Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

Alguna vez, de madrugada, cuando promediaban los años 70, Alfredo Serra, “El Pingüino”, como también se lo conocía en el mundo periodístico, buen amigo y maestro que frecuenté hasta pocos años atrás cuando dejé Buenos Aires, me contó que en 1972, en una zapatería de lujo cercana a la esquina de la avenida Rioja con la calle Rivadavia, en San Juan capital, entrevistó a Ágata Cruz Galiffi, una septuagenaria “con los ojos verdes más grandes y hermosos que pude ver en mi vida”, precisaba. “Cuando mencioné su nombre –agregó– clavó su mirada en el piso. Creí percibir que sus rodillas se aflojaban por el pánico. La tranquilicé diciéndole que era periodista”. Cuarenta años antes de entonces, a esa mujer, se la conocía como “La Pantera” o “La Flor de la Mafia”. Poco después de las 10 de la noche de este viernes, la memoria me trajo aquella conversación que, tal vez, fue parte de una sobremesa de tantas con Alfredo que, el pasado 23 de octubre, cuando la madrugada estaba cerca de convertirse en amanecer, se fue y, vaya a saber cuándo, volveremos a vernos.

La mecedora se inmovilizó. El vacío en el copón fue ocupado por un Badia a Passignano Antinori Sangiovese Chianti. De la Toscana. La primera vez que estuve en Roma, recordé, un colega periodista italiano cuyo nombre prefiero mantener en reserva porque, además de no agregar nada a esta historia, tal vez, revelarlo podría dificultar su tarea profesional cotidiana, me dijo mientras cenábamos en el Trastévere: “Caro amico, non fa bene pensare all’Italia, capirne alcune cose, senza mettere sul tavolo mafia e Chiesa”. Lo escuché sin responder. Quedábamos muy pocos comensales en La Fraschetta, inolvidable bodegón romano tradicional, luego de disfrutar de una carbonara inimaginable maridada con un chianti desconocido – sin dudas superable– aunque buen compañero para una charla prolongada.

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Brindamos por la vida y el reencuentro antes de despedirnos y largarme a caminar un trecho por la Via di San Francesco. Lentamente llegué hasta la Chiesa di San Francesco a Ripa que desde el 950 se encuentra allí. Me detuve por unos minutos. “Mafia e Chiesa”, pensaba. La recomendación del colega para pensar Italia volvía una y otra vez. Me persigné y seguí. Desde cerca de un puente que permite cruzar el Tíber, en un taxi romano, me alejé. Horas más tarde, dejaría la Residenza Paolo VI, en el corazón del Vaticano, para regresar a la Argentina. Casi 675 mil italianas e italianos migraron hacia Buenos Aires para hacer la América cuando finalizaba el siglo 19 y comenzaba el 20. Desde entonces, cerca de 27 millones de habitantes en este país son sus descendientes. Gente de trabajo, de alegría, de exuberancia para la risa, para el llanto, para el festejo, para la tristeza, para el fútbol, para los autos, para el café, para comer y beber. Muchas veces, con algunas y algunos de ellos, hablamos sobre la mafia.

Creo recordar que esa palabra la escuché desde mi infancia cuando don Ricardo, mi querido viejo, hablaba con sus viejos compañeros y amigos periodistas en el diario Crítica, del mítico uruguayo Natalio Botana, del secuestro y asesinato de Abel Ayerza Arning (24); y, de Silvio Alzogaray, compañero de ellos en el periódico, que fueron víctimas de la banda de Giovanni Galiffi, conocido como “Chicho Grande” o el “Al Capone” rosarino que, el 9 de diciembre de 1892 nació en Ravanusa, Sicilia. En 1910, llegó a la Argentina. Entre 1920 y hasta cuando promediaba el 1935 –cuando fue deportado a Italia, por secuestrar y asesinar a Ayerza– vivió en el barrio Refinería de Rosario, cerca de la calle Vélez Sarsfield al 200. Sin embargo, la de Santa Fe –donde fundó la SMS (Sociedad Mafiosa Santafecina)– no fue la única provincia argentina en donde residió.

Mendoza, San Juan y Tucumán también fueron parte de su historia de vida y de muertes. Era el padre de Ágata cuyo recuerdo regresó, esta noche, junto con las historias del “Pingüino” Serra y, vaya coincidencia, mientras veía un capítulo más de Montalbano, cuando ese comisario increíble de Vigatta –Puerto Empédocle, en la realidad– ciudad natal de Andrea Camillieri, un grande de la novela negra europea, dejó caer el nombre de un tal Cuffaro, capo mafioso de una peligrosa familia siciliana. Pasa que don Chicho Grande acordó el casamiento de la joven, que nació el 14 de julio de 1915, en el santafecino pueblo de Gálvez, con Rolando Luchini, un abogado mucho mayor que la novia, que –más tarde se supo fuera de las estructuras clánicas mafiosas– estaba vinculado con Peppo Burdello, nombre falso de Giuseppe Cuffaro, el “don” de una familia que solo acogía a nacidos en Raffadale, en la siciliana provincia de Agrigento, en la lejana Italia, que un siglo atrás alquilaba dos casas en las afueras de Rosario para esconder en ellas a las víctimas de secuestros extorsivos.

