En esta edición, el escritor y periodista Bernardo Neri Farina nos habla sobre un trabajo realizado por la escritora María Eugenia Garay, que tomó la decisión de entretejer la realidad fabulada y la real, interpretada de su óptica para contar la historia de una familia que, bajo el apellido de Zarzamorán, esconde el verdadero apellido: Garay y lo hace con una trilogía bajo el título de Adagio contra el olvido.

Por Bernardo Neri Farina

(Escritor-Periodista)

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Novelar, sobre el largo y sinuoso camino de la histo­ria del Paraguay, la memo­ria de una familia cuyas raíces se sumergen en los albores mismos de esa his­toria constituye en sí una gesta literaria.

No es sencillo el trabajo de enlazar en una novela las vicisitudes personales con el curso reconocible de la odi­sea nacional. Como tampoco es fácil identificar cuáles son las fronteras –en esa tarea de narrar– entre la realidad palmaria y la ficción que le da literariedad al relato.

El primer libro de la trilogía Adagio contra el olvido. “La pantera de ónix”.

María Eugenia Garay, escri­tora de largo aliento, tomó la arriesgada decisión de entre­tejer la realidad fabulada y la realidad real interpretada desde su óptica, para contar­nos la historia de una fami­lia, los Zarzamorán, que en la envoltura de ese apellido no reconocible contiene los visos de su propia verdadera familia, los Garay.

Y así urdió su trama, su saga copiosa que incorpora eta­pas, siglos y circunstancias en que habitaron las vicisi­tudes de varias generaciones de su familia. Ya la memo­ria se hunde en la Asunción nuevecita que transitaba del fuerte del 15 de agosto de 1537 al poblado de chozas y barrancos, con las ansias de ser ciudad por el simple ritual de un cabildo erigido sobre bravíos raudales.

María Eugenia le dio un título general a la trilogía de libros en que vertió toda su novela: Adagio contra el olvido. Tal vez la comenzó a escribir para recordarse ella misma como capítulo de una familia antigua que tuvo en su seno a prohom­bres portentosos que hicie­ron del apellido Garay un sello. Quizá la escribió para capturar tantas vivencias que iban siendo carcomi­das por el extravío, antes de que la indolencia aho­gara totalmente la memo­ria. Este es un tiempo en el que no se valora el tiempo. Un presente circular que no es capaz de mirar ni para atrás ni para adelante. Una era en la que ni importa lo que somos ni interesa lo que fuimos. Nada es más impor­tante que no saber nada.

El Libro Tercero de la trilogía: “Las acequias del tiempo” (posguerra del 70-Guerra del Chaco- Revolución de 1989).

Adagio contra el olvido es una sola novela dividida en tres libros: 997 páginas de remembranzas en tres títu­los: La pantera de ónix, La profecía del cristal y Las ace­quias del tiempo.

En el primer libro nace la historia con un fluido com­ponente de leyenda. En la génesis misma de la dinastía de los Zarzamorán se halla el factor humano que se conver­tirá a lo largo de los libros en el elemento trasversal con la aureola de lo fantástico: “la bella Elvira”. Hija de Úrsula –a su vez hija mestiza de Domingo Martínez de Irala– y de Alonso Riquelme de Guz­mán, Elvira, al unirse con Diego de Zarzarmorán será la fuente de vida del linaje. Con el tiempo, llegará a ser la “her­mosa mujer de rasgos aindia­dos y largo pelo azabache” que aparecerá en recurrente mila­gro en todas las generaciones de los Zarzamorán, como un espíritu omnipresente para impedir que la tragedia cor­tara brotes de la dinastía. Úrsula emergería siempre en los momentos extremos con su pantera negra, una pan­tera de oscuridad iluminada por el mito. Ella traspasará los tres libros y desde el siglo XVI se encargará de cuidar que la progenie perviviera hasta la actualidad.

En “la bella Elvira” se gesta la fantasía que se irá despla­zando a lo largo de los tres volúmenes y que cobrará una dinámica avasallante en el último de los mismos, Las acequias del tiempo. A par­tir de la referencia de las dos novelas anteriores que abar­can hasta la Guerra contra la Triple Alianza, Las acequias… brinda la visión más identi­ficable (por lo actual) de los Zarzamorán (Garay).

Hay dos protagonistas sus­tanciales en la novela alre­dedor de quienes gira una inmensa cantidad de perso­najes cada cual, a su vez, con una acertada funcionalidad en la historia misma.

Esos protagonistas son Blas Ignacio Zarzamorán (Blas Garay) y Emiliano Zarzamo­rán (Eugenio A. Garay). En la historia real ambos fue­ron hermanos. En la novela, ambos son primos.

En Las acequias del tiempo, María Eugenia Garay expone equitativamente los dos pla­nos con los que juega en su relato: el diegético y el mimé­tico, para hacer que su fan­tasía se inserte en la historia real y que esta sea también parte indisoluble de lo pura­mente literario.

En este contexto de diégesis y mímesis, la autora acomoda a los dos protagonistas refe­ridos, mientras ella se ubica en la perspectiva de narra­dora usando la voz de su alter ego literario, Magdalena, “la depositaria de los recuerdos”.

Las acequias del tiempo se inicia con la vuelta a Asun­ción de los sobrevivientes de la Guerra Guasu y enciende la tensión con esa guerra pos­terior a la pura acción bélica. Esa guerra en la que había que pelear contra un ene­migo frío, de mirada torva y diligencia cruel e implacable: la muerte por inanición. La muerte silente en ese charco de miseria absoluta que era Asunción tras el saqueo inmi­sericorde de sus invasores.

