Por Ricardo Rivas, periodista. Twitter: @RtrivasRivas

La salud humana y su preservación, desde siempre, es prioridad social. Con matices en las interpretaciones sobre por qué las personas enferman, procurar la cura y evitar la propagación de las enfermedades fue, es y será una de las claves sociales más arraigadas. En ese contexto, brujos, chamanes y sabios, por mencionar sólo algunas denominaciones de quienes asumían la responsabilidad de curar antes que las médicas y médicos de nuestros días, ganaban el mayor respeto comunitario al igual que el de reyes, monarcas y poderosos que, por todos, por todas y por todo, los consultaban. Los libros sagrados de nuestros ancestros contienen registros suficientes de las intervenciones de aquellos sanadores que se las vieron con infinidad de plagas, epidemias y pandemias.

Cuando los europeos llegaron a estas tierras con fines de conquista y enriquecimiento, cuando finalizaba el siglo 15, al parecer, unos 50 millones de personas de pueblos originarios los recibieron sin prejuicios ni cuidados frente a esos desconocidos totales. Algunas historias aseguran que, cuando aquel pretendido “encuentro de dos mundos”, a los recién llegados los creyeron dioses. Duró poco. Así como casi de inmediato supieron que mayoritariamente no eran pacifistas sino conquistadores codiciosos y sanguinarios, también descubrieron que, con ellos, comenzaron a afectarlos enfermedades desconocidas que, como las armas y prácticas de los invasores, los diezmaban.

Muermo, viruela, tuberculosis, sífilis, sarampión, fiebre amarilla, lepra, gripe, tifus, rabia, tos ferina fueron algunos de los nuevos males. Espanto y desesperación. Los mayas, por buscar un ejemplo, vinculaban las enfermedades con lo que llamaban el “inframundo”, según el Popol Vuh, el libro sagrado de los quichés. Allí, en el “Xibalbaen”, donde habitaban “dioses y jueces supremos”, se alojaba también la verdad y la posibilidad de curación de graves males como la que transmitían “Xic y Patán” que provocaban la muerte súbita de caminantes solitarios que “vomitaban sangre hasta que morían”; o, aquella enfermedad que hacía que los hombres se hincharan, que de sus piernas drenara pus y que sus caras se tiñeran de amarillo por decisión de “Analpuh y Ahal-ganá”. Con desesperación los pueblos recurrían a médicos y hechiceros que se vinculaban con “Ix Chel”, la diosa de la medicina, para sanar.

En los territorios de lo que hoy es Colombia, los chibchas y los caribes, también contaban con la asistencia de adivinos, chamanes y brujos para curarse y protegerse de los malos espíritus. “Las prácticas de cuidado de la salud, relacionadas con la enfermedad, han estado presentes a través de la historia de la humanidad”, sostiene la profesora María Clara Quintero Laverde, en un paper que alguna vez leí en Bogotá, allá por 2004. En la Patagonia se practicaba el chamanismo, reporta la académica Beatriz Carbonell, quien afirma que “entre los yaganes”, otro pueblo originario, los “Yekamush eran los curanderos o chamanes, muy importantes” que “podían sanar enfermos, curar desequilibrios emocionales e invocar a los espíritus” que intervenían “mediante un largo canto llamando en esta forma a los espíritus para que le auxilien”.

Hasta esas historias volaban mis pensamientos en la noche del viernes –poco antes del nacimiento del sábado– cuando en la Argentina las víctimas fatales por SARS-COV-2 se acercan a 10 mil. El total de contaminados se aproxima al medio millón. Más de 330 mil se recuperaron. Tragedia imparable pese a que el aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO) se mantiene desde el pasado 20 de marzo, un día antes de que finalizara el verano. Así seguirá, por lo menos, hasta el 20 de setiembre próximo. Un día antes del inicio de la primavera, por disposición del presidente Alberto Fernández que, pese a ello, insiste en que “no hay cuarentena”. Tan incomprensible como cuando su ministro de Salud, Ginés González García, un puñado de días atrás sostuvo: “El mundo nos elogia, cosa que habitualmente no sucede. (Porque) Somos uno de los países líderes del mundo en cuanto a las políticas de lucha contra la pandemia”. ¿Era necesario? “Todo el mundo, cuando dejó de hacer la cuarentena, cantó victoria absoluta y volvió para atrás. Queremos mantener este tipo de políticas que fueron tan exitosas (aquí, por lo que) hay que seguir cuidando que no explote la cantidad de casos”. Explotó. Como en casi toda la aldea global.

