Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas
“Las cañadas y las huellas/el trebolar y los pastos/ le están contando las horas/a aquél supremo entrerriano./ Atención, Pancho Ramírez,/ la muerte lo anda rastreando/y para usted tiene el nombre/del capitán Maldonado”. Con esos versos sentidos, que sonaban a advertencia y que alguien puede pensar que traían la voz de Tadea, Ariel Ramírez y Félix “Falucho” Luna, en 1966, me atraparon.
“Los Caudillos”, una obra tan exuberante como necesaria, trocó en fascinación la atracción que sentía por Francisco Pancho Ramírez, El Supremo Entrerriano. Atrapante. El 10 de julio de 1821, el capitán Maldonado, un argentino adversario que peleaba para las fuerzas aliadas de las provincias de Santa Fe y Córdoba, a las órdenes de Estanislao López y Juan Bautista Bustos, con un tiro certero hizo estallar el corazón de Ramírez que, con una tropa menor, cuando era perseguido, decidió volver sobre sus pasos cuando advirtió que su amada Delfina era prisionera. No lo dudó. Intentó el rescate encendido para que no le arrancaran de cuajo el amor. Su amor. Con su sangre, del color de los cabellos de La Portuguesa – como también se la conocía– regó la tierra cordobesa del campo de Las Piedritas de río Seco.
Apenas tenía 35 años. Unos pocos de sus hombres leales nada pudieron hacer por él. El enemigo los superaba con amplitud. Ocultos en un monte tupido a no mucha distancia los alcanzó el horror cuando vieron que Nicolás Pedraza, un trompa de órdenes. se apeó de su cabalgadura y, de inmediato, se arrodilló sobre el cuerpo sangrante para evitar que los estertores mortuorios lo incomodaran para decapitarlo a facón con empuñadura de plata. Solo Pancho Ramírez era el objetivo. Los montoneros que huían le importaban a nadie. Rodeado de sus hombres que alardeaban por la hazaña de asesinar en manada al enemigo caído, Pedraza levantó con la diestra la cabeza desgarrada sosteniéndola con los cabellos del muerto, la clavó en una lanza con aire triunfador y al galope enfilaron hacia Villa María con aquel trofeo tan deseado.
Historias epocales aseguran que El Supremo murió con sus ojos bien abiertos. Insoportable para sus verdugos. Nunca soportaron su mirada. Le temían. En procura de alivio vaciaron sus cuencas oculares. De inmediato, envuelta en un cuero de carnero, una partida montonera emprendió viaje a Santa Fe para ofrendarla a López que ordenó embalsamarla. Dentro de una jaula, la exhibía en una vitrina que instaló en un lugar prominente de su comandancia. “Qué final Pancho Ramírez/matrero y enamorado/en tu caballo de novio/la muerte ya se ha enancado/cantado:/Los sauzales de Entre Ríos/te están llorando, llorando/por quién murió defendiendo/aquél amor rezagado”. Lloré con aquellas estrofas conmovedoras que también eran un llanto. Paria de amor, La Delfina, trocó lágrimas por recuerdos. La soledad y querer morir de tristeza, van “juntas a la par”, diría Pappo Napolitano. “¿Cómo era, Juan?”, le pregunté alguna vez a Basterra, querido hermano chaqueño y escritor.
“Había nacido en Porto Alegre en una casa coronada con ramas en la puerta. Con el tiempo, decidió cortar su pelo rojo fuego al ras y vestirse con ropas de combate que, en sus tonos, se alineaban con su cabello. De mentón prominente, con un hoyuelo debajo de la boca, nadie dudaba de su espíritu aguerrido en el combate ni de su ternura amatoria. Con esos atributos enamoró al Supremo Entrerriano hasta amarrarlo con firmeza a su vida”, respondió. El amor, con olor a pólvora –afilado y penetrante como un sable del mejor acero– creció desde aquel momento en el que Ramírez “pidió verla a la sombra de una pulpería donde había instalado su puesto de comendo”, agregó Basterra. Hasta su presencia La Delfina llegó a lomo de mula. Desde allí, aquel romance, se escribió con tinta y sangre. Sin embargo, aquella Portuguesa –como también se la mencionaba– casi como una vidente, lo advirtió: “Soy mejor soldado que mujer, general”, dice el amigo que le dijo a Francisco Ramírez y afirmó mientras miraba fijamente a su amado: “Usted sabe muy bien y yo lo sé mejor aún, que nuestro amor tiene vida breve”. El caudillo, turbado, respondió: “¿Por qué me dice eso? Ninguna eternidad es breve”. En breve tiempo Maldonado y Pedraza, drogados de sangre y odio, hicieron que aquellas palabras proféticas de ambos se hicieran realidad.
