo y en el fervor de la rima hacía brotar del manantial de su alma una de sus más bellas canciones…

*Hace un par de días y con motivo a la muerte del músico, un gran amigo de Armando Manzanero reveló que al tema “Esta Tarde vi llover” (cuya histo­ria recreada en esta crónica es a partir de lo relatado por el propio cantante) le faltaba una pieza fundamental: La musa, que había sido guar­dada en secreto profundo por Don Armando. Aunque fue excluida de la historia oficial, aparentemente en el alma de esa ausencia está la imagen de una mujer sinaloense, amante del músico, a quien él le habría dedicado estas rimas y un disco entero, en ese su universo prolífico que nos hizo vibrar a todos al son de más de 400 canciones. A la salud de ella, si existió. Y del amor. En tu memoria, Maes­tro. ¡Gracias!

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