Por Ricardo Rivas, periodista, twitter: @RtrivasRivas

12.576 días después de aquel gol que en la historia del balompié se conoce como “la mano de Dios”, millones de personas lloran porque El Diego se encaminó por ese túnel inevitable que conduce al vestuario eterno. Por esa razón poco razonable pero infinitamente comprensible, el jueves pasado, en la Argentina y en una buena parte del ecosistema fútbol no amaneció. El astro mayor que iluminó, ilumina e iluminará los campos deportivos en la latitud o longitud que fuere y los mismísimos potreros donde cada pibe sueña con ser él, no pudo quebrar la línea del horizonte.

DULCE COMPAÑÍA

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El Diego, desde cuando era El Pelusa y jugaba con los cebollitas, marca el sístole y el diástole de esa pelota que “no se mancha”, como él nos lo dijo a todos desde el círculo central de la Bombonera, ese estadio-templo para “la mitad más una”, entre las que se encuentra mi amiga, jefa y compañera, Marycruz Najle. Diego Maradona, dulce compañía… No puedo creer. Aún lo veo, junto a aquel petiso gigantesco y creativo de los diarios y la tele de los años ’60, Nicolás “Pipo” Mancera, creador de Sábados Circulares. Al Pelusa, luego El Diego. Me deslumbró verlo, en blanco y negro –o, más precisamente, en la gama de los grises– haciendo jueguitos con la de cuero. Sí, aunque muchos y muchas no lo crean. Lo vi. La entrevista fue en una canchita de barrio, humilde. “Pipo”, con una llamativa corbata anchísima. El Pelusa, con su pierna izquierda flexionada y el pie del mismo lado sobre la redonda. Era un pibito vergonzoso que, con pocas palabras y en voz bajita, contaba sus sueños. Rulitos. Flaquito. Sus miradas tiernas, sus gestos, me permitieron saber que los sueños y las ilusiones pueden tener formas concretas. El Pelusa, sin saberlo, soñaba con ser El Diego. Así, es lo onírico. El tiempo me permitió comprenderlo. Yo, que a los veinte años creía ser periodista, en verdad, soñaba con tener el mismo oficio que el abuelo Héctor Daniel y mi querido viejo, Don Ricardo. También deseaba parecerme a aquellos enormes colegas –que sin saberlo fueron mis maestros– y escribían en El Gráfico. El Pelusa, tal vez o, seguramente, soñaba con ser Ricardo Bochini. El que entonces era Maradona nos acompaña desde cuando la tele grande era chiquita y los colores de cada camiseta estábamos obligados a imaginarlos. Al igual que el color de la tristeza, cuando las derrotas y el de las alegrías, cuando los triunfos, sólo era posible verlos, sentirlos, vivarlos o llorarlos, hacia el interior del alma del hincha que existe en cada una y cada uno de nosotros.

UN “BICHO COLORADO”

Curioso. Mi viejo, futbolero como pocos, desde su niñez era de Argentinos Juniors. Bicho Colorado, como Maradona cuando aún no era El Diego. Entendible. Cien años atrás, en la década de los años 20, mi abuelo jugaba en la intermedia de Argentinos. Después del casamiento, también supo ser de River. Vivíamos a cuatro cuadras del Monumental. Disfrutaba –como millones– los malabares mágicos de ese 10 increíble. Muchos años después, cuando Don Ricardo había partido para disfrutar el fútbol desde el paraíso, Cristian –nuestro hijo mayor– me contó que, “el abuelo, cuando íbamos a ver a River en la cancha vieja de Argentinos Juniors, veía un tiempo detrás del local y otro, junto conmigo, para hinchar por River”. Reímos con ganas cuando me reveló aquel secreto escondido en el territorio de la abuelidad futbolera. “El fútbol es así, Cristian, decía tu viejo, nos abrazábamos, me pedía que no te dijera que en la cancha nos habíamos separado, que me quedaba solo pero, lo más importante, era que volvíamos felices porque vimos jugar a Maradona”.