Quizás, por estos tiempos, inevitable. Desde fines de los ’80, en el siglo pasado, los sistemas de salud fueron recortándose por aquello de que “los Estados deben ser pequeños y eficientes”. Para pensar desde una perspectiva histórica a la luz del trágico presente. Busqué frescura. El copón me acercó al paladar el sabor de las uvas Grillo y Catarratto que se crían en la Viña Sicilia, en la zona de Antioquía en mi querida Colombia. El aroma persistente e intenso del Viña Sicilia Bianco 2017 –un vinazo con el color del oro– que madura cercano a Medellín, ordenó la reflexión y mis interrogantes que procuraban respuestas. Como en el pasado lejano, las y los que curan son los importantes para una sociedad abrumada ante una pandemia que, hasta el momento, carece de vacuna y tratamiento concreto para atacarla, controlarla y detenerla. Una lucha desigual que desarrollan unos pocos –médicas, médicos, enfermeras, enfermeros, terapistas, anestesistas, investigadores, entre otras y otros– cuyos resultados esperan con ansiedad millones.

¿Tiene miedo el personal de salud? “En general, sí”, responde por Whatsapp, Catalina María Mena (28), médica residente en terapia intensiva pediátrica, aunque explica que son “miedos distintos”, en cada persona porque “están quienes tienen miedo de enfermarse; de contagiar a un familiar; quienes tienen miedo al contagio porque deberían aislarse y habría uno menos para cubrir las necesidades del servicio; y, por sobre todo, el miedo de no poder dar respuesta a los pacientes o de no tener los equipos de protección personal en el caso de que la situación se agrave”.

Camilo Perlasco (38), médico con algunos años de experiencia, coincide con su colega y agrega que “todos tenemos hijos, padres, abuelos, tíos, familiares dentro de lo que llamamos grupos de riesgo y, cuando llegamos a nuestros hogares, aunque nos duela, sabemos que no podemos abrazar, besar o simplemente saludar a nuestros hijos sin una ducha previa, sin quitarnos la ropa potencialmente contaminada. Es muy duro y, parte de nuestros miedos”.

Las voces de estos jóvenes profesionales con profunda vocación para servir a quien lo necesite emociona. Mucho más luego de una semana dura. No puedo dejar de pensar en una enfermera en Mar del Plata, a la que llamaré Amanda –”la que deberá ser amada por Dios” o por esta sociedad conmovida– que, contagiada de coronavirus, se suicidó. Sus compañeras y compañeros, compungidos, con sus ojos llenos de lágrimas y, tal vez, con ganas de gritar los detalles de la tragedia para que escuchen todos, todas y quizás nadie, me explicaron que “su pareja la dejó en soledad por temor a que contagiara a sus hijos que no eran de ella”. Una historia de mierda.

Sentado en la mecedora con la mirada clavada en los leños crepitantes, una y otra vez repasé una carta que la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva (SATI) hizo pública. “Los médicos, enfermeros, kinesiólogos y otros miembros de la comunidad de la terapia intensiva sentimos que estamos perdiendo la batalla. Sentimos que los recursos para salvar a los pacientes con coronavirus se están agotando”, advierte esa organización. “Los intensivistas, que ya éramos pocos antes de la pandemia, hoy nos encontramos al límite de nuestras fuerzas, raleados por la enfermedad, exhaustos por el trabajo continuo e intenso, atendiendo cada vez más pacientes”, agregan. “También tenemos que lamentar bajas, personal infectado y, lamentablemente, fallecidos, colegas y amigos caídos que nos duelen, que nos desgarran tan profundamente. (…) sentimos que no podemos más, que nos vamos quedando solos, que nos están dejando solos, encerrados en las unidades de terapia intensiva con nuestros equipos de protección personal y con nuestros pacientes, sólo alentándonos entre nosotros”.

