Hubo una vez una capilla, opulenta, concurrida, famosa, en el extremo meridional del lago Ypacaraí, en el valle de Pirayú, como se lo conoció durante la segunda mitad del siglo XVIII. Pudo ser el origen de un pueblo, como muchos otros del Paraguay profundo. En este relato, contamos el derrotero de su existencia, desde su fundación hasta su decaimiento en época del Dr. Francia. El oratorio Quiñones es parte de la historia social de nuestro país, de nobles y esclavos, de ricos y pobres, de glorias y derrotas poco conocidas.
Por Jorge García Riart*
(*) Presidente del Centro de Investigaciones de Historia Social del Paraguay.
CAMINO DE AZARA
En 1784, el demarcador de límites de las posesiones españolas en el Paraguay, Félix de Azara, haciendo el recorrido pertinente a su trabajo, avistó el llamado Oratorio de Quiñones en medio del valle del arroyo de Pirayú con la laguna de Ypacaraí; en su agenda apuntó las coordenadas de ubicación y algunos detalles geográficos más.
En el tiempo de su paso, habían transcurridos ya dos años de la defunción (12/01/1782) del arcediano del Cabildo Eclesiástico de Asunción, Andrés Félix Quiñones, quien fue tutor por sucesión de la capilla destinada a misas y servicios de la feligresía adyacente a la extensa propiedad familiar.
Azara, en su Diario, insinúa que desde Itauguá acudía un clérigo para hacer misas en la rural ermita de Quiñones. Sabemos ahora por el testamento del arcediano que la misión le correspondió al teniente cura Gerónimo Quiñones, su sobrino, quien también debió recibir parte de la herencia (ver registros de la Catedral Metropolitana).
El origen de la Capilla Quiñones al parecer no se debe al arcediano sino a Margarita Quiñones, viuda del sargento mayor Francisco Cavañas Ampuero (también heredero de la alquería de Yaguary), quien 40 años atrás de la visita de Azara, pasó a nombre de sus parientes las propiedades que poseía fuera de Asunción (ANA, SNE, vol. 24, n. 1, f. 22).
MARGARITA QUIÑONES
El 27/03/1762 falleció doña Margarita, una mujer bastante poderosa a juzgar por el abolengo familiar. Relatores extranjeros dijeron que la familia Quiñones, a mediados del siglo XVIII, “disfrutaba de una sobresaliente posición social y cuantiosos bienes de fortuna” (Felipe Barreola Laos).
En efecto, la hija de Andrés Quiñones Osorio y de María González de Guzmán dejó en herencia una capellanía de 10 fanegas de tierras de labor en Itauguá cuyos lindes, según la escritura que encontramos en el Archivo Nacional de Asunción, ¿podrían coincidir con las observaciones de Azara?
El documento señala que la propiedad cedida para rezar misas –al menos ocho cada año– estaba delimitada al norte con la posesión de Lourdes Escobar, al sur con los herederos de Cristóbal Villalba; al este con el arroyo Yuquyry-mini (conocido también como Salinas) y al oeste la mitad de la montaña (ANA, SNE, vol. 24, n. 16, ff. 22-23).
Entre otras indicaciones dejadas por la testamentaria estaba que su hijo Francisco Cavañas Quiñones nombrase a su parecer un capellán católico y de su mismo linaje. Suponemos que por obvias razones asumió esta responsabilidad Andrés Félix Quiñones, entonces chantre de la Iglesia Catedral.
EL ARCEDIANO DE LA CATEDRAL
El arcediano Quiñones también dejó por escrito su testamento unos meses antes de su deceso. De puño y letra, está guardado entre las actas de bautismo de la Catedral de Asunción, hecho que no es extraño ya que sirvió 38 años continuos al Cabildo Eclesiástico, compartiendo honores con el deán Antonio Caballero de Añazco, entre otros.
El gobernador C. Morphi dijo del clérigo Andrés Félix que era “adictísimo al servicio de las almas” (Historia de la Iglesia en el Paraguay, p. 160). En otro volumen del Archivo aparecen las posiciones que ocupó: tesorero, comisionario, juez apostólico de la Santa Cruzada, subdelegado del Obispado y juez mayor de rentas (ANA, CyJ, vol. 1297, n. 6).
En su memoria dejó la capilla y estanzuela del Valle de Pirayú, con todos los edificios y los ornamentos a su hermana Melchora (soltera) y a su sobrina María del Carmen Martínez, sus principales albaceas. También incluyó en el destino de otros bienes a un sobrino llamado Vicente Carrillo Jara, hijo de María Cabañas Ampuero.
