La Policía tenía rastros de un incendio provocado, acelerante en el dormitorio y algunas pistas de lo que pudo ser un doble asesinato, no un accidente como imaginaron. Pasaron días para encontrar el primer cabo suelto y finalmente dar con el asesino.
Por Óscar Lovera Vera
Periodista
En un primer momento la posición de los cuerpos y el punto de calcinación de mismos provocaron en los investigadores una errónea certeza. Creyeron que una descarga eléctrica en un electrodoméstico fue el causante del incendio que convirtió la habitación en un horno, pero se sofocó por la falta de oxígeno. De ahí las manchas de quemadura que envolvían una ventana. Pero esto distaba de la realidad, el material acelerante o combustible encontrado fue colocado adrede, no había otra explicación. ¿Quién podría verter aceite de motor en el suelo –por accidente– y luego encender una fogata?
Pero la certeza forense llegó. El médico confirmó que hubo muerte antes de la quema.
En el caso de la mujer estaba maniatada y en posición fetal, carbonizada. El adolescente fue golpeado en la cabeza, en el parietal izquierdo, también afectado por las altas temperaturas.
Una senda conducía a otra parte de aquella casa, al patio trasero. Unas gotas de un color oscuro marcaban el camino a ese punto. El forense se detuvo allí, también le llamó la atención. Eran gotas espesas, no parecía aceite de motor, lo que utilizaron para acelerar el incendio. Era algo más. Con el dedo índice tocó una de ellas y luego la esclareció esparciéndola entre la yema de los dedales de su guante de látex. Era sangre.
Su coloración era negruzca por la oxigenación, perdió líquido al estar fuera del cuerpo y finalmente se tornó impercetible a la coloración intensa que se conoce.
–¡Aquí hay algo! –gritó el doctor, alertando a los policías de Criminalística.
La sangre los condujo a un paredón, uno que en su momento parecía ser el proyecto de otra habitación. Recostada, solitaria, estaba una pala, en medio de la estructura, como si alguien la abandonara a su suerte.
Los agentes la tomaron y observaron que la parte metálica también tenía sangre. Descubrieron la otra arma homicida.
Lo que había ocurrido en aquella casa fue crimen atroz, y lo habían intentado borrar quemando la habitación.
Un dato más se sumaría al escenario complejo que tenían en frente, los cuerpos tenían como data de muerte ocho días atrás. El asesino tenía más de una semana de ventaja, y el tiempo corría.
El jefe de Homicidios pidió que inspeccionaran toda la casa. Debían determinar el trasfondo del asesinato y hacerlo teniendo el lapso de ocho días en contra.
–Fotos, pregunten al hermano si nota que algún artículo falta en la casa –dijo el jefe policial, intentando acortar la brecha de la duda.
UN RASTRO
La fresca noche del viernes 14 de agosto disminuía la actividad en las calles, apaciguada y profunda se adentraba en su último tramo después de las 21:30. Dos semanas transcurrían desde el hallazgo de los dos cuerpos, la conmoción y el rumor aún eran temas de conversación en la ciudad. Para nada el caso había cerrado y menos para las hipótesis del vecindario.
La luna llena era aprovechada por algunos pescadores en la ciudad de Mariano Roque Alonzo, a unos pocos kilómetros de la casa del crimen. Solo la luz natural reposaba sobre la quietud del río, nadie emitía una palabra, por más que iban sumándose otros y otros a la actividad. Sabían que el silencio era esencial para un buen pique y así sumar peces a la venta. Los ribereños vivían de ello, y esa noche era especial por la posición de la luna, y la quietud, significaba buena suerte.
Uno de esos pescadores sintió la presencia de otros hombres, lo rodearon. Miró a los costados y estaba acorralado, de frente el río y no era una buena opción. Percibió que no había alternativas y se entregó.
La voz de uno de esos hombres mencionó: –Nelson Gómez, estás detenido por el doble crimen de Erótida Martínez y Justo Martínez Espinoza…
En ese instante Nelson supo que, en todo ese momento, la paciencia, la luz de la luna y la quietud del agua lo pusieron como pez que había de pescar, nunca se percató que los demás pescadores eran policías y solo aguardaban el momento preciso para esposarlo.