EL DESEO SEPARATISTA
Unos 1.000 km separan la ciudad de Concepción del Uruguay, en Argentina, de mi querida Asunción, en Paraguay. A solo 296 km está Buenos Aires. Sin embargo, por muchos años y hasta nuestros días, en no pocos casos, ese pueblo –como muchos otros en este país– sus habitantes se sienten y desean estar lejos de la compleja megalópolis rioplatense con pretensiones mundanas. Allá por la segunda década del siglo 19, aquel profundo deseo separatista alcanzó su punto más alto. El 29 de setiembre de 1820 Francisco Pancho Ramírez constituyó la República de Entre Ríos que colocó debajo de la mirada estratégica del caudillo uruguayo José Gervasio de Artigas. Un total de 196.781 km2, desde aquella acción tan fundacional como primaveral, que incluía también los actuales territorios de las provincias de Corrientes y Misiones, fue el feudo de Pancho. Desde entonces lo apodaron El Supremo Entrerriano. Seis meses antes, había cumplido 34 años desde que en aquel caserío conocido como el Arroyo de la China, el 13 de marzo de 1786, día 72 de ese año, abandonó los brazos de la comadrona que lo extrajo del vientre de su madre, ahogado en el primero de sus llantos, para prenderse de la teta de Tadea Florentina Jordán, su madre y una de las tres mujeres que marcaron su vida. Corrillos comadreros que circularon por aquel territorio que aún era parte del Reino de España, aseguran que Juan Gregorio Ramírez, su padre, un comerciante paraguayo, escuchó con atención a Tadea que, con acotada emoción, antes de ofrendarle a su vástago varón y entregárselo por unos pocos minutos, le hizo saber que del pequeño la impresionaba “la mirada dura y casi fría, como si estuviera mirando lo que solo él puede ver”.
No sería la única a la que impresionaba esa mirada. El bebé dejó de llorar. Don Juan, que no respondió a su mujer, clavó sus ojos en los del machito. Lo devolvió a la Tadea, que había iniciado su puerperio, en silencio. Le dio la espalda y orgulloso se encaminó a la pulpería. “No fue lo mismo cuando parió a la Estefanía y la Marcela, las dos hermanas del pequeño”, chismorreaban las viejas lugareñas que aseguraban que “tampoco fue así cuando nació Ricardo, siete años después”. Cuando las curiosas se aseguraron que el patrón ya estaba lejos, unas pocas vecinas, solo entonces, se arrimaron a la casa aunque no se atrevieron a entrar. Tadea era dura y enérgica. Muy respetada en el poblado y sus alrededores. Con sus orejas pegadas a los postigones, sorprendidas las comadres, creyeron escuchar o imaginaron que la madre reciente tarareaba una vieja canción de cuna litoraleña. Ña Rosalía, esa mujer añosa, de piel curtida y arrugada, de edad inimaginable, mi interlocutora inesperada desde cuando arribé a la actual Concepción del Uruguay, aseguró que su bisabuela, “la mama grande Eulogia, la conoció” pero juraba “no” recordar que canturreaba la Tadea en la soledad puerperal. Insistí. En aquella tarde calurosa, a la sombra de un sauce llorón, en la cercanía de lo que dos siglos antes fuera el saladero y Palacio de Santa Cándida, en la villa del Arroyo de la China.
GURISITO COSTERO
Dicen que cerca, demasiado cerca, allá por 1850, estaba la pulpería donde don Juan celebró la llegada de Francisco. Cuando recorría la ciudad, antes de encontrar a Rosalía, escuché que otras dos ancianas de edad indefinida, cuchicheaban en voz baja. “Doña Tadea, créame Ña Ercilia, apenas si lloró cuando nació el Supremo”. Permanecí en silencio. Las historias que marcan a los pueblos siempre vuelven. “¿Qué cantaba Ña Tadea?”, reiteré. La vieja ensayó con voz apagada, una dulce canción. “Allá en el rancho la madre/mece con tierna emoción/una cunita de sauce/entonando esta canción./Gurisito costero, duermasé/gurisito, duermasé”. Descreí pero… ¿por qué no creerle si era verosímil? ¿Por qué no dejar que me engañara con ese invento cariñoso? En su vieja banqueta de paja, sin dejar de mirar lo de siempre desde siempre, con su evocación regresó a la madrugada en que nació El Supremo. Fue cáustica: “Aquel orgullo le duró poco al patrón Don Juan. Dos años más tarde, murió”. Se persignó. Miró el cielo. Masculló un ruego. Una vez más, encomendó a Dios el descanso eterno del alma del patrón y prosiguió. “No fue viuda por mucho tiempo la Tadea”, dijo con sorna. El 20 de agosto de 1789 se casó con otro comerciante, Lorenzo José López. Con él tuvo otro hijo con vocación de caudillo, Ricardo López Jordán. En aquel viaje pensaba, vaya a saber por qué, en la noche de este viernes que, después de muchos meses, no demanda leños crepitantes. Me alegré. Tal vez, la primavera, haya llegado para quedarse el tiempo que demande llegar al verano, pensé. La mecedora y el copón, sin embargo, no faltan a la cita. Gérard Bertrand Hampton Water 6-Liter-Flasche 6L 2018, un rosado inolvidable de uvas Grenache, Mourvedre, Syrah, Cinsault, acerca Francia al paladar y deleita. El encanto de la sureña Narbona, que alguna vez fue puerto romano, potencia los sabores y perfumes de este vino de mar apreciable. La memoria –como una embarcación estibada con recuerdos- atracó en el muelle imaginario de Ña Rosalía que me atrapó con las cuitas de Ramírez. “La Tadea era brava y valiente.
