Por Óscar Lovera Vera, periodista
La policía de homicidios obtuvo una pista mediante un informante de los barrios bajos. Uno de ellos buscó a sicarios unos días antes de encontrar el cuerpo de Lorenzo en la ribera. ¿Esto tenía o no conexión con el crimen?
Jefe, hay más. Ochenta millones de guaraníes es el ofrecimiento que se hizo por el trabajito de matar a una persona, hasta ahí llegamos con nuestra averiguación. Nuestra fuente nos dio algunos detalles del contratista y con eso tenemos su descripción física. Ahora vamos a chequear con administración, quizás podamos encontrar el perfil. A lo mejor no resulta tan complicado como pensamos buscar entre 16 mil policías.
El relato del subalterno le pareció lógico a Richard, pero el método para encontrarlo no. Les llevaría semanas encontrarlo con tan pocos detalles sobre su identidad. Vera pensó que el camino más corto era optar por una vigilancia controlada y simular una nueva operación de contratación.
Si los asesinos que pagó el camarada hicieron bien el trabajo, le tomaron el gusto y no tendrían inconvenientes en aceptar este, el cebo que les pondrían.
–Bueno señores, esto es lo que haremos. Vamos a separar a nuestro informante de la zona para evitar cualquier inconveniente y –además– pondremos a un infiltrado que ofrezca otro trabajo, otro asesinato pago. Con eso atraeremos a los que mataron a Lorenzo.
De esto se encargará el grupo A, y el B necesito que vigile a la hermana de Jorgelina. Ella tiene el teléfono que utilizaba Lorenzo y necesitamos saber qué hace con él, podría haberlo comprado antes, como no. Algo podrido hay ahí, necesitamos unir esos cabos muchachos.
El plan del investigador estaba en conocimiento de todos, solo faltaría ejecutarlo. El tiempo era imperioso, los días transcurrían inescrupulosos sacando ventaja a favor del asesino.
Con esa asfixiante desventaja, el vértigo de la confusión. El investigador se encontraría con algo más sobre el caso; una denuncia por robo en la casa de la víctima turbaría nuevamente toda lógica en sus sospechas.
UNA SORPRESA
Richard no podía estar más abrumado con el reporte que encontraron dos de sus agentes, un elemento más que se sumaba al confuso entramado de hipótesis. Jorgelina hizo una denuncia por robo domiciliario. Fue antes de encontrar el cuerpo, y nuevamente en coincidencia con la fecha aproximada de la muerte de su esposo. Lo abrumante fue que ella nunca lo hizo público sino hasta el momento en que el policía lo descubrió y recriminó el dato.
Esa mujer aseguraba que la casa fue revuelta, encontró platos rotos en el suelo, y manchas de sangre. En ese momento le restó importancia, creyendo que Lorenzo se lastimó la mano, nada más. Se percató de que le faltaban cosas en la casa solo días después, entre ellas el teléfono de su marido, justificando su indolencia al buscarlo.
Para Richard eso incrementó en potencia sus sospechas. Algo no andaba bien en el relato, en la forma en que la información iba apareciendo, creando intrigas y con vehemencia, y por sobre todo, el desatino policial. Ya no tenía sospechas de que alguien lo quería timar, se preguntó quién de todos.
Su instinto le decía que su plan debía seguir su curso, no alterar sus pasos, nada. Hasta que uno de los eslabones caiga y logre terminar de ensamblar las piezas del complejo puzzle.
Fue así que las horas corrieron, al igual que el rumor, la celada. En cada esquina del barrio la trampa estaba instalada, buscaban a un asesino.
EL CONTRATISTA CON PLACA
Los criminales no esperaban que detrás de aquella oferta aguardaban los de azul, agazapados, esperando por el sicario. Si lo atrapaban develarían el misterio sobre el contratista y, tal vez, llegar al autor intelectual del crimen. No creían en lo absoluto en la coartada del robo.
El tiempo fue benevolente y lograron su objetivo, la espera no fue en vano. Se acercó el que haría de asesino para contacto con el infiltrado, las miradas los rodeaban mientras conversaban en un callejón añejo y pintarrajeado. Apenas aceptó el encargo, se estrecharon las manos. Esa fue la señal para que la policía –que hacía de espectador en los escondrijos– ocupara las calles como hormigas emergiendo de sus cuevas.
–Che ko policía avei, también soy policía –dijo el desconocido, mostrando sus manos al viento.
La sorpresa nuevamente fue invitada en el encuentro, no esperaban que el sicario que se acercó era uno de ellos. La información que tenían era del contratista, no así del ejecutor.
–Tu identificación, ¿qué hacés por acá? –interrogó uno de los agentes que comandaba la operación.
–Víctor Prieto, suboficial, y presto servicios en la Comisaría 16ª del Área Metropolitana… –el policía luego quedó en silencio, sin poder explicar por qué cerró un trato para matar.
–Llévenlo al departamento, veremos ahí si recuerda por qué tomó el trabajo –lo siguiente a esa orden superior fue la caminata hasta la patrullera. Víctor sabía que para él terminó todo.
CADA VEZ MÁS CERCA
Atardecer del viernes 7 de octubre, dos meses después del crimen. La policía nuevamente estaba al acecho, aguardaba en las afueras de una vivienda en la ciudad de Villa Elisa, no muy lejos de la capital.
Bartola, la hermana de Jorgelina, vive en ese sitio. Esperaban que salga de la casa para arrestarla, caso contrario debían acudir a un juez para que les permita allanar, y ese no era el propósito. Ya descubrieron que ella se quedó con el celular de Lorenzo, faltaba entender por qué lo hizo y eso conducía al crimen.
Ese momento no se demoró por mucho más, Bartola cruzó la puerta principal para unas compras de suministros en la despensa del barrio.
Estaba a mitad de calle cuando un automóvil se detuvo frente a ella. Dos hombres le ordenaron subir al vehículo, sin antes darle el motivo. Para la tesis policial, la mujer obtuvo el teléfono bajo la sospecha de haberlo tomado tras el asesinato de Lorenzo, eso fue suficiente para procesarla por reducción.
Víctor Prieto confesó, no soportó la presión de sus propios camaradas. Su carrera fue aplastada en ese momento por un ataque de conciencia. Le tomó una hora componer todo el misterio y darle sentido a tantos meses de incertidumbre. Prieto es hermano de Jorgelina, y fue ella la que lo contrató para buscar unos asesinos en los barrios bajos, donde él conocía a varios por los meses trabajados en la ribereña estación de policía.
Víctor encontró a un grupo que podría hacer el trabajo y los identificó a cada uno: Celso García Barreto, su alias era el jefe, tiene 42 años y operó como el sicario principal junto con su hermano Sixto Ramón, un año mayor. Sixto se encargó de cerrar el trato con Víctor Prieto, su rol fue el de intermediario, Wilson Rodis Ojeda, su alias era kavaju, con 35 años se sumó al grupo gracias a “el jefe”, al igual que Mario Portillo Ramón Bentos, de la misma edad, Julio César Mereles Trinidad, de 28 años, y la veinteañera Melva Judith González Benítez. Todos fueron contratados por Jorgelina para simular un robo en la casa, matar a su esposo y no dejar mayores rastros. Ella era el cerebro pensante de toda la ejecución.
Continuará…