Por Óscar Lovera Vera, periodista

De boca en boca los vecinos propagaron información que, al principio, fue útil para los investigadores, pero el acto fallido fue solo utilizar eso como base de investigación. Con el paso del tiempo las cuestiones se complicaron para los policías. La pregunta quedó en suspenso sobre la identidad del asesino.

El dolor se extendió en todo el barrio, en la ciudad poco después. Cada familia sintió como propia la muerte de aquel estudiante, se agravó más aún cuando encontraron la mochila de Ángel, apenas unas horas después del crimen. La tarea que tanto protegió Ángel estaba ahí, de hecho, todas sus pertenencias que no eran más que útiles para sus estudios. Lo dejaron cerca de un arroyo, se habrán frustrado al no encontrar algo a que sacarle provecho, dijo uno de los vecinos luego de guiar a los policías hasta el sitio del hallazgo. Algunos rumores maduraron a indicios de culpa, su conversión era inevitable por la indignación de los vecinos. No sobraba más ideas que tomar el pulular del murmullo y erigir operativos de captura, al menos la búsqueda de sospechosos.

Resultó una presión constante del vecindario, tanto que lograron fortalecer la investigación de la estación de policías del barrio, los agentes de la Brigada Central de Investigaciones y los expertos en criminalística fueron asignados a la patrulla.

A mitad de la tarde, la pesquisa encontró su primer resultado. La descripción de algunos pocos coincidió con el aspecto de Milner Zorrilla, su basta experiencia en robos en la ciudad no le ayudaban mucho, al contrario para la policía el perfil encajaba perfectamente. El segundo al que colocaron las esposas fue a Hugo Alfredo González Casanova, otro joven avezado en la obtención de lo ajeno, sin contratiempos. Temido en el barrio, de ahí la deducción rápida de la comunidad. Lo que los vinculaba en la teoría era la moto en la que paseaban, una de color negro, la que conocen como moto de cobrador. Rondaban el asentamiento 9 de Mayo, en el barrio Maka’i de esa ciudad. Todo era fácil de interpretar para aquella brigada, no había que sumarle otro dato más. Para ellos, estos eran los bandidos que mataron a Ángel… ¿o no?

FALLA EN EL SISTEMA

Al principio, tanto Milner como Hugo habían sido reconocidos por los testigos, pero ambos tenían sus coartadas, bastante creíbles para el fiscal. La policía debía probar que realmente se trataba de ellos. Si dejaban sosteniendo sobre el testimonio de unos pocos, los abogados los comerían vivos y sus sospechosos acabarían libres en poco más de seis horas.

Lo habitual era probar que –al menos– uno disparó un arma de fuego ese día. La prueba de partículas de nitrito y nitrato acabaría convirtiéndose, en ese momento, en el camino que los policías debían optar para rebatir lo que consideraban una inocencia de ficción. En caso de un positivo era elemento forense suficiente para lograr una prisión preventiva y enfocarse en otros elementos de prueba.

Al menos ganaron un día más. Con las pruebas de laboratorio en suspenso, la Fiscalía pidió una ronda de reconocimiento. Ya que los vecinos aportaron tanto durante el día del asesinato, ahora debían dejarlo bajo acta.

Se inició con cinco personas detrás de un cristal espejado, miraron bien a los rostros de aquellos que fueron colocados del otro lado, seis hombres, todos con el mismo aspecto. Si alguno llegó a observarlos jamás podría olvidar el rostro de un asesino. En la sala solo el silencio era perceptible, tanta era la concentración que nadie se animaba a moverse pensando que interrumpiría los recuerdos inmediatos.

–¿Y bien, reconocen a algunos de los que están ahí? –preguntó uno de los jefes policiales, luego de permitirles quince minutos de mirar, mirar y solo apuntar la vista sin más gestos.

La respuesta estaba anticipada, el silencio desnudó el final. Nadie logró identificarlos, la ronda fue inútil para la pesquisa.

Mientras los restos de Ángel Hernán Barrientos eran sepultados en el cementerio del barrio Bella Vista de Luque, los investigadores recibieron la prueba de parafina. Negativo en nitrito y nitrato. No tenían nada en contra de Milner y Hugo, ambos quedaron libres.

TODO BAJO TIERRA

Sin sospechosos, sin pistas de los asesinos, los policías de la Brigada Central de Investigación de Delitos y el fiscal José Martín Morínigo reiniciaron el caso, paso por paso. Notando que desde un comienzo cometieron errores de principiantes. La mochila no fue tenida en cuenta como materia para obtener huellas o algún rastro que les indique quiénes podrían ser.

En la cuadra no encontraron cámaras de seguridad disponibles, el teléfono nunca fue rastreado; un método habitual en casos como éste. Tampoco examinaron la vaina percutida, la que quedó no muy lejos del punto de asalto. Quizás podría hablar de otros crímenes donde sí habrían encontrado pistas claras, pero no lo hicieron. Este chico fue la excepción a todas las técnicas de investigación. Los testigos se rehusaban a un testimonio más, nuevamente el temor dominaba a la ciudad, el frenesí por la justicia acabó. Ellos también se sumarían al indolente paso gangrenoso del cretinismo policíaco.

Promesas de información concreta, de búsqueda, así los días pasaban, los días se fortalecieron en años y con eso la policía perdió completamente el rastro. Los asesinos de Ángel se convirtieron en fantasmas.

Con voz débil en la sociedad, sufrida en otros tantos problemas, la familia clamaba por verdad en breves espacios informativos, también dejaron de lado, ya no les marcaba puntos estelares en los noticieros. Sus llantos ya no generaban estupor y poco a poco fueron quedando solos en una lucha contra un gigante, la nefasta indiferencia.

APENAS UNA VOZ

Para la familia solo quedaba la presión pendulante, aquella que algunos días ocupaba la atención de alguien más fuera de la casa de Ángel o tal vez algún nuevo jefe policial, que pronto encontraría horma en los pasivos trabajos de investigación.

En consecuencia el rumor tomó más vigencia como aquel 22 de agosto del 2013, pese a los dos años que lograron sostener la presión, pudo más la insulsa tesis de la barriada.

Entre sus ensayos de detectives del chisme figuraba un crimen para eliminar un cabo suelto. La comidilla de copetines, parajes, almacenes y puestos de yuyos fue que los ladrones al rodear a Ángel tenían el casco puesto, lo que no permitía ver quiénes eran. A mitad de la pelea vieron que el protector se desprendió del mentón del tirador, dejando al descubierto la identidad del asesino. Su víctima lo conocía, como todos en el vecindario, por lo que una bala acabaría con la probabilidad de ser delatado.

Infecunda, tanto como el obrar fiscal y policial, así fueron las narraciones fabulescas de ociosos pobladores de la ciudad. La carpeta del crimen de Ángel hasta hoy continúa colectando polvo en algún cajón de las oficinas fiscales y policiales, en alguna memoria de vecino que persiste en narrarlo como mitología, fanfarroneando la peligrosidad de la cuadra. Ocultando lo poco que aportaron, lo mucho que se acobardaron, lo temerario del silencio y el rumor.

FIN.

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