Yaguareté hembra pa' defender a sus crías cuando el gobernador (de Entre Ríos) Mansilla (Lucio), comenzó a perseguir a sus hijos pa' matarlos después de ser aliados”, sentenció. De hecho, después del asesinato del Supremo Entrerriano, fue encarcelada “por peligrosa”. Antes de ser capturada, no sólo quemó todo lo que perteneciera a Ramírez, sino que en no menos de tres oportunidades cruzó a nado, de noche, el río Uruguay, para advertirle a su hijo Ricardo, refugiado en Uruguay que “te buscan para matarte” y entregarle mensajes secretos de sus compañeros de luchas. “Cuidate”, le rogó. El asesinato de Pancho –al que “lloró sin lágrimas”, como aseguró Ña Rosalía aquella tarde inolvidable, le pesó, le oprimió su corazón, hasta el 6 de febrero de 1827, cuando falleció. Nunca nadie la escuchó hablar de María Norberta Calvento, la novia, como tampoco de La Delfina o, La Portuguesa o, la amante o, la concubina o, la otra del Supremo, como despectivamente se la mencionaba a aquella prisionera que capturó su corazón mientras transitaban y habitaban el campo de batalla. El amor, también germina entre pulsiones de muerte y pulsiones de vida. Solo aquellas y aquellos que todo lo juzgan con injusticia, hablaron, hablan y hablarán de Ña Tadea, de La Delfina y de Norberta Calvento. La madre, la otra y la novia. Alguien sostuvo alguna vez que “Norberta supo esperar”. Otros y otras, tangueros y tangueras, ellas y ellos, incomprenden y, como si fueran los Salieris de Enrique Cadícamo, no dudan y sostienen: “Pobre solterona te has quedado/Sin ilusión, sin fe…” En 1839, La Delfina murió. Una reducida procesión de cuatro almas piadosas la acompañó su cuerpo por las polvorientas calles del Arroyo de la China. Otras y otros, hipócritas, rezaron a su paso. Dicen que fue arropada con el dormán rojo punzó que ensangrentó en cientos de combates y escaramuzas. Algunas rosas cayeron cadenciosas sobre el féretro. “Ninguna eternidad es breve”, la admonición de Pancho Ramírez, se hizo realidad. La añosa Rosalía y Basterra, enfáticamente, aseguran que “Norberta Calvento, la novia, observó en silencio el paso del mínimo cortejo”. Hay quienes dicen que “fue su día de gloria porque sobrevivió a la otra”. Más aún, Juan piensa que “esperó ese momento todos y cada uno de sus días desde que asesinaron al Supremo porque, desde entonces, para ella nunca más salió el Sol”. Vivió como penitente. Donó sus pocos bienes en procura de sanar sus males. Ayunó. Rezó. Imploró perdón a un Dios que ella creía que la había abandonado por no evitar que Pancho iniciara tantas guerras hasta olvidarla. En el camposanto mismo, oculto su rostro con velos negros, cuando se aseguró que ninguna mirada indiscreta se posaba sobre si, despidió a La Delfina. Solo acompañada por los fantasmas que se apoderaron de su vida, lentamente, regresó a la vieja casona en la que, lejos en el tiempo, cuando Francisco Ramírez tenía 24 años, al verla –en ese mismo momento- pidió hablar con su padre, Andrés Narciso Calvento, para pedirla en matrimonio. El que nunca fue su suegro, lo exhortó a esperar “hasta cuando tenga decidido sentar cabeza” para casarse. “Aquí mismo lo estaré esperando”. Volvió un año después. Banquete, cena y compromiso. Más tarde, el vestido de novia. Luego, una borrascosa tormenta de tiempo, con ventarrones, arrastró aquel ajuar hasta arrinconarlo en el ropero de caoba cuya puerta no volvió a abrirse hasta la siesta del 21 de noviembre de 1880 cuando, acostada en la que fuera la cama de sus padres, con poco menos de 92 años, ordenó que la vistieran con él sin dejar el lecho. Arropada, con esfuerzo, se puso de pie. Se paró frente a un espejo que le devolvió la imagen de una joven que marcha hacia un altar en el que la aguardaba el Supremo Entrerriano. Una leve sonrisa apenas estiró sus labios. Sus ojos, empañados, comenzaron a cerrarse. Fue el momento en que supo que no habría día siguiente. Me niego a contar que cayó porque Noberta siempre esperó de pie para que Francisco cumpliera con aquel sagrado compromiso juvenil –así lo sentía– cuando la muerte los uniera.