Nelson Gómez Miranda tenía 21 años, delgado, de estatura por debajo del metro sesenta, de piel morena y ojos profundos. Subió a la camioneta policial con marcha cansina y la cabeza dirigida al suelo, evitando los flashes de cámaras fotográficas, los reporteros llegaron al preciso instante.
Desde aquella barranca pesquera el pelotón fue hasta la casa de Nelson, en las calles Lara y Capitán Insfrán, en el mismo barrio donde ocurrió el doble asesinato.
–Guantes de látex y linternas, busquen todo lo que pudiera tener conexión con nuestro caso –mencionó la fiscala Noguera, luego de reunirse frente a la casa del sospechoso.
Un cuarto de hora después se percataron que todo estaba a la vista, un televisor de 29 pulgadas, un reproductor de DVD y un teléfono celular. Esos artefactos no eran de la casa, lo dijo su madre confirmando que Nelson llegó con todo eso hace un par de días, asegurando que lo compró haciendo algunos trabajos.
La sorpresa mayor fue cuando detectaron que el celular tenía datos de Justo, el nieto de Erótida, la agenda, fotos y mensajes de texto. El celular era robado. Todo fue robado.
DÍAS ATRÁS
Para los policías y la fiscala la teoría de un robo era la más fuerte. Cuando confirmaron que faltaban objetos en la casa de la anciana, comenzó la investigación, ahí fue que encontraron el sendero. La fiscala envió una solicitud a la compañía de celulares que utilizaba el nieto de Erótida, en pocos días el resultado estuvo a la vista, la línea seguía activa. Esto marcaba un sitio en la ciudad de Luque, no muy lejos de la escena del crimen. Otro punto era la ribera de Mariano Roque Alonzo, a unos kilómetros; el movimiento se repetía una y otra vez. Tenían a un sospechoso.
La policía de civil fue hasta la casa que ubicaron en Luque, tras llamar a la puerta una joven se acercó y se presentó como la novia de Nelson.
–Necesitamos hablar con él, es sobre un asunto que ocurrió a unas calles de aquí… –dijo uno de los policías.
La joven supo de qué hablaban, en su rostro se notó preocupación, culpa y tristeza, agachó la mirada y luego de unos segundos volvió a mirarlos y dijo: –Sé que vienen por lo que ocurrió con esa señora, él es adicto, y tuvo problemas con la anciana que le alquilaba una habitación. Al parecer –Nelson– le robó algunas cosas y las cambió por droga. Es todo lo que sé.
Para la Policía fue suficiente, era momento de ir tras él.
CINCO AÑOS DESPUÉS
El quince de abril del 2014, Nelson llegó esposado al Palacio de Justicia, en todo ese tiempo no abrió la boca. Nunca habló de lo que había ocurrido, simplemente dejó que el tiempo pase. Al sentarse frente a los tres jueces su pasado no ayudó mucho, tenía antecedentes por robar y la carga de pruebas, más dos testigos que habían comprado el botín, su culpa estuvo a la vista. Nelson fue condenado a dieciocho años de cárcel. Tampoco quiso defenderse, en todo ese tiempo de sesiones, abogados, fiscales y la familia que lo asechaban como culpable, no dijo nada.
Los primeros años estuvo recluido en la cárcel de varones en el barrio Tacumbú, más tarde el hacinamiento y los constantes problemas en los que se involucraba le valieron un traslado a la penitenciaría regional de San Pedro.
DOS AÑOS DESPUÉS DE LA CONDENA
6:40 de un frío once de agosto del 2016. El jefe de guardia pasó revista del Pabellón A y faltaba uno de los reos. En la celda 21 estaba aquel ausente, su cuerpo tendido en el suelo, envuelto en sangre y con incalculables perforaciones. Lo asesinaron con treinta estocadas con un arma hecha en la misma celda. Una fractura cervical se sumaría a las múltiples lesiones, fue la que provocó su muerte.
El autor de aquel crimen estaba con varias lesiones en el brazo, agitado, sudoroso y con los ojos envueltos en llamas, era Nelson y lo confesó. Dijo que tuvo una pelea con su compañero debido a un paquete de galletitas.
Hoy Nelson tiene 32 años, carga con tres homicidios, uno aún sin condena. El 17 de agosto del 2018 lo llevaron a la cárcel de Misiones, donde se convirtió en el nuevo inquilino.