Por Ricardo Rivas

Periodista Twitter: @RtrivasRivas

Miré la vieja mece­dora, pero antes de refugiarme en ella junto a los leños, me detuve en la cava. Como predestinada mi mano, procuró la compa­ñía de ese Romano Dal Forno, Amarone della Valpolicella que, alguna vez, pocos años atrás, traje desde Roma, Ita­lia. Tinto, de uva corvina, picante en el paladar como la pimienta negra, el rojo rubí que como un batallón de duendes emerge del inte­rior de su cuerpo, era lo que el alma buscaba.

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Los recuer­dos de aquella extensa sobre­mesa en aquel bodegón cer­cano al Tevere –ese largo río que atraviesa la ciudad de las 7 colinas en ese viaje increí­ble que inicia en los Apeninos hasta desaguar en el Tirreno entre las playas de Ostia y Fiumicino– fue suficiente para la elección. No era nece­sario mucho más para reci­bir con honores al sábado, día 163 del aislamiento al que, en nombre de la salud de todos y todas, nos someten los líderes de la nada aquí y en muchos otros países. La estadística da cuenta de más de 25 millo­nes de afectados por la pande­mia de coronavirus. Cerca de 7 millones de infectados acti­vos, casi 17 millones de recu­perados y aproximadamente 850 mil fallecidos.

Mel Brooks no pudo hasta hoy imaginar a los líderes de la nada que maltratan a la Aldea Global

Una tra­gedia. El vino ocupó su lugar en el copón que siempre cada semana me acompaña. Per­manecí en silencio litúrgico. Desde cuando promediaba la semana, en Argentina los contagios superan las 10 mil personas al fin de cada jor­nada. Preocupante. Los que todo lo explican cruzan cifras impúdicamente con ridícu­los datos de lo que sucede en otros lugares. Absurdo. “Mal de muchos, consuelo de ton­tos”, nos reconvenía doña Juanita, nuestra querida abuela. Las muertes supe­ran los 8 mil casos. Dolo­roso. Triste. Inevitable. Los ojos se posaron sobre el fuego en el mismo momento en que algunas vigorosas chispas buscaban escapar de la chi­menea. Pocas horas atrás, en el más alto nivel de este país, se extendió la orden de ais­lamiento social preventivo y obligatorio (ASPO). Desde un día antes de la finaliza­ción del verano nos suspen­dieron el derecho constitu­cional de circular libremente. Muy probablemente a la pri­mavera la recibamos enclaus­trados. Desde aquel momento hasta hoy, nacer y morir –una alegría y una tristeza– se igualan en la soledad.

Friedrich Nietzsche: “Reírse es una forma de liberarse”.

“Se fue sin sufrir”, repiten una y otra vez compungidos médicos y médicas, enfermeros y enfer­meras a quienes, en muchos casos, ni siguiera pudieron despedir al que partió desde detrás de una mampara de vidrio. Lejos del silencio, los que suponen que todo debe ser parte de un relato, en cada rueda de prensa, nos sorpren­den con expresiones vacías que dan cuenta de graves sín­tomas de posible idiocia. Con un suave movimiento oxigené el néctar de itálicas uvas que me acompañaba. Cuando promediaba abril, oficial­mente, un alto funcionario con responsabilidades sobre la salud pública recomendó – como medida de prevención– el sexo virtual.

“Es una alter­nativa”, explicó y agregó en tono didáctico: “Pueden ser buenas alternativas las video­llamadas, el sexo virtual o el sexting”. Un par de horas más tarde, el presidente Alberto Fernández, en el transcurso de una entrevista radial, pidió que “no” le hicieran hablar “sobre eso”, pero recomendó: “Si lo dice el Ministerio de Salud, hacele caso”. Mastur­bación o muerte. Pasaron cuatro meses desde aquella recomendación. Unas pocas horas atrás, el jueves último, los mismos comunicadores gubernamentales propusieron, para evitar los contagios, “porque podemos ser parte de la cadena de transmisión” del SARS-CoV-2, no “gritar”, no “cantar” o no “reír” en lugares cerrados. “Necesitamos real­mente jerarquizar las activi­dades de más riesgo, las acti­vidades en lugares cerrados, por tiempo prolongado, con personas próximas, sin tapa­bocas, realizando acciones intensas como hablar fuerte, como gritar, como cantar, como reírse, ni hablar toser o estornudar sin cubrirse la boca con el pliegue del codo: son actividades que por más que la persona que esté con nosotros no tenga síntomas, puede estar incubando el virus, pode­mos ser parte de la cadena de transmisión”.

