Por Bea Bosio

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Eran las 8:55 de la noche de un domingo 23 febrero, cuando en pleno lobby del Hotel Lincoln en La Habana, el pentacam­peón mundial de la Fórmula Uno –Juan Manuel Fangio– sintió el frío del cañón de una pistola en la espalda.

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–Disculpe, Juan, pero me va a tener que acompañar –dijo quien apuntaba el arma, con la formalidad de un caballero.

Si Fangio se asustó, no lo demos­tró en absoluto. Y con la misma sangre fría con que devoraba las pistas, siguió al hombre alto hasta un Plymouth verde que esperaba afuera. Subieron los dos, y el coche aceleró por la calle Virtudes perdiéndose en la penumbra de la noche. Corría el año 58 en tiempos del gobierno de Fulgencio Batista.

Juan Manuel Fangio era una celebridad internacional en aquel entonces: del 51 al 57 se había hecho de cinco títulos y dos subtítulos mundiales, y estaba en la Habana para com­petirenelGranPremiodeCuba, marcado para el día siguiente. Unas horas más tarde, el Movi­miento 26 de Julio, que acti­vaba en la Sierra Maestra, se atribuiría la autoría del secues­tro. Según dijeron, el objetivo del crimen era publicitario – debido a la gran repercusión del caso– y una buena manera de ridiculizar el gobierno.

–Si nos descubren vamos muer­tos –se lamentó uno de ellos en el auto, y fue el propio Fangio quien sugirió que tal vez podía ponerse una gorra y unos ante­ojos, para no ser reconocido.

Pero no tenían nada de eso y el coche siguió su rumbo con la víctima a rostro descubierto. Hubo un cambio de vehículo y luego llegaron a un departa­mento. Accedieron a él por una escalera de incendios. Nuevas caras para Fangio en ese insó­lito momento: Una mujer y un niño en un cuarto. Un hombre herido en el otro. Y los revolu­cionarios conversándole de carreras y pidiéndole disculpas todo el tiempo. Luego otro auto y otra casa. Esta vez camuflada en el Vedado –corazón aristo­crático de la Habana. El olor a frito en la cocina y unas papas fritas deliciosas “a caballo”. Una cama cómoda esa noche, donde pudo conciliar el sueño.

Oficialmente –y para no darle atención a los rebeldes– el gobierno decidió no dar noticias del secuestro. El evento mar­cado para el lunes 24 se man­tuvo y cada piloto llegó al male­cón a ocupar su puesto el día de la competencia, escoltado por un agente de la policía secreta.

Esa mañana le trajeron a Fan­gio los diarios. “Hoy es el gran día” –dijeron, pero el crack del volante prefirió no leer ni ver las noticias si no iba a estar corriendo–. Y resulta que esa carrera iba a dar que hablar de todas maneras, pues suce­dió una tragedia en medio de la pista allá por la sexta vuelta: Un piloto de pronto perdió el mando embistiendo una tri­buna y fueron ocho los muertos y 32 los heridos. Con semejante percance, el Gran Prix de Cuba quedó finalmente suspendido.

Desde ese momento quedó claro que era hora de libe­rar al campeón del mundo. El operativo se realizó a través de la Embajada de Argentina en Cuba, aprovechando que el embajador, almirante Raúl Lynch Guevara, era primo del mismísimo Ernesto Che Gue­vara.

Al despedirse, luego de 27 horas de cautiverio, los secuestra­dores –con autógrafos de por medio– le dijeron:

–”Fangio, usted será nues­tro invitado de honor cuando triunfe la Revolución”.

Y lo cumplieron.

Un año más tarde, Batista sería derrocado por Castro, El Che Guevara y Camilo Cienfuegos, y Fangio man­tendría la amistad con sus captores de por vida. Tanto que incluso durante los últi­mos meses de Batista, jamás los delató y hasta intentó interceder por Manuel Uziel (quien lo había encañonado en el hotel) tratando de evi­tar su fusilamiento.

En 1982, siendo Fangio presi­dente honorario de la Merce­des Benz de Argentina, volvió a Cuba y fueron ellos a recibirle al aeropuerto. Fangio también fue anfitrión de uno de ellos, años más tarde en Buenos Aires. El lazo afectivo nunca se cortó, al punto que desde Cuba le llegó un mensaje de sus “amigos secues­tradores” al cumplir 80 años, y cuando el gran Fangio murió en 1995, en su sepelio hubo sen­das coronas de flores sintiendo su muerte, a nombre del Movi­miento 26 de Julio y otra a título personal, del legendario coman­dante Fidel Castro.

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