Por Maribel Barreto

(Escritora- Crítica literaria)

Réquiem del Chaco, la obra escrita por Javier Viveros, es una novela fascinante, con sus catorce capítulos anclados en el año 1932, teniendo como escena­rio los cañadones chaqueños, sitio de horror y de muerte en el que dos fuerzas enfrenta­das llenaban de pólvora y san­gre el suelo y el cielo del Chaco Boreal. Esta novela histórica presenta un drama con vera­cidad documental, funciona con valor testimonial desde el ángulo de la observación del narrador en tercera persona, que despliega mucha informa­ción histórica con color local y sentimientos que son no solo individuales, sino también genéricos de la colectividad.

INTENCIÓN TESTIMONIAL

Se puede señalar un plan de construcción textual: catorce capítulos y un epílogo. La narra­ción deja ver claramente su intención testimonial, un uni­verso ya estructurado, foca­lizado y valorado desde una visión peculiar. El proceso crea­tivo se instala en la convención de ficcionalización. Javier Vive­ros en su rol de emisor se pro­yecta en la configuración del narrador logrando que su dis­curso en el marco de referencia sea convincente.

Utiliza el punto de vista en alter­nancia y el juego estratégico de las dimensiones temporales en superposición, como cuando narra los horrores del fortín Arce, ese primer contacto del protagonista, el médico rosa­rino Pablo Dicenta, quien vino como voluntario a defender la causa paraguaya en la Guerra del Chaco y documentó con su cámara fotográfica los suce­sos de la contienda en su rol de corresponsal de guerra, testigo privilegiado de los horrores. En ese mismo pasaje, el narra­dor refiere con detalles la vida del médico; recuerda después cómo las lecturas de mitología y de los textos épicos fueron for­mando en Dicenta el sustrato subconsciente de querer vivir aventuras con tintes de epo­peya. Enseguida, el doctor nos vuelve a la realidad del presente y narra con naturalismo exce­sivo la llegada de los heridos con los miembros destrozados, y algunos de ellos con sus órga­nos internos expuestos a las moscas, al polvo y a la hostilidad de la intemperie. Como sucesi­vas pesadillas va viviendo cada escena, vendando y limpiando heridas en las que al menor descuido las orugas de mariposas se multiplicaban; describe aque­llas delicadas operaciones qui­rúrgicas dentro de la precarie­dad de la Sanidad Militar en el teatro de operaciones, no lejos de la línea de fuego.

HISTORIAS Y ANÉCDOTAS

El protagonista escribe en su diario la expresión de la histo­ria desde un prisma interpre­tativo que se articula con los niveles ficcionales bien mane­jados por el escritor para lograr un corpus con distintas posi­bilidades comunicativas en el proceso receptivo de datos históricos. En su juego ficcio­nal, se detecta la descripción de la geografía chaqueña y las trincheras construidas para la defensa. Javier salpica con anécdotas graciosas la hora del rancho, narra la camara­dería de los combatientes, la valentía, documenta el coraje y el sufrimiento que padecen los soldados en el frente. Tam­bién hay momentos de cobar­día en los que soldados que no quieren ir al combate se muti­lan la mano izquierda o el pie izquierdo, prefiriendo el daño de una extremidad antes que ir a matar o morir en el frente de combate.

El autor focaliza sus historias en simultaneidad, poniendo en escena recursos empleados por el cine, por lo que en oca­siones puede parecernos que estamos viendo un documen­tal o una película de aventuras. Esa simultaneidad anula el devenir y organiza la relación; esto sucede, por ejemplo, con el viaje del doctor Dicenta, en el pasaje donde el personaje vive el presente, mientras que su con­ciencia es asaltada por el pasado, ocurre entonces la alternancia de planos y solo vuelve al pre­sente cuando se encuentra con un soldado poeta, el joven recluta Roa Bastos, caso anecdótico que registró en su diario como hecho histórico impor­tante para el médico-fotógrafo.