El eclesiástico poseía otras vastas tierras adquiridas por compra, herencia o donación. En este último caso, están las tierras en el Valle de las Salinas (Areguá) que pertenecieron a Eugenio González y que luego él, en 1747, los donó al Convento de los Mercedarios (ANA, CyJ, vol. 1334, n. 4, f, 21).
LA HERENCIA DE CARMEN
María del Carmen Martínez, heredera de la Capilla Quiñones, se casó con el boticario catalán Juan Gelly, funcionario al servicio de la corona española en Oruro y luego emigrado al Paraguay. Tuvieron dos hijos: Juan Andrés y María Luisa, bautizados en Pirayú en 1790 y en Asunción en 1793, respectivamente.
Doña Martínez, advirtiendo una posible muerte al parir a su hija, se adelantó en lacrar un testamento teniendo como testigos a su marido y otros vecinos. En la nota abierta años después se leen las cuentas de la capilla de Pirayú que entre otros bienes tenía mil cabezas de ganado, tambos y ranchos de peones (ANA, PyT, vol. 49, n4).
Juan Andrés volvió al Paraguay tras su formación en Buenos Aires con 21 años, justo antes de los movimientos por la Independencia. Pero, al asumir el Dr. Francia la Dictadura, se envolvió en el partido porteñista por lo que obligadamente salió de nuevo del país, dejando una hija natural de nombre Francisca Dolores (ver registro de la Catedral, 10/05/1813).
En Asunción quedó su hermana como madrina de la párvula y administradora de las propiedades y bienes de la familia Gelly. Pero Francia la prohibió salir de la Ciudad, de modo que la Capilla Quiñones quedó “a merced de cualquier incursión” durante 14 años, como declaró Juan Andrés en una carta dirigida a su esposa Micaela Obes.
OCASO DEL ORATORIO
Efectivamente, el predio del oratorio y los caminos adyacentes quedaron abandonados. En 1821, el Cabildo, Justicia y Regimiento de Asunción entendió que eran necesarios arreglar el sendero del monte de Guazuvirá y el que “gira por el Paso de Quiñones de Itauguá” para utilidad pública y abasto de materiales de las obras del Estado (ANA, SH, vol. 236, n.1, f. 6v).
Gelly hijo retornó después de 30 años a territorio nacional, a principios de 1845. Ya estaba en la presidencia C. A. López, quien en primera instancia le puso restricciones para el ingreso celando de sus contactos con otros personajes del Río de la Plata. Venía con empleados traídos del Brasil que no pudieron entrar.
Confinado en Villarrica, Gelly insistió con el Presidente a que se le devuelva su condición de ciudadano de la República. Entre otras cosas, tratando de convencer a López, le señaló su deseo de dedicarse a la agricultura en las tierras del Valle de Pirayú. Pero más tarde, confesó: “Ignoraba que había perdido esta propiedad” (ANA, SH, vol. 273, n.8.2, f. 13).
“Contaba con esta propiedad para dedicarme al género de la plantación que me proponía emprender”, escribió Gelly. Las tierras en Pirayú en manos del Estado pudieron cumplir otro fin. En 1841, Juan Tomás Agüero reportó que en la costa del arroyo de Pirayú había dos caballos en la posta y 12 más en otra parada ubicada entre Guazubirá y el arroyo Ramírez (ANA, SH, vol. 399, n. 9, f. 32v).
EL DESTINO DE LOS GELLY
Persuadido Don Carlos de las competencias de Juan Andrés Gelly, le nombró embajador del Paraguay en Montevideo y en Río de Janeiro, y estando fuera del territorio nacional, sostienen algunos, redactó la obra “Paraguay, lo que fue, lo que es y lo que será” (1848) como descargo a la política de Francia.
Luego de servir al Paraguay como diplomático y de acompañar a Francisco Solano López a Europa, también como redactor de El Semanario, falleció en Asunción, en 1856. El año antes, dejó un testamento dedicado especialmente a su hijo Juan Andrés Gelly Obes (militar argentino). Entonces, ya no movía la manera derecha.
“Quiero y deseo que los bienes, muebles y semovientes [ganado] que se conocen por míos se haga inventario, tasación y venta por los albaceas…”, escribió el viejo funcionario (ANA, PyT, vol. 91, n. 10). De la capilla y de las tierras en el valle de Pirayú no aparece ni una sola letra.
