En estos tiempos en los que reina la incertidumbre y muchas veces nos gana la desazón, en el GRUPO NACIÓN tenemos una certeza: queremos expresar nuestra gratitud a todos los que trabajan en salud, desde los médicos y paramédicos, hasta los que prestan servicio de apoyo en los distintos hospitales y centros de atención.

Por eso, el que llamamos “NÚMERO BLANCO DE GRAN DOMINGO” es sobre todo un HOMENAJE a ellos, pues son los grandes protagonistas de este tiempo difícil en la vida de la humanidad.

Cotidianamente, los trabajadores de la salud destinan sus esfuerzos a salvar la vida de las personas afectadas por covid-19. En incontables situaciones ellos mismos se convierten en víctimas de la enfermedad contra la que luchan. Centenares de médicos en todo el mundo han resultado víctimas fatales de la enfermedad y varios profesionales paraguayos entre ellos.

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Para rendir este homenaje, en el que seguramente faltarán muchos nombres y protagonistas anónimos de lucha y esperanza, de triunfo sobre la enfermedad y el dolor, recogimos algunas historias, especialmente en los centros donde la batalla contra los estragos del virus se libra en forma constante y sin respiro, a pesar del cansancio, del lógico temor y de las fuerzas que a veces parece que faltan. En ellas, queremos expresar simbólicamente la admiración y el respeto por esa lucha y decirles que no están solos en las trincheras a las que armados de voluntad inquebrantable y sacrificio entran cada día, dejando atrás sus propios intereses y vidas personales.

Que el Gran Diario de este domingo sea el gran aplauso que todos ellos se merecen y el abrazo de la solidaridad y el respeto por lo que nos dan en cada hora de estos tiempos difíciles.

GLOBOS BLANCOS AL CIELO

Por Dr. Miguel Ángel Velázquez Blanco, neurocirujano

En memoria de los doctores Hugo Diez Pérez, Carlos María Domínguez y Jorge Bordón.

Dr. Hugo Diez Pérez.

A Hugo le dolía horrores la espalda. Los analgésicos no surtían ya el efecto deseado, y él, como neurocirujano que era, sabía que tarde o temprano iba a terminar operándose esa bendita columna lumbar que tanto lo sostuvo en horas interminables de cirugía, desde su formación en el extranjero hasta su práctica médica incansable que continuaba a pesar de tener más de 70 años. Su lucidez extrema, la precisión de sus manos pequeñas pero hábiles y, sobre todo, su espíritu y disciplina militares forjados en la carrera de las armas que abrazara en paralelo a su pasión por la Medicina, hacían que se mantuviera en pie e incluso, operara viajando por todo el país, como la cirugía de ese jueves en Caaguazú, donde fue pero ya no pudo liderar el equipo debido a un “cansancio” que le invadió, dejando en manos de otro neurocirujano de su equipo el caso. Tampoco pudo ir ese domingo a ver a su adorado Ciclón, que le daba los momentos más felices de su vida, pero también las broncas más épicas, pero él ahí estaba, siempre en la misma butaca de preferencias, subiendo lentamente con su bastón últimamente, y su remera azulgrana que invariablemente le ceñía el torso haga frío o calor. Porque Hugo nunca faltaba al quirófano o a la cancha… hasta esos últimos días. El lunes ya se internó y dos semanas después cerró sus ojos para darnos la primera cachetada impiadosa que nos demostraba que el maldito virus al que conocíamos solo por internet, ya se cobraba la primera víctima: Hugo Diez Pérez, neurocirujano, médico militar, cerrista y ser humano.