Otro momento de descrip­ción-narración cinematográ­fica se da durante el viaje en tren en que son atacados por aviones bolivianos que en vuelo rasante lanzan sus bombas. La cámara del médico registra el paisaje chaqueño sembrado de takurus y la vegetación polvorienta y achaparrada, caraguatás, pal­mares, arbustos espinosos hasta que la caravana viajera llegó a Punta Rieles, al kilóme­tro 165. En ese lugar estaba el “hormiguero humano de la tropa” y las órdenes militares herían el aire; de allí debían partir para llegar antes del anochecer a Isla Poí. El tiempo se marca con el movimiento solar, el amanecer, el mediodía y antes de la noche, esa en la que reinan el miedo y la oscuridad.

PERSONAJES

El escritor en cada enuncia­ción despliega un testimonio, una matriz de referencia, por la que se amplían las redes de posibilidades semánticas sobre los espacios, los aconte­cimientos con hechos y valo­raciones dispares tanto para el médico voluntario como para los paraguayos que lo acom­pañan. Aparecen persona­jes históricos como el mayor Bray y el teniente coronel José Félix Estigarribia. Las formas discursivas empleadas por el novelista desde distintos nive­les de ficcionalidad reemplazan las explicaciones por relatos o descripciones, diálogos y hasta monólogos del médico, su ayu­dante o algún soldado, para que el testimonio se dé desde una conciencia como síntesis en la continuidad del proceso, desde dos sistemas disciplinares muy bien manejados, el de la histo­ria y la veracidad de los hechos y el de la literatura, a través de un lenguaje rico en imágenes con diferenciación de matices para el horror, la ferocidad de la guerra, los ataques inmiseri­cordes del enemigo, la angustia de la muerte a causa de la sed, la precariedad presente en los campamentos y en los hospi­tales de campaña.

Javier Viveros logra la funcio­nalidad asignada al dato his­tórico, determinando notas referenciales, fechas, infor­maciones que incluyen la rea­lidad histórica en dialéctica argumentativa y que funcio­nan como testimonio explícito y suficiente, todo ello matizado con la intrahistoria, agregando al relato anécdotas que lo enri­quecen y amenizan, como por ejemplo las conversaciones del doctor Dicenta con el mayor Bray sobre mitología griega, la Guerra Civil Española y la Gue­rra Civil Paraguaya de 1922. En esas conversaciones recuer­dan también al famoso pin­tor manco, el argentino Cán­dido López, que con su mágico pincel documentó la victoria paraguaya de Curupayty, entre otros momentos importantes del conflicto.

Hay una interesante intertex­tualidad referente a un verso de la canción patriótica “Patria querida”, entonada hasta hoy.

Otras anécdotas interesantes son el encuentro con el poeta Emiliano R. Fernández y el padre salesiano, el capellán pa’i Pérez. La arenga en lengua guaraní de Florentín Oviedo, cuya presencia en el Chaco durante la guerra constituyó un hecho singular que encen­dió en el pecho de los soldados el ardor patriótico. Al verlo y oírlo, Dicenta entendió que estaba ante una reliquia histórica, un sobreviviente de 92 años de la Guerra del 70.

Otro momento destacable es el encuentro del médico argen­tino con el general ruso Iván Belaieff, con quien sostuvo un nutrido diálogo acerca de la flora y la fauna chaqueñas. El ruso le habla de un mamí­fero que se consideraba extinto y que sin embargo él había logrado ver vivo en el Chaco. El ruso pidió al médico-fotógrafo que registrara con su cámara la existencia del tagua, en caso de que lo encontrara, pedido al que Dicenta accedió gustoso y lo cumplió cuando en una picada lo descubrió y lo pudo fotogra­fiar para enviárselo a un pro­fesor de una universidad rusa. Una escena también curiosa fue la vivida por el médico cuando asistió a un parto en pleno tea­tro de operaciones, allí nació la hija de un capitán combatiente: una niña sietemesina evacuada junto con su madre al hospital de Isla Poí. Fue una interven­ción memorable que el médico no olvidaría.

El diario de guerra del Dr. Dicenta está cuajado de hechos memorables y de reflexiones sobre el heroísmo de la mujer paraguaya en su actuación como enfermera que con coraje, decisión y ternura cura las heri­das y atiende a los enfermos venciendo –como en la ante­rior guerra– penurias y fatigas. Llaman también la atención del lector las anotaciones sobre los bombardeos de los aviones bolivianos, el entrenamiento auditivo de los soldados para detectar la presencia de avio­nes enemigos desde la distan­cia, como verdaderos radares humanos que conseguían dis­tinguir el ruido de los motores de las máquinas aéreas.