Luisa Gelly solicitó en 1866 la compra de una población en la capilla de Luque donde funcionó una escuela de primeras letras. “No hay lugar a la venta”, respondió el vicepresidente Sánchez (ANA, SH, vol. 399, n.9, f. 67). Quizás fue su último recurso. Dicen que durante la Guerra Grande anduvo errática (en J. A. Gelly de Antonio Ramos, 1972, p. 474).
QUÉ HABÍA EN LA CAPILLA
¿Cuál santo fue venerado en Capilla Quiñones? Las influencias de los Mercedarios o de los Predicadores (Dominicos) pueden darnos pistas. Pero no es lógico escapar tampoco de la tradición jesuítica, de cuya colonial iglesia en Asunción, las Quiñones, Margarita y Melchora, eran feligreses (ver testimonio de Javier Iturri, sj, cuando la expulsión en 1767).
En los testamentos de estas señoras, sin embargo, no encontramos específicamente mención a advocaciones que pudieron persistir en la Capilla del Valle del Pirayú. Sí hallamos, en los escritos, algunos materiales que, a criterio de las testamentarias, tenían mucho valor para la hacienda (ANA, PyT, vol. 49, n. 4).
El legado de María del Carmen Martínez, por ejemplo, grafica la opulencia de la Capilla (o la estancia) Quiñones. En el inventario apuntó cuatro mates chapeados de plata y dos bombillas de plata, cinco tachos de cobre medianos, un estribo de plata, un chapeado de plata, un recado de montar a caballo y un mandil de paño de grana con galón de plata.
LO QUE NO FUE
Muchas ciudades del Paraguay surgieron por vecindad espontánea alrededor de una cabeza de estancia o de una capilla. En Historia de la Iglesia en el Paraguay (AAVV, 2014) leemos que los oratorios o capillas familiares cumplieron un rol importante en la formación de pueblos (p. 193).
La ubicación de la Capilla Quiñones aparece en importantes cartografías que refieren al Paraguay, incluso como punto de referencia de caminos reales, pasos y accidentes geográficos. Francisco Aguirre, en su Diario (1794), recuerda que Azara pasó por ahí y “tal vez que lo observe todavía yo”.
Pero hemos dado cuenta en estas hojas que el derrotero de las sucesivas herencias se comportó en detrimento de la capilla, a pesar de los esforzados intentos de las testamentarias que las tierras no se vendan, que sirvan para la labranza o que continúen en la prosapia familiar.
La historia de la Capilla Quiñones es la historia de una vecindad que no fue. A su alrededor, persistieron la capilla de los Fleytas, hoy Capiatá, o la capilla Gayoso, hoy Pirayú. Una parte del Valle de Pirayú se convirtió en estación Guazuvirá, que se llamó Tacuaral y, desde 1887, Ypacaraí.
Cuando cayó la barrera de Humaitá en la Guerra Grande, los aliados entraron a Asunción y desde ahí persiguieron a Solano López. Borrada la memoria de Quiñones, los únicos edificios emblemáticos que encontraron en pie, siguiendo la vía del tren, fueron la gótica Estación de Patiño-cué (Itauguá) y la señorial casa de verano de Alicia Lynch.
EL NEGRO FRANCISCO
Hay que considerar que al igual que otras provincias coloniales, en el Paraguay persistió el régimen de esclavitud o cosificación de la persona de piel oscura. Por ello, es común encontrar en codicilos la cesión o donación de negros y pardos como si fueran bienes o propiedad particular.
Por ejemplo, en el legado de Carmen Martínez a sus hijos se explicita que el negro Francisco “que asiste en la Estancia [suponemos la de Pirayú], no se venda, sino que permanezca en ella trabajando, a quien se le dará un poncho, y a su mujer cuatro varas y media de bayeta para pollera, y una manta, y otra manta a su hija”.
El negro Francisco fue adquirido por Martínez entre “cuatro piezas de esclavos” con anuencia y noticia de su marido Juan Gelly. Otros siervos de Doña Carmen, que encontramos individualizados en su testamento, llevaban estos nombres: varones, Lorenzo, Juan, Pedro, Juan, Esteban y Félix; mujeres, Ygnacia, Martina, Juana Paula y Rita.
Si los negros de Quiñones no fueron expropiados para el servicio público y sus descendientes sobrevivieron hasta el inicio de la Guerra contra la Triple Alianza es probable que hayan sido reclutados para las armas o cedidos a la campaña como una manera de que sus dueños se libren también de la movilización.