“EL FÚTBOL TIENE PICARDÍA”

En 1981, en la vieja radio Splendid, cuando formaba parte del equipo periodístico del programa “Radio País”, que conducía Roberto Galán, en la compañía y la voz de Osvaldo Ardizzone –ex trabajador gráfico en Editorial Atlántida y poeta del periodismo– aprendí a encontrar en el fútbol lo que, hasta entonces, nunca pude ver. A mirar, también se aprende. “¿Usted juega al truco, pibe?”, me preguntó una mañana de aquellas don Osvaldo. “Sí, aprendí en el secundario, en el Instituto San Román, en el Bajo Belgrano –mi pueblo natal en Buenos Aires– con los curas”, respondí. Me miró con firmeza aquel maestro. “Le explico: el fútbol tiene picardía. En cada amague se miente con el cuerpo para engañar al rival. Es preciso mirarse con el compañero, comprenderse y, a veces, gritarle ‘míiaaaa’, para alcanzar la victoria en soledad, pero acompañado. Espiritualmente, se parece mucho al truco. Se canta, se grita, se miente, se engaña pero con hidalguía”.

“EL PELUSA”

Nunca olvido aquel momento sublime de aprendizaje del oficio, acompañados de un “café con gotas” –como llamamos en este país al carajillo– en una de las mesas del “Ciervo de Oro”, en la esquina de Arenales y Riobamba. El Diego, no tengo dudas, es El Pelusa. Un angelito al que tantos y tantas amaron, aman y amarán que, él mismo, no podía imaginar tanto afecto. Tal vez, por esa incredulidad, quizás comprensible, es que con recurrente frecuencia El Diego se preguntaba públicamente si “la gente me sigue queriendo”. Como todos, Maradona, alguna vez, pensó en morir. Una década atrás, mientras pensaba en ella, le dio “gracias a la pelota”. Entendible. Con la redonda se sintió bien y, juntos, hicieron que cada sueño, cada fantasía, se hiciera realidad. Sin él, la pelota fue, es y será un cacho de cuero. Sin alma. Sin corazón. Sin vida. Que me quieran y sepan perdonar, por favor, otros grandes pero nunca gigantes y, mucho menos, inmortales que lo precedieron y que lo sucederán. No fueron pocas las expresiones, de todo tipo, que escuché desde su exhalación final. Algunos y algunas, incontenibles, acometieron con un clásico sin sentido: “Maradona somos todos”. No es así. Fue, es y será él solo. Otras y otros, acongojados, tristes, apesadumbrados, desolados, ahogados en llanto, con la esperanza de quienes aguardan un milagro, sostienen que “no se puede morir”. ¡Déjense de joder! El Diego se ha ganado la paz que no pocas veces es tan esquiva o avara con los ídolos.

EL DÍA EN EL QUE ENTRÓ EN LA INMORTALIDAD

Ganador de copas mundiales, del scudetto 1989/1990 para el Nápoli, 33 años atrás, se la ha ganado por derecho propio. Tal vez por ello, El Diego se llevó con él a Maradona, aquel humano que dramáticamente transitó la vida junto a él rodeado de amores y desamores. ¿Compasión? Hago silencio. Me pongo de pie. Descubro que alguna lágrima indomable cae de mis ojos. Puta, esta Cierta Historia Incierta se parece mucho a un homenaje. No fue la intención pero me alegra. Si lo hubiese intentado no hubiera sabido qué decir ni qué escribir. Para los que, tal vez, me recuerden que no entiendo nada de fútbol, les respondo que nada ha cambiado. Sigo sin saber nada, ni lo deseo. Solo intenté ponerme en los zapatos –en los botines– Del Diego. No sé si lo conseguí. Dejé escribir al corazón que tiene razones que la razón no entiende. Así aprendí que, desde las 12 horas de aquel luctuoso miércoles 25 de noviembre en que Maradona falleció, por sentimiento y decisión popular, para siempre, esa fecha será efemérides: El Día en que El Diego entró en la inmortalidad.

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