INVENCIBLES

Alguna vez Frida Kahlo, con su tan inmensa como pro­funda sabiduría, sostuvo que “reír nos hizo invencibles. (Pero) no como los que siem­pre ganan, sino como aquellos que no se rinden”. Me animo a pensar que esos voceros sanitarios nunca supieron de aquella definición. Sorpren­dente. Un lamentable intento discursivo que, en nombre de la Salud Pública, propone “la omertá”. La ley del silencio de la mafia en Italia. Afortu­nadamente, los lenguaraces gubernamentales, inmedia­tamente, intentaron amor­tiguar la sugerencia: “Pode­mos reírnos, cantar y bailar, en espacios abiertos y con todos los cuidados”. Gracias.

Pero están prohibidas las salidas recreativas en casi todo el país porque estamos en tiempos de ASPO, de mal llamada cuarentena, aunque el presidente Fernández, una semana atrás, aseguró que “no hay” impedimentos para transitar aunque sin permi­sos oficiales –de no estar categorizado como “traba­jador esencial”– no se puede transitar libremente. Sí, pero no. Oxpimoron. En una de sus obras literarias, “Viajes por Europa, África y Amé­rica” (1845-1847), Domingo Faustino Sarmiento escribió: “Del ridículo, no se vuelve” Décadas más tarde, Juan Domingo Perón la hizo pro­pia y la dedicó a no pocos de sus adversarios.

Sigmund Freud: “Reírse de sí mismo es una forma de liberarse”.

EN EL TEMBLADERAL

La Aldea Global transita un tembladeral o viaja en el tren fantasma o es pasajero de un autito chocador. No pocos autoritarios alcanzaron posi­ciones de poder y, desde las alturas a las que están con­vencidos que llegaron por predestinación, no escati­man esfuerzos para imponer la ignorancia con el propósito que hacerla sentido común de la mano de la insensatez y el autoritarismo.

En no pocas ciudades italianas, en nombre del covid-19, se pro­hibió bailar. No solo en luga­res cerrados, sino y también en el espacio público. Al aire libre. Allá, acullá o aquí: No reír, no cantar, no gritar, no bailar. Justamente en Ita­lia, más precisamente en la sureña Sicilia, donde tuviera origen el que quizá sea el más famoso de los bailes populares, la tarantela, fue parte de una nunca probada medida de Salud Pública para curar el tarantismo, enfermedad que deviene de la picadura de la tarántula, un arácnido al que también se conoce como “araña lobo”, que así fue llamada en el pueblo de Tarento, en la región de la Apulia. Leyenda o no, ver­dadero o falso, la tarantela, que al parecer llegó hasta la península itálica desde Gre­cia, para prevenir la pande­mia, no se puede bailar.

Trá­gico destino en estos tiempos del mundo que alguna vez – no sin dramatismos, ni tra­gedias, ni pandemias– fue definitivamente distinto. Lo patético ha devenido en una constante de alta peligrosi­dad. Si no fuera penosamente cierto, no pocos de esos rela­tos insensatos parecen emer­ger de la creatividad incon­mensurable del grandioso Melvin James Kaminsky, ese neoyorkino genial al que conocemos como Mel Brooks (95). El copón vacío reclamó.

Lo satisfice. Recordé que Sig­mund Freud, en “El chiste y su relación con el incons­ciente”, una de sus obras, escrita allá por 1905, abordó la risa como objeto de estu­dio. En ese contexto, sostiene que se trata de uno de los tan­tos mecanismos de defensa, de protección del YO para no ser abatido por el sufri­miento. Friedrich Nietzsche afirmaba que “reírse de sí mismo es una forma de libe­rarse”. En “Así hablo Zara­tustra” (1883-1885), quizá su máxima obra, volvió sobre la risa. “Hay risas que no tienen otro objeto que ellas mismas, risas que se generan a partir del derroche y contagio de sí mismas, en esto reside su carácter de gratuidad. La risa se multiplica, crece como un niño, excede los temas cómi­cos. La risa de la risa evocaría un camino semejante al que transita el eros platónico en su búsqueda de la belleza en sí, primero la risa ante lo par­ticularmente risible, luego la risa bajo la que caerían todas las cosas y finalmente la risa que se consagra a sí misma. Si la risa es un momento sobe­rano, entonces también ins­taura un modo de aprehender la verdad; como en la obra de arte, de la risa puede brotar l

o verdadero”. Pero no se quedó allí. También reflexionó sobre el baile. No creyente, Nietzsche no tre­pidó en afirmar: “Yo, solo podría creer en un dios que supiese bailar”.

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