Y desde ahí discurre la reconstrucción de la nación y de la familia, los dos gran­des sujetos de esta historia, cuyos destinos van

insisten­ temente unidos.

Blas Ignacio y Emiliano Zarzamorán son hijos de la posguerra, brotes de aquel inmenso yuyal que luego, como sus coetáneos de la prodigiosa Generación del 900, se sacudirán el barro de la tragedia para encen­der la esperanza.

Blas Ignacio será un faro de luminosidad esplendorosa que caerá, en plena juven­tud, martirizado por esa otra ignominia que siguió a la ignominia de la guerra: la intolerancia, derivada en violencia entre paraguayos. La muerte de Blas Ignacio Zarzamorán (Blas Garay) está descripta aquí con la técnica del documental iri­sado de ficción.

Uno de los mejores pasajes de esta novela (tercer libro de una novela total) es el que sitúa el relato en la Revolu­ción de 1904, acontecimiento que tuvo a Emiliano (Euge­nio A. Garay) como protago­nista principalísimo. María Eugenia nos sitúa en el núcleo mismo de las crueldades que generalmente la histo­ria ortodoxa no narra en sus detalles íntimos. Esos deta­lles que tal vez puedan ser narrados solo desde el escal­pelo de la literatura y sobre la base de testimonios fehacien­tes y verosímiles. Es impeca­ble la descripción del auxilio prestado a Emiliano-Eugenio en Pilar luego de haber sido abundantemente herido en la terrible batalla fluvial entre el buque revolucionario y la nave gubernista.

Siguiendo las vicisitudes de la vida de Emiliano, participa­mos de la aparición de Albino Jara, del golpe de 1908 y de las iniquidades torrenciales durante la hegemonía jarista. Fortín Galpón. La saña inau­dita de los guardianes de los prisioneros políticos confina­dos, en medio de una natura­leza fragosa e inhóspita.

Jara convertido en pequeño Nerón. El asesinato de Adolfo Riquelme. La insoportable levedad del tiranuelo derro­cado al fin por sus propios adláteres hartos de él. El caso del portugués Rodríguez y la venta de barcos y armas a Eduardo Schaerer. El fune­ral de Bernardino Caballero durante el gobierno del libe­ral Liberato Rojas. El insó­lito nombramiento del colo­rado Pedro P. Peña como presidente provisional en la era liberal de 1912.

La novela se desdobla hasta obtener categoría de un crudo ensayo descriptivo y narra­tivo de tantas contingencias curiosas de nuestra historia ya sin el auxilio de la ficción. No hacía falta ficción. La rea­lidad se bastaba sola.

Los hombres eran apalabra­dos por partidarios de uno y otro bando para unirse a la inminente revolución. Así, muchos jóvenes que se alis­taron entusiastamente, des­aparecieron en sombrías escaramuzas o anónimos combates, sin que nunca más sus familiares supieran qué les sucedió o dónde y en qué circunstancia murieron. Numerosos reclutados mar­chaban a pelear con sus tra­jes de civil; se unían directa­mente a los insurgentes sin más trámites y, desde el lugar de trabajo pasaban a militar en filas sediciosas.

Tiempos inaguantable­mente recios

La cruenta lucha adquirió otros matices; al novel Pre­sidente Peña amenazaban ahora tres ejércitos desde Encarnación, Misiones y Concepción. El ambiente era irrespirable, la población se encontraba en vilo, asediada desde todos los ángulos.

El caos total

Cualquiera que empu­ñaba un arma y se ponía un pañuelo de color rojo o azul al cuello, se transformaba en el cabecilla mbarete, dictando órdenes, saqueos, apresamientos y hasta eje­cuciones.

Abruma la descripción de la larga cadena de violencia extrema que vivió nuestro país desde el fin de la Gue­rra Guasu. Emiliano otra vez herido en la guerra civil del 22, en la que se alistó en el ejército rebelde. La Gue­rra del Chaco. En fragmen­tos de este capítulo la autora, casi como compulsivamente y para darle mayor fuerza a su relato, apela a un lenguaje oral, agitado, vertiginoso. Utiliza una amplia gama de técnicas literarias para des­cribir hechos o narrar com­plejos sentimientos íntimos: cartas, diálogos interio­res, testimonios personales, intervenciones súbitas de la alter ego Magdalena, nieta de Emiliano Zarzamorán (Euge­nio A. Garay), como lo es ella (María Eugenia) misma.

Los mejores momentos del libro son los que responden a la ficción-ficción. Cuando la autora se interna en el cuasiensayo baja un tanto la tensión. Aparece algún sesgo político o alguna opi­nión sobre la historia capa­ces de generar discusiones que ‘pudieran desviar la aten­ción respecto al cuerpo prin­cipal de la obra’.

Pero el valor absoluto de esta novela de tres novelas está en la épica que huye de lo tonante, para constituirse en voz cotidiana a través de la cual la autora, como “depositaria de los recuer­dos” tal su Magdalena lite­raria, cuenta la historia de su familia siguiendo el iti­nerario de nuestra historia nacional registrada desde aquella rústica casa fuerte de 1537 hasta las vicisitudes de hoy de las cuales los Zar­zamorán siguen siendo tes­tigos y protagonistas.

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