Por Bea Bosio

beabosio@aol.com

Había recibido en 1898 el título de Farma­céutico y en 1904 el de Médico Cirujano. Pero para Andrés Barbero la medicina era solo un medio que ayu­daba a proyectar su vocación profunda de servir al prójimo. Tanto que no sólo lo hizo en vida, sino que al morir se ase­guró de que esa ayuda persis­tiera en su legado.

Dicen que era más bien parco de palabras y de carácter reservado. Único hijo varón de una familia italiana. Su padre había llegado al Paraguay en la inmediata postguerra y con su oficio de constructor amasó una buena fortuna que le per­mitió hacerse de propiedades y otros bienes. Pero el rigor de la familia siempre fue aus­tero y Andrés creció acostum­brado a ese modelo. De su vida privada poco se sabe. Era un hombre discreto y aunque se le atribuyeron un par de cor­tejos, oficialmente murió sol­tero. (Mi abuela, que era muy creyente, decía que si Dios no lo había llamado a la paterni­dad física era porque le tenía asignada “La paternidad espi­ritual” de todo un pueblo.).

Y es que resulta que Andrés Barbero supo hacer de las carencias nacionales su misión en la tierra y fue el gran filántropo y mecenas que tuvo nuestro suelo. Aunque hoy pocos conocen su foja de vida, su nombre todavía resuena en varias instituciones que sur­gieron por su iniciativa o se fortalecieron por su impronta.

Podríamos empezar con la Cruz Roja. O hablar del labo­ratorio que en gran parte donó a la Facultad de Medicina. O de su labor en el Museo de Historia Natural del Cole­gio Nacional. O del Instituto Nacional de Bacteriología. Continuar con la Asociación Indigenista del Paraguay, el Museo Etnográfico, la Acade­mia de la Historia, la Socie­dad Científica del Paraguay. Mencionarlo en la historia de la lucha contra la tuberculosis, en el programa Gota de Leche. En el Banco Agrícola, en las batallas contra la leishmania­sis y la anquilostomiasis, en el Departamento Nacional de Higiene y Asistencia Pública. En el Pabellón de Cirugía del antiguo Hospital de Clínicas. En el Instituto del Cáncer. En la elaboración y distribución nacional de las dosis antigri­pales cuando en 1918 azotó la pandemia. En el Hogar de Ancianos La Piedad. En su labor de intendente y minis­tro de Economía.

Y me quedo corta.

Brillante y sencillo, solían verlo caminar con su traje azul marino/negro, como si fuera el único en su vestua­rio. Ni siquiera sintió la nece­sidad de confeccionarse algo distinto cuando se presentó a jurar como ministro. Y es que sin duda era su valía su mejor atavío.

Y por esta entrega profunda a una vida austera muchas veces fue incomprendido. De hecho, algunos lo juzgaban avaro sin saber del altruismo de sus bolsillos callados. Cuando visitaba su establecimiento ganadero, hacía la travesía de Asunción al Chaco en barco. Las personas más pudientes pagaban pasajes de primera y viajaban en la parte supe­rior que era aireada, y servían bebidas heladas y bocaditos. Pero el doctor iba siempre en segunda, para sentir el pulso del pueblo.

Le gustaba conversar con los troperos y conocer de un modo más profundo sus rea­lidades. Y si sabía de alguna dolencia, los derivaba a los centros asistenciales que había creado.

Una vez viajando por Alto Paraguay, iba alejado de la charla amena que acontecía entre los más acaudalados, bebiendo el agua tibia de los botellones mientras los otros disfrutaban entre bebidas heladas, truco y póker.

–Mírenlo ahí al ilustre tacaño-dijo alguien y todos rieron al ver al millonario excéntrico viajando con los peones.

De pronto el barco llegó a un sitio donde estaban como dos o tres docenas de familias api­ñadas en la costa, abando­nadas a su suerte al quedar sin trabajo por el cierre de una fábrica. Desesperados, no tenían cómo costearse el pasaje para llegar a sus hoga­res familiares y buscar algún otro sustento. Era grande la consternación de esos hom­bres, mujeres y niños con rasgos demacrados y rostros macilentos. Como no era una imagen fácil, los que estaban arriba bebiendo prefirieron mirar a otro lado. Excepto el doctor Barbero, que muy pronto se percató de lo que estaba sucediendo. De manera sigilosa se dirigió al capitán del navío.

–Señor, ¿usted me conoce? Preguntó al oficial de mando.

–Por supuesto doctor Barbero –respondió el otro al instante.

–Muy Bien. Yo no cargo mucho dinero encima, pero quiero pedirle que me per­mita firmarle un pagaré por el importe de los pasajes de toda esa gente –dijo seña­lando al numeroso grupo–. ¿Podría usted recibirlos a bordo y transportarlos hasta Rosario? Al llegar a Asunción le hago efectivo el pago.

El capitán aceptó el trato y los dejó subir a bordo. Nadie supo –a excepción del oficial–quién había pagado tantos pasajes. El doctor, discreto, volvió a encerrarse en su camarote, justo cuando uno de los juga­dores lo vio recluirse.

–Ahí se guarda el ilustre tacaño, dijo riendo, evocando la carcajada en sus compin­ches.

La anécdota verídica aquí reproducida libremente, fue escrita en el álbum mortuo­rio del doctor Barbero, por la escritora Teresa Lamas, como un pequeño home­naje que lo dice todo. El doc­tor había fallecido un 14 de febrero de 1951, a los 74 años. Cuatro meses más tarde, sus hermanas sobrevivientes constituirían la Fundación La Piedad, donando el patri­monio familiar para el cum­plimiento de fines sociales, culturales y científicos a tra­vés de las instituciones crea­das o sostenidas por el doctor Andrés Barbero. Hasta el día de hoy la obra se mantiene.

Fuentes: Vida, personalidad y obras del doctor Andrés Barbero de Ángel D. Sosa y Andrés Barbero el Santo Laico, Beatriz Rodríguez Alcalá. (Anuario de la Aca­demia Paraguaya de la His­toria. Vol 27).

Dejanos tu comentario