La familia Cuffaro, aún por estos tiempos se mantiene en actividad en Italia. De hecho –y más allá de Camillieri y Montalbano con sus aventuras y desventuras– Salvatore Cuffaro (62), “Totó”, médico, cirujano, radiólogo, ex concejal en Raffadale, su pueblo natal, y en Palermo; ex senador de la República de Italia, y ex presidente de Sicilia por el partido de Silvio Berlusconi, fue destituido y encarcelado entre el 22 de enero del 2011 y el 13 de diciembre del 2015 por mafioso. De nada sirvieron las presiones e influencias que en su favor intentó su protector Calogero Mannino, ex ministro, también vinculado con la mafia que, con sus múltiples variantes, al parecer, nació como organización siciliana para defenderse contra invasores franceses en el siglo 13.

“Morte Alla Francia, Italia Anela”, sintetizaba aquel acrónimo según coincidentes e históricas versiones que también dan cuenta que aquella estructura de protección social frente a la ausencia del Estado italiano de entonces se replicó donde aquellas y aquellos migrantes se asentaran. En ese contexto de mafiosos asociados con políticos y policías corruptos para controlar la prostitución, el juego clandestino y ofrecer protección a comerciantes que extorsionaban para que hicieran un pago mensual para no ser asesinados, nació y creció Ágata, mimada y consentida por Chicho Grande. La mafia era el poder que se consolidó mucho más cuando comenzaron con resonantes secuestros extorsivos. Pero, ese fue el límite. La banda (familia) fue desmantelada. El “Al Capone” rosarino deportado a Italia donde intensamente relacionado con Benito Mussolini, a los 61 años, en su cama, en Milán, “morí di paura durante un bombardamento alleato il 30 luglio 1943, due anni prima della fine della guerra”, como me explicó, en un atardecer rosarino, don Giuseppe Grillo, un viejo italiano que así me dijo se llamaba y al que no vi nunca más pero, según supe después, fue parte de la banda de Chicho Chico –Francesco Morrone–, acérrimo enemigo de Galiffi con quien disputaban palmo a palmo cada cuadra en aquella ciudad.

Ágata lloró a mares la muerte de su padre, enormísimo padrino. Sola, desde entonces, procuró honrar su memoria de la única forma que sabía hacerlo. No le fue bien. Pronto fue detenida en Rosario. Fracasó en Tucumán cuando intentó hacer circular billetes falsos y robar el banco de esa provincia al que accedería a través de un túnel que construyó desde una casa vecina que alquiló para ese intento fallido. Condenada a 10 años, pasó nueve años presa en una celda de tres metros cuadrados en el Hospital de Alienadas. Mientras, su marido, que la denunció por “abandono malicioso del hogar”, consiguió divorciarse. Nuevamente sola, entre rejas y locas. Cuando fue liberada tenía difteria. Casi muere. Sobrevivió, pero nunca recuperó su salud. Enorme historia, la que contó el “Pingüino” Serra aquella noche. “¿Es verdad que Guillermo Brunetti, periodista del diario La Razón, le salvó la vida?”, pregunté. Alfredo asintió. Por su gesto supe que quería saber más. “Me contó Miguel, el otro Brunetti”, respondí. Esos hermanos que frecuenté cuando recién me iniciaba en el periodismo, eran leyendas en la noche porteña. Miguel desayunó por años en el bar Suárez –Lavalle y Maipú– con Evita Perón cuando aún no era “la abanderada de los humildes” y protagonizaba radionovelas en Radio El Mundo.

Guillermo –que hizo operar a Ágata de un cáncer en el estómago– era el padre de una de las más grandes vedettes argentinas, Susana Brunetti, que falleció muy joven. Pero esa es otra historia. Hasta que se instaló en la zapatería donde la encontró el querido Alfredo Serra, la “Flor de la Mafia”, trabajó en el campo; le robaron una colección de pinturas originales de alto valor; le remataron varios inmuebles. Ágata Galiffi murió a los 78 años, el 6 de julio de 1985. Sólo pudo conservar sus enormes y bellísimos ojos verdes. Gracias eternas, querido “Pingüino” Serra, por aquella gran historia que, con mucho menos vuelo, este domingo quiero contar para homenajearte.

Alfredo Serra “El Pingüino”, enormísimo cronista, maestro de periodistas.
Giovanni Galiffi, Chicho Grande, el Al Capone rosarino.
Ágata Galliffi, “La Rosa de la Mafia”, 9 años encerrada en el Hospital de Alienadas de Tucumán.

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