En el 2011 una madre que cayó en una profunda depresión asesinó a sus dos pequeñas hijas con una saña particular que desmembraría el silencio en Luque. Nadie más que ella conocería el verdadero trasfondo de su infernal decisión
Por Óscar Lovera Vera
Periodista
Caminó cinco cuadras hasta la estación de policía de la ciudad, la comisaría 50. Calzaba unas zapatillas de goma, un vestido largo y floreado que le cubría hasta las rodillas. Su cabello, un tanto despeinado, formaba estrías en su rostro brillante por el sudor. Su mirada penetrante apuntaba al final de la calle, sabía en qué dirección caminar y estaba decidida a relatar lo que ocurrió. Todo aquello que hizo para ella fue el punto final de una historia de dolor.
Sin ponerle preámbulo a lo que cargaba para contar lo dijo sin rodeos y, al parecer, sin lamentar. Adolfina, con frío relato, explicó lo que había hecho a sus hijas en un despojo y sin llanto. “Maté a mis hijas, con un machete y un puñal, sus cuerpos los dejé en casa, deberían ir a corroborar”.
El agente la miraba, como intentando descifrar, si aquello fue una jugarreta porque lo dijo sin titubear. –¿Señora habla usted en serio? Interpeló el policía al paso de sujetar su arma en la cacha. –Así es señor agente, no mentiría con algo así –contestó Adolfina y tomó asiento en la portería, sabiendo bien lo que vendría, su detención preventiva.
Florida esquina Los Pinos, dijo Adolfina. Era la dirección de su domicilio, rápidamente se rodeó de vecinos. Absortos por lo ocurrido no comprendían la acción, no asimilaban lo sucedido.
Una pequeña ventana de madera separaba a los intervinientes de los curiosos y familiares de las niñas, ellos en la mirada lejana buscaban pero no encontraban un pequeño atisbo de consuelo.
El forense y los agentes de Criminalística encontraron evidencias que contradecían su primer relato.
Las niñas fueron asesinadas cuando desayunaban, al momento de tomar el alimento, aprovechó la distracción que tenían ambas y las azotó con el machete para arrojarlas al suelo, ahí las apuñaló con determinación y crueldad.
La escena fue limpiada con la ropa de las pequeñas y los cuerpos arrastrados hasta la habitación. María Lina Naumann, una fiscala joven en el cargo, escuchaba la barbarie en el relato. Su experiencia no la investía con la tosquedad necesaria para anular sus emociones, fue imperiosa la fuga de una lágrima; necesitaba dar el luto al sufrimiento de esas niñas. Ella no resistió el momento y, aún más, al escuchar que la mayor de las pequeñas debía cumplir diez años a la mañana siguiente.
¿UN CÓMPLICE?
Con la confesión de Adolfina, no había mucho que investigar para la Policía, aunque un rumor condujo a un procedimiento más cuatro días después del asesinato, ocurrió en las calles Cedro casi Quebracho, en el barrio Laurelty de Luque, a unas diez calles de la casa del sospechoso, en la villa 9 de Marzo.
Los agentes querían demostrar, o descartar, si aquellos dichos de la participación de un cómplice eran ciertos. Algunos vecinos declaraban –con ciega convicción– la visita de un hombre la noche antes del crimen.
Ese hombre fue Juan de Dios Flores y lo demoraron hasta demostrar lo contrario. El hombre de 48 años años acabó preso, las versiones de la familia de las niñas tenían un peso significativo para la fiscala. Con vehemencia dijeron a Naumann que Flores abandonó la casa durante la madrugada, aunque ello no coincidía si tenían en cuenta la hora de la muerte. Al menos tres horas antes de su salida.
Juan con el tiempo fue desvinculado de la investigación, no hubo más para sostener su participación y las solas versiones de algunos vecinos no sumarían para retenerlo como compañero de sangre.
PREMONITORIO
Un puente a un sitio de no retorno. Adolfina con el tiempo fue perdiendo noción de sí. Fue notable el desgaste en la salud mental al quebrarse la unión de su familia.
Eso comenzó a notarse en su comportamiento con sus otras dos hijas adolescentes. Peleas y reacciones violentas condujeron a las niñas mayores a vivir con su abuela paterna, esa fue la primera vez que sintió el desmoronamiento del cimiento de su familia.
La comunicación con sus hijas, primero, fue esporádica, cada vez con menor frecuencia. Una de las últimas ocurrió el día antes del crimen. Susan, de 19 años, y Carolina, de 13 años, conversaron por separado con su madre, solo se pusieron al día y ella se oía normal, nada que llame la atención o despierte la preocupación.
Sin embargo, se negaron a visitarla, por el pasado. Preferían evitar el contacto con ella, a consecuencia de los episodios de violencia a los que las sometía, al igual que las niñas. Esta confesión llevó a la abuela a pedir la tutela ante la Consejería Municipal por los Derechos de los Niños y Adolescentes o Codeni, por las siglas.
Sin embargo, las dos veces que solicitó la custodia –respaldándose en los problemas de conducta– fueron rechazadas y nunca pudo aislar a las niñas de lo que entendía era premonitorio, algo peor podría pasarles.
UN EPISODIO TRAS OTRO
Los estudios toxicológicos y siquiátricos confirmaron lo evidente, el trastorno estaba presente en su vida y Adolfina recibiría una condena diferente, breve. La llevaron a la cárcel de Mujeres Casa del Buen Pastor. En el 2016 abandonó la prisión, después de tres años de su fugaz paso. Con una orden judicial, la internaron en el Hospital Psiquiátrico sobre la residencial avenida Venezuela en el barrio Jara de la capital. Pero su estadía, en ese lugar, también sería breve y traumática. Escapó al año de su internación y volvió a su viejo barrio.
Su presencia era notable y la temían. Nadie podía obviar que se trataba de la mujer que mató a sus dos hijas. Sus familiares la recogieron y, otra vez, fue entregada al hospital mental.
El tiempo pasó y consigo pudo traer algo diferente para la mujer, logró controlar su ansiedad y conducta violenta, eso dijeron. Logró un tratamiento médico ambulatorio, varios medicamentos para controlar su afección, permitiéndole volver a su casa.
Pese a sus esfuerzos, y el de sus parientes, por controlar el irascible impulso, con costosos medicamentos, ella no pudo evitar el demonio que decía impulsarla.
LUNES 6 DE ENERO, 2016
Esta fue la fecha en que Adolfina regresó al encierro, luego de herir a una vecina: Demesia Ramírez, una mujer de 68 años. La apuñaló con un cuchillo dentado de cocina. Con prisa la mujer fue socorrida en el hospital de la ciudad, y Adolfina conducida por segunda vez a la comisaría 50 de esa misma localidad. En esa ocasión la fiscala Sandra Ledesma la procesó por lesión grave y pidió su prisión en el sitio donde ella conocía bien que la contención era diferente, era aún más violenta.
DOS EN EL SILENCIO
Rememorando el episodio con sus hijas, con pocas palabras, Adolfina se manifestó ante los medios respecto a lo que sucedió.
La mujer, que parecía estar fuera de sí, intentó justificar el hecho hablando de los constantes desacuerdos que tenía con el padre de sus hijas, pese al distanciamiento que llevaban.
En algún momento de su oscuro comportamiento, Adolfina profundizó su teoría sobre su acción criminal. Ella sostenía –con firmeza– haber evitado el sufrimiento a sus hijas, arrebatándoles la vida sin pudor. Dijo que estaban envenenadas y al quedar las dos en silencio les evitó una pena mayor…
FIN