Silencio, admiración y alguna lágrima que nubló mis ojos. Decidieron compartir con millones de personas miedos y tristezas. Creo estar cierto cuando pienso que lo consiguieron. Sentí cada palabra de esa carta desgarradora como una expresión de valentía y compromiso. “Creo que nosotros nos formamos, en parte, para convivir con el dolor ajeno”, agrega Camilo en procura de dar respuesta a cómo contiene el miedo. Sin embargo, admite que “a veces, nos supera, y es un momento tremendo porque nos damos cuenta que no podemos manejarlo tanto como creíamos a pesar de prepararnos para hacerlo”.

¿Cómo contienen el miedo de un paciente? “Es una pregunta difícil. Nadie da lo que no tiene. Uno está preocupado y con miedo, y de algún modo tiene que transmitirles a los pacientes una tranquilidad que no siente. Mucho más en la terapia intensiva pediátrica. Asumimos la situación de informar a madres y padres por teléfono porque están aislados y eso nos enfrenta a hacer un acompañamiento mucho más difícil. Es uno de los principales desafíos, en este momento y tratamos de superarlo junto con el servicio de psicología y una buena comunicación del equipo de trabajo”.

Camilo añade: “No es sencillo. Muchas veces tenemos incertidumbres que debemos superar y, la mejor forma para intentarlo, es siempre ponernos en el lugar del otro para contener e interpretar lo que al paciente le pasa y por lo que está pasando. El paciente necesita y debe tener información”. A ambos los conozco desde muchos años. Siento que, en los meses más recientes, crecieron de golpe.

“Lo que más abruma o entristece es estar constantemente preparándonos para un escenario de catástrofe que –afortunadamente– parece no llegar nunca pero que tampoco sabemos cuándo habrá de terminar”, reflexiona Catalina y resalta –como problema– que “ya no contamos con las actividades que teníamos para bajar el estrés laboral y no hay otra cosa en qué pensar que no sea la pandemia. En las terapias intensivas pediátricas de la provincia de Buenos Aires nos capacitamos para atender adultos en caso de que el sistema de salud se vea sobrepasado. Esperar en forma constante lo que no se sabe cuándo llegará es abrumador”.

¿Imaginaron alguna vez, cuando estudiaban medicina, que vivirían una situación como ésta? “Cuando estudiaban enfermedades emergentes o la historia de las epidemias y pandemias, nunca imaginábamos tener que asumir esta tarea frente a una emergencia de esta magnitud”, responde Catalina quien asegura que “nunca” pensó que la emergencia sanitaria “podría extenderse tanto tiempo”. Camilo coincide y admite que “muchas veces tratábamos (con otras y otros estudiantes) de pensar e imaginar cómo se trataba ese tipo de patologías con tan pocos medios y tan pocos conocimientos en épocas pasadas y, sin embargo –admite– cientos de años después, en algunos casos, pese al gran avance de la ciencia. Vivimos y somos protagonistas de una de las mayores pandemias de la historia. Imposible haberlo imaginado”.

Con convicción, asegura que “de esto vamos a salir”, revela que –como muchas y muchos habitantes del planeta– “anhelamos la pronta llegada de una vacuna”; y declara su profunda creencia de que “la ciencia es la única alternativa” para poner fin a la pandemia.

Alguien, alguna vez, hace muchos años, me pidió que describiera la valentía. No supe, no pude ni quise hacerlo. Este domingo, me animo a decir que es sinónimo de Catalina y Camilo y de las miles de Catalinas y Camilos que en la aldea global se ponen de pie frente al maldito virus. No queda más que agradecerles y esperar, aunque la esperanza nunca pueda ni deba ser una estrategia.

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