Carlos María era una leyenda en al Facultad de Medicina de Villarrica ya desde su época de estudiante. La tradición decía (con justa razón) que no existía otro estudiante que supiera la Neuroanatomía como él, y que el “Profesor Chocolón” (Silvio Codas Gorostiaga, primer neurocirujano del Paraguay y padre de la Neuroanatomía nacional) lo tenía como hijo dilecto. No era de extrañar que Carlos María, al recibirse, decidiera ser neurocirujano como su mentor, y se formara en la primera escuela de neurocirujanos que existió en el Paraguay: el Servicio de Neurocirugía del doctor Carlos Codas en el IPS. Nunca renegaba de su condición de gua’i, y como hombre del interior, no se quedó un minuto en la capital al terminar su residencia, sino que emigró a Ciudad del Este, un poco por descentralizar el trabajo, y otro poco por estar “al tiro” de su Villarrica natal, a la cual “escapaba” ni bien podía. Cuentan los colegas de Ciudad del Este que era típico llamar “al doctor Carlos María” cuando la urgencia neuroquirúrgica apremiaba, e, invariablemente y sin mediar palabra, aparecía él con sus propios instrumentales a brindar su sapiencia y trabajo sin ningún tipo de interés en eso. Siempre con la sonrisa amplia, y con el comentario ácido según la ocasión, Carlos María se ganó un lugar en el corazón esteño y en la Neurocirugía nacional. Siguió peleando aún después del golpe duro y terrible de perder a una hermosa hija, luchando por salvar la vida de otros con el convencimiento de que su vocación propia siempre fue superior al dolor que lo desgarraba. Recuperó la sonrisa y nunca dejó de brindarse a todos, hasta ese jueves al mediodía en que intercambiamos chat por última vez (sin saberlo) contándome que estaba confiado que saldría de terapia ese día… a la noche se complicó y ya no volvió a despertarse. Viajó a las estrellas el domingo 30 de agosto, el día del policía, “casualmente”, profesión de su señor padre a quien admiraba como a nadie en el mundo.

Jorge era hijo de una profesora de la facultad, pero jamás se prevaleció de eso para nada. Abrazó una de las especialidades más sacrificadas en la Medicina, el intensivismo, y fui testigo de que, literalmente, recorrió el país trabajando en ello. Durante más de media década al principio de los 2000, viajaba puntualmente una vez por semana a Encarnación y a Ciudad del Este desde Asunción para hacer guardias de esa especialidad en la que siempre hubo pocos y buenos médicos. Compartí con él no solo nuestra etapa formativa en el IPS en Asunción, sino en los años en que iba a Encarnación, donde, como siempre, “cuidaba” a mis pacientes operados con calidad no solamente profesional, sino con una dedicación personal que era ejemplar, un trato al colega y al paciente que eran extraordinarios. Jorge cayó en el frente de batalla el viernes 28 de agosto volviendo a su trabajo de jefe de Terapia Intensiva de Tesãi mientras pasaba recorrida a los pacientes internados, nunca mejor dicho, al pie del cañón y en primera línea como siempre estuvo. Se fue el lunes 31 de un agosto fatídico, con la alegría de haber visto a un hijo recibirse de médico hace muy poco, y con el llanto y la gratitud sincera de sus compañeros de trabajo en la Terapia Intensiva donde ejerció la jefatura tan dignamente.

Hugo, Carlos María y Jorge son las caras visibles vestidas de blanco de una pandemia que cada vez nos toca más de cerca. Son los globos blancos al cielo que hoy se van como recuerdos que nos duelen, dentro de un contexto de confusión y desesperación, donde todo sin embargo debería ser más claro y esperanzador. Donde no debería haber voces negacionistas ni disensos oportunistas tornando la ciencia en credo, infectando el conocimiento de superstición, y buscando los minutos de fama que la buena práctica niega a los que no observan el respeto al método científico. Y, sobre todo, sirviendo de señales de atención a una sociedad que nunca termina de ponerse los pantalones largos de la autocrítica y la madurez, donde vale más buscar culpables que aguantarse las ganas de un encuentro social y donde se confunden las consecuencias con las causas de los mismos actos.

El mensaje es de esperanza: vamos a ganar la guerra. Mas temprano que tarde, espero. Porque si no aprendimos aún que no puede ser más tarde que temprano, tendremos muchos más Hugos, Carlos Marías o Jorges que enterrar.

Más globos blancos al cielo.



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