No falta el momento de espiri­tualidad en plena guerra, cuenta el narrador que en vísperas de Navidad se hace una tregua a pedido del Papa y en ambas trin­cheras se vive una Nochebuena en paz, un paréntesis en medio de la irracionalidad inercial. Destaca el ingenio de los para­guayos, que fabricaron un tosco pesebre labrando a cuchillazos las imágenes sagradas en peda­zos de troncos en esa noche en la que se escuchó un villancico en guaraní de Emiliano R. Fernán­dez, compuesto a pedido de su comandante, el coronel Carlos J. Fernández. Conmueve también un episodio que alude al joven héroe Hernán Velilla, cuyo dia­rio de guerra y sus numerosas cartas habían caído en las manos del médico voluntario que protagoniza la novela. El teniente Veli­lla había escrito esas cartas a su madrina de guerra, ese diario el médico rosarino lo depositó en manos del pa’i Pérez y así queda para la historia.

El escritor pone en boca de sus personajes unas reflexio­nes sobre el fin de la vida y la certidumbre ineludible de la muerte. El doctor, raciona­lista, positivista en extremo, expone razones sobre el miedo a la muerte como causa de que se recurra a mirar al cielo para buscar a Dios; luego, un relator en segunda persona le dice al médico que en medio del fragor del combate lo había visto hur­gar bajo su camisa para apretar entre sus manos las medallitas de la Virgen que le habían col­gado al cuello en Rosario antes de su partida al Paraguay, dando a entender que él no era la excep­ción: en presencia de la muerte se vuelve la vista a Dios. En otro momento, el relator omnis­ciente cuenta que ante el horror de la muerte, sacaron del cuello de un soldado caído en combate un detente, es decir, la reliquia del Corazón de Jesús.

El protagonista del relato, aven­turero, corajudo y dueño de una recia voluntad, aunque quiso acumular impresiones fuertes de terror y de muerte, de mirar cómo se aniquilan dos pue­blos hermanos y de ver morir a jóvenes que ni entendían por qué luchaban con esa ferocidad sin límites, un día consideró que había llegado el momento de volver a su vida normal, a su trabajo en la clínica y pidió ser evacuado, para lo cual consiguió un salvoconducto que lo devol­vió a sus pagos. Recuperó su vida anterior, pero trajo graba­das en sus retinas escenas dan­tescas de heridos retorciéndose de dolor en la mesa de operacio­nes donde eran intervenidos sin anestesia; y en muchas noches tuvo que oír aún el aullido de dolor de los soldados y ver en su cabeza las paladas de tierra que cubrían cadáveres anóni­mos que quedaron sin cruces ni identificación en los polvorien­tos caminos chaqueños.

Hemos leído otras novelas estupendas sobre la Guerra del Chaco, citemos a Ocho hombres, de Villarejo, o La tie­rra ardía, de Jorge Ritter, una verdadera epopeya de hazaña colectiva de un ejército y un pueblo. Esta obra de Javier Viveros se desliza por otros cauces, narra las aventuras de la guerra desde la conciencia de un observador, desde las impre­siones horrorosas del narrador, es decir, el personaje metido en una guerra sin sentido. Es la novela de personaje que salió en busca de aventuras para sor­prenderse con el heroísmo y la grandiosidad del patriotismo de un pueblo en defensa de su tierra invadida.

En cuanto a la escritura, la variedad de registros emplea­dos y la prosa enjoyada con figuras, símbolos e imáge­nes brillantes configuran un texto literario que se coloca entre las mejores novelas pro­ducidas en nuestro país en los últimos tiempos. Una litera­tura joven, un ritmo dinámico y el tono cambiante acorde a cada momento existencial, consiguen que Javier con su Réquiem del Chaco subyugue la voluntad del lector ávido de aventuras y de ficción, con la historia de nuestro pasado de heroísmo sin par.

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