Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Lo primero que pensó el Coronel Carlos J. Fernández cuando lo nombraron Jefe de Estado Mayor en la contienda del Chaco fue en el agua. Habiendo entendido la situación militar de ese momento y la región donde se planeaba la ofensiva, el próximo paso era cerciorarse de que la sed no les jugara una mala pasada. Sabía que en la villa militar de Isla Poi había un pirizal con abundante agua para abastecer a cinco mil o seis mil hombres durante un mes, y que Pozo Valencia apenas contaba con una aguadita que saciaría la sed a lo sumo a un regimiento, y durante pocos días. La consigna era reconquistar el Fortín Boquerón, que había sido capturado por las fuerzas enemigas.
La noche del 8 de setiembre de 1932, en víspera de la batalla no pudo conciliar el sueño. El 7 lo habían designado comandante de la Primera División, en reemplazo del Tte. coronel Estigarribia, quien fue elevado al comando del Primer Cuerpo de Ejército. Fernández sentía el peso del mundo en los hombros y pensaba en muchas cosas mientras iba adentrándose la madrugada.
Ninguno de los que estaban ahí –salvo unos pocos– conocía la zona. Se habían hecho de un croquis sin escalas, que trazó el Tte 1º Heriberto Florentín del fortín y sus alrededores. No había planos ni mapas. También le angustiaba pensar que el ejército no estuviera adiestrado para cuestiones bélicas. Estigarribia, él, y otros jefes habían cursado en Europa escuelas de guerra. Otros estudiaron en la Escuela de Guerra de Asunción y algunos tenían experiencia de combate por la guerra civil del 22/23. De resto, los oficiales subalternos poseían conocimientos técnicos, pero carecían de práctica, y solo una cuarta parte de las tropas había sido instruida militarmente. Los otros eran campesinos y obreros movilizados apresuradamente.
Los del ejército boliviano en cambio tenían experiencia: muchos llevaban ya dos años en el Chaco y además una aviación muy activa en la exploración los protegía.
El comandante volteó en su catre preso de una incertidumbre absoluta: ¿Cómo reaccionaría el enemigo ante el ataque? ¿Realizaría un contraataque, persiguiéndolos agresivamente? Y si así fuera, ¿cómo se comportarían sus soldados? No pudo evitar pensar que si fracasaban la culpa sería suya. Y aquel fracaso sería una decepción nacional muy grande. No podía darse el lujo de permitir esa posibilidad, por eso resolvió actuar como si la victoria fuera un hecho. Desde el primer ataque, sin dudas. Y por eso decidió acompañar personalmente a la columna envolvente el día 9. Para alentar a los hombres del RI2 con su presencia.
Lo que jamás imaginó fue que ese día en vez de sorprender serían sorprendidos por una barrera de fuego impresionante de todas las armas enemigas. Una feroz lucha cuerpo a cuerpo, el primer combate de encuentro de la contienda chaqueña. Tuvieron que pedir refuerzo del batallón RI3 Corrales. Pero ya cuando estaban por llegar surgió otro percance: El capitán Rivas Ortellado –comandante del batallón– fue alcanzado por una bala perdida y murió en el acto, ante la mirada atónita de su tropa. Cuando lo supo, el coronel Fernández fue a buscarlos pero ya los encontró marchando hacia Boquerón, conducidos por jóvenes oficiales.
–¿A dónde van sin orden superior? –increpó Fernández.
–Vamos a vengar la muerte de nuestro comandante –respondió airadamente uno de los oficiales.
Y así entraron al combate. Sin mando y sin orden. El enemigo se defendía fieramente, y con más refuerzos los paraguayos siguieron hasta encontrarse con el teniente Zenteno que conocía el Fortín y bajo su comando formaron la primera línea de atacantes. Pero de nuevo surgió otro quiebre de la suerte: Cuando Zenteno se aproximó a la defensa enemiga dos aviones bolivianos aparecieron en el firmamento, inundando el campo de metrallas, y Zenteno encontró la muerte. Aunque su tropa retrocedió hasta la base de partida, otro regimiento reanudó nuevos asaltos logrando llegar hasta unos cien metros de la trinchera y ahí fueron detenidos por una densa barrera de fuego enemigo.
Las cosas no estaban fáciles. Entonces decidieron no insistir en el ataque frontal sino establecer el cerco, para rendir al enemigo a fuerza de hambre y sed. Y así lo hicieron. Pero pasaban los días y el 27 de setiembre Estigarribia advirtió a Fernández que se estaba agotando el agua del Pirizal de Isla Poi. El agua. La clave. Sin ella no habría triunfo posible. Con eso en mente, era imprescindible continuar el ataque para reducir la resistencia enemiga, o de lo contrario tendrían que replegarse para saciar la sed, y aquel fracaso sería fulminante. Estaba todo dicho entonces: Proseguirían los asaltos el día 28.
Aquel 27 por la noche, de nuevo le invadió el insomnio al comandante. Otra vez la incertidumbre y la ansiedad de una posible derrota. Pero no era eso lo que estaba escrito para el destino de nuestras tropas. Pasó el 28 con sus luchas y bajas y, finalmente, al amanecer del día 29 luego de un cruce de fuego que duró media hora, a las 6 de la mañana oficiales del ejército boliviano salieron de sus posiciones portando banderas blancas y los soldados paraguayos pudieron entonces entrar al Fortín, para consumar así la victoria. Tres biplanos “potez” rindieron homenaje a nuestra bandera izada en un improvisado mástil, casi rozándola en vuelo, como una airosa caricia llena de esperanza y de futuro.
El comandante entonces sintió el alivio del deber cumplido y pensó que finalmente podría dormir un sueño pacífico esa noche.
* El relato del coronel Carlos J. Fernández fue recreado a partir del libro “Testimonios Veteranos” de Beatriz Rodríguez Alcalá. Según Rafael Franco, en Boquerón los paraguayos sufrieron más de 400 muertes en la tropa, 13 oficiales, casi 900 heridos y alrededor de 100 desaparecidos. Los bolivianos registraron 1.000 muertes en sus filas y casi 500 cayeron prisioneros.