Por Bea Bosio (beabosio@aol.com)
El despertador suena a las 5:30 de la mañana y Eugenia toma un café mientras maneja al hospital. Hoy será otro día difícil –piensa– como son todos en la terapia intensiva en medio de una pandemia, pero trata de inyectarse de energía positiva porque sabe que es importante para los pacientes que le toca tratar. Un poco más tarde tiene a Rufino en frente suyo que apenas puede respirar. Está completamente lúcido y entiende que lo van a intubar.
–Tranquilo don Rufino – vamos a sedarte ahora y no te va a doler–, le dice Eugenia e intenta darle una cadencia dulce a su voz mientras le explica el procedimiento, para transmitirle un poco de paz.
Imagina lo que siente el anciano al ver a todo el personal de blanco vestido de esa manera. La incertidumbre y el miedo, y también la soledad. Desde que ingresó a terapia intensiva, por protocolo covid ya no pudo ver a su familia y ahora se enfrenta a la gravedad de la intubación sin un rostro conocido donde depositar su ansiedad.
Eugenia también siente miedo. Rufino es el primer enfermo de covid que le toca intubar. Conoce exactamente los riesgos de contagio y el peligro es serio también para ella y sus compañeros si algo sale mal. Un momento antes de proceder, angustiada piensa en sus hijas: Jimena y Luján. Ese par de soles a quienes ama inmensamente. Un nudo empieza a formarse en su garganta, pero Eugenia lo ignora y se enfoca en Rufino, en honrar a Hipócrates en su juramento, y en la vida que intentará salvar.
El tiempo transcurre en la gravedad absoluta del procedimiento y cuando concluye exitosamente, por fin puede compartir una expresión de alivio con sus colegas. Últimamente siente una conexión profunda con todos los de esa tribu que comparte con ella los avatares de esta nueva realidad. Los une el dolor, la angustia y el miedo. La valentía y la esperanza. La fortaleza y la piedad. El mundo de afuera –a veces detenido en el encierro, y otras, inconsciente y ajeno al peligro– desconoce el nivel de agotamiento y entrega profunda que acontece día a día dentro de un hospital.
Han pasado ya varios meses desde esa primera intubación y Eugenia sigue luchando diariamente por mantenerse fuerte y dar lo mejor de sí. Intenta hacer malabares para cumplir todos sus roles: El de médica, el de estudiante de un máster y el de esposa y mamá. Trabaja en tres hospitales: El geriátrico del IPS, el Materno Infantil San Pablo y el Instituto de Medicina Tropical. El corazón se le ensancha todas las noches cuando dobla la esquina a las 7:30 para llegar a su hogar. Valora cada segundo que pasa con sus hijas y cuando juega con ellas por un rato logra abstraerse de su dura realidad. Su marido y compañero de vida la entiende. Es médico de terapia intensiva como ella y conoce la lucha con sus batallas ganadas y perdidas. Se han aislado cuando empezó la pandemia. Llevan un buen tiempo sin ver a sus padres y el mundo se les ha vuelto solitario en los altibajos de la incertidumbre y en la entrega heroica que están haciendo por el Paraguay.
–Hoy se nos fue don Rufino –le cuenta Eugenia a su marido una noche– y cuando lo dice, toda su fortaleza de pronto se derrumba, y la voz se le quiebra y le estalla en mil sollozos la angustia de estos meses sin piedad.
Llora por Rufino y el Mundo.
Por la familia que no ve hace tanto.
Por la vida simple que extraña y…
Por el desafío inmenso de este 2020 que jamás podrá olvidar.
Luis la abraza y la consuela, hasta que a Eugenia le va ganando el cansancio y se queda dormida en el único rincón del mundo donde puede permitirse algún arranque de vulnerabilidad.
Mañana a las 5:30 de la mañana, el despertador de esta heroína anónima volverá a sonar.
*Esta crónica que surgió de mi conversación con la doctora Brítez, intenta plasmar el tamaño de la valentía y entrega de cada personal de blanco que diariamente enfrenta esta realidad. El nombre de Rufino fue cambiado. Todo el resto es real.