Finalmente, la mujer superó el shock y pudo hablar con la policía y sus declaraciones pondrían en marcha una investigación policiaca corta y efectiva. Los cabos sueltos quedaron expuestos y el jefe Silguero dejó de perseguir una sombra.
Por Óscar Lovera Vera
Periodista
Todo cambió desde aquel momento. Lo que había relatado la mujer tuvo un peso importante en el pensamiento del comisario Silguero. No en vano los hilos blancos del tiempo tirano rodeaban sus ideas. La paciencia y experiencia le dieron noción de lo que podría estar ocurriendo.
Quizás para sus comandados fue poco lo bosquejado por la mujer, pero su convicción era irreverente, al igual que en su conjetura.
Abstraído en su línea de pensamiento, desafió todo lo que en un primer instante creyó, eso lo desechó. Nada de venganzas, nada de ajuste de cuentas, por alguna deuda o trabajo mal hecho, todo lo arrojó al infecundo vacío. La sombra del asesino comenzaba a mostrarse en la penumbra de sus teorías.
—Repasemos los hechos —Silguero volvería sobre sus pasos retomando todo el caso desde el inicio de la denuncia, lo estaba haciendo por segunda vez. Con eso ayudaba a sus subordinados a ensayar la memoria analítica y no perder los detalles por la adrenalina de la pesquisa.
—Bueno, lo último es la identidad de nuestra víctima: Nelson Alcides González Lucena, un contador de 41 años, de nacionalidad paraguaya, domiciliado en la compañía 7 de la Ciudad de Capiatá, algo lejos para aparecer por Lambaré… Eso nos lleva a lo primordial, un vecino llamó a la policía, llegaron y encontraron el cuerpo de este hombre sentado en el asiento del conductor. En tanto, su torso descansando sobre el asiento del acompañante.
La sangre en el sitio nos indica que lo mataron en ese lugar de tres disparos. Fueron a corta distancia y de un revólver calibre 22. En promedio llevaba ocho horas de fallecido. La escena del crimen fue en ese lugar porque –también– las tres perforaciones en la camioneta lo indican, el disparo provocó orificios de salida en el chasis, sobre esto no hay discusión. La víctima no tenía sus documentos, la billetera, su teléfono celular y el arma no estaban en el sitio. No creo en la tesis de un robo, no sería porque nadie mata y genera desorden en el vehículo solo con ese propósito. En el habitáculo –más bien– todos los elementos nos describen una pelea, algo pasó entre el asesino y este sujeto, y –en consecuencia– creo que el hijo de esta mujer nos podría dar esa respuesta. Ya que salieron juntos, fueron pareja, debe saber qué ocurrió antes de separarse la noche antes del crimen.
VOLVER A LA ESCENA
8:35, 8 de noviembre, un día después del asesinato. El comisario Silguero era de aquellos policías difíciles de analizar, al menos a simple vista. De rostro sosegado, carácter afable y buen léxico, difícilmente encajaba en el perfil del policía tradicional de la república, de aquellos toscos, cortos de diálogo y desconfianza anticipada.
César Silguero era también abogado, experto en balística, profesor universitario y jefe de Homicidios. Quizás por eso le resultaba más fácil manejarse con los periodistas, mostrándose como el agente de línea científica y no como el tradicional comando, rudo y de contragolpe. Pero ese día sería diferente. Ese día tomaría la iniciativa con su grupo, esa mañana se convenció de que aquel hijo de la señora tendría la respuesta al homicidio y debía pegarse a él como su sombra.
El destino del comisario estaba en la casa del joven y hasta ahí condujo acompañado por un par de oficiales, no más. Su intención era no asustarlo, más bien utilizar ese aspecto pedagógico de profesor para obtener información.
El comisario detuvo la marcha a pocas calles donde había ocurrido el crimen, en el barrio San Isidro de Lambaré. Antes de llamar a la puerta, Silguero se acomodó el cuello de su camisa, utilizando sus dedos índice y pulgar como pinzas, dándole forma a su torcida solapa. Llamó una y otra vez, insistió por algunos minutos hasta que, finalmente, escuchó que a pasos lentos alguien se aproximó a la puerta.
—¡Voooy! —Se escuchó una voz encajonada, era de una mujer.
Luego de estirar la manija de la puerta, la madre del joven buscado saludó a Silguero con notable nerviosismo.
—Hola… ehh… comisario Silguero, ¿verdad?
—Sí, señora. Soy yo, vengo a charlar con su hijo unos minutos, ¿puede llamarlo?
—Bueno, comisario… él no está. Desde ayer a la noche que no sé nada de él, desapareció.
Silguero se quedó mudo. Como obturado por la información, sin poder procesarla rápidamente y siquiera dar una respuesta estándar para continuar con el diálogo. Lo dejó perplejo porque ese chico era su siguiente pista al asesino y este desapareció.
Su imaginación lo hizo presumir que podría ser otra víctima más del asesino, lo mataron para callarlo, quizás podría identificarlo.
—Y, ¿no sabe dónde podría estar? ¿Lo llamó, buscó en casa de sus amigos, algún familiar? —finalmente Silguero se volvió a comunicar con el mundo real y atinó a interrogar presuroso, pero fue en vano.
La mujer respondió que perdió contacto con su hijo, que intentó por horas localizarlo, pero hasta ese momento no tuvo respuesta.
LOS DOS CAMINOS
Para el comisario existían dos posibilidades: el joven huyó aturdido por un pensamiento de culpa o tuvo el mismo desenlace. Decidió dividir su unidad, una de ellas quedaría vigilando con sigilo y a distancia la casa del joven, en el caso de que regresare, y la otra cuadrilla buscaría el cabo suelto para encontrarlo. No podía desaparecer en algunas pocas horas sin dejar rastros.
15 de noviembre. 17:15. Lo miraban fijamente, él iba cruzando la calle con mucha precaución, miraba a cada instante todo. Intuyendo que lo asechaban.
Cada paso dado era uno ganado a sobrevivir ese día, hasta que llegó a la puerta y ella se lo abrió. Era Juan Carlos Barreto y regresó a la casa de su madre ocho días después del crimen. La puerta se cerró detrás suyo, tan rápido que azotó el marco al estrellarse.
—Jefe, Cardozo soy, regresó el muchacho. Está en la casa de su madre, por eso no aparecía por ningún lado. Esta acá, acaba de recibirle su mamá.
Lo que siguió no reviste sorpresa. La idea fue muy clara para Silguero, aquel chico huyó y debía descubrir por qué.
SU VIDA O LA DE ÉL
Esa misma tarde su libertad caería al igual que la noche. Juan estaba rodeado por los reporteros en la estación de policías, él no titubeó en narrar lo que ocurrió y defender su verdad.
Para el chico de 19 años todo comenzó unos meses atrás a través del Facebook. Su relación con Nelson fue clandestina, entre mensajes seductores y privados hasta sus primeras citas.
Con el tiempo, Nelson fue posesivo y su forma de actuar incomodó a Juan. Sin embargo, aceptó verlo una vez más. Se citaron en la víspera. El contador fue a buscarlo aguardando unas calles antes de llegar a la casa, cuando subió solo se trataría de un paseo hasta que el hombre cambió de opinión y lo llevó hasta la zona conocida como área de los moteles. Eso disgustó al chico, entre gritos de reclamo y golpes al tablero de la camioneta lo obligó a regresarlo al lugar donde lo subió y así fue.
Cuando llegaron, una última discusión se desató, con furia y tras ello las percusiones del gatillo apagaron la riña, todo terminó.
—Él se quiso propasar, por más que antes tuvimos algo, no me interesa.
Juan estaba nervioso, sus palabras eran interrumpidas por lágrimas y el acoso de los periodistas. Él sabía que no podía negar el hecho, no lo hizo y más aún porque minutos antes el comisario Silguero le exhibió el trabajo de campo que realizaron trazando la ubicación de su teléfono, comprobando que el día del crimen estuvo a la misma hora en el mismo sitio que la víctima.
Poco después quebró su llanto y armándose de valor contó lo que había pasado. En palabras sueltas fue poniendo contexto a su coartada de legítima defensa.
—Nos peleamos porque él agarró eso.
¿agarró el arma? ¿Vos tenías miedo que te dispare, Juan? —le interpeló un periodista
—Evidente, sí, agarró y sacó. Me cagué todito y salté por él.
Pero disparaste dos veces… —al paso un comunicador intentó ponerlo en evidencia, pero Juan estaba determinado a demostrar que solo reaccionó porque sintió que su vida peligraba.
—Es más, inclusive nosotros nos quedamos en la calle y luego pasó un vehículo. Como él tenía el arma me puso acá y me tapó la boca —Juan señaló su garganta, ahí el hombre le colocó el tubo cañón de ese revólver. Él continuaba relatando a los reporteros mientras sollozaba bajo una capucha azul con la inscripción “Policía Nacional”. Los hombres de Silguero se lo colocaron para evitar que lo filmen las cámaras de televisión.
—Cuando forcejeamos fue el primero —dijo Juan explicando el primerizo plomo que terminaría en el estómago de Nelson.
EL MIEDO A SU SOMBRA
En la semana que se escondió, Juan intentó confesar lo que ocurrió a un amigo. El miedo lo dominó, lo hizo desistir. Cambió de opinión buscando a un abogado, sabía que no sería fácil salir de aquella situación. Asumió que lo procesarían por el asesinato del contador. Después tomó el arma de Nelson y se deshizo de ella arrojándola a un cesto de basura, aunque nunca identificó dónde. El arma de Nelson nunca fue encontrada por Silguero.
CAMBIO DE VIENTO
Dos años más tarde. 17 de marzo del 2105. 09:24. Juan enfrentó a un tribunal en la capital. Sus abogados plantearon que el muchacho solo se defendió y los disparos solo fueron provocados por una excitación emotiva; buscaron un recurso para disminuir la pena que se avecinaba ese día. Los días transcurrieron y los elementos que analizaron los jueces les dieron una visión diferente, un revés a lo que Juan esperaba. El tribunal decidió que él actuó en defensa propia y lo condenó a cuatro años y seis meses en una penitenciaría. La baja pena tuvo ese efecto al atenuarse por su condición de estudiante universitario, sin antecedentes policiales y los hechos que lo pusieron como víctima.
Actualmente Juan está libre y este caso fue borrado de su historial, ya no es una sombra